Espera
El bote descascarado se bamboleaba al final de la escalera que daba sobre el río. Todavía quedaban murmullos en el Puerto de Frutos y la mugre generada por los visitantes de ese sábado de febrero. Tenía que cruzar el río Luján hasta llegar a la isla. Se tomó del hombro del muchacho que la tenía asida de un brazo para ayudarla a subir.
-Al
Arroyo Espera, por favor.
-Son
treinta pesos.
Ella
asintió en silencio, metió la mano en su cartera y sacó los tres
billetes convenidos. El muchacho los abolló, guardándolos en el
bolsillo de su pescador.
Un
espejo sucio era el río bajo la luna redonda de verano. Olor a barro
mezclado con putrefacción, a aguas contaminadas que los isleños
ignoraban para consolarse.
-Acá
llegamos.
De
una zancada apoyó el tacón sobre madera firme y caminó en la
oscuridad tajeada –apenas - por la luz de alguna casa.
Recordó
las indicaciones de su amiga del bar: caminar en línea recta desde
el muelle hasta llegar a cuatro casas iguales, buscar la del cartel
“La Ñata”.
No
hizo falta demasiado esfuerzo. Una silueta verde de dos pisos
encendida de colores explotaba en la apacible noche isleña.
Abrió
la verja que daba al jardín delantero y se dejó llevar como
imantada hacia un rincón donde hablaban a los gritos su amiga y dos
muchachos también recién llegados. Todo el verdor oscuro se
deshilaba de ratos por las luciérnagas y vagamente se oía el agua
amarronada golpear contra los maderos del mueble. A veces, el
bisbiseo imperceptible de los zancudos o el aleteo de algún pájaro
trasnochado agitando las hojas. El pasto mojado se sacudía bajo sus
pies por la estridencia de la música electrónica. Los bajos y los
altos repicaban en el medio de su pecho, como si fuera a vomitar el
corazón en contados segundos. Había focos entre las plantas
cuidadosamente orientados. Luces negras que resaltaban hasta las
mínimas hebras claras de las ropas, los dientes, los ojos.
Fantasmagóricos y frenéticos. Olor a río.
-Cambio
de música –anuncia el gordo exaltado de remera amarilla.
La
voz de Rodrigo con su Soy
cordobés
se trepa desde los dedos hasta el centro del abdomen donde el
cuartetazo se vuelve irresistible, una descarga de electricidad
inesperada.
Soy
cordobés, me gusta el vino y la joda
Y lo tomo sin soda
Porque así pega más, pega más, pega más
Y lo tomo sin soda
Porque así pega más, pega más, pega más
(el
gordo se desgañita con el pega
más moviendo
las manos con las palmas invertidas a modo de puntazos)
Todos
bailan descarnados moviendo las caderas; grotescos, apoyándose unos
sobre otros, imaginando un trencito de cuerpos recalentados por el
alcohol y el ardor atrapante de la noche. Corre el sudor mezclado con
cerveza transpirada en las camisas, en los hombros desnudos de las
mujeres, insinuantes, sensuales y algunas, patéticas. El abanico va
desde el despreocupado jean, el vestido elegante y lo ordinario del
diseño animal print ordinario.
……
Soy cordobés y me gustan los bailes
Y me siento en el aire
Si tengo que cantar.
De la ciudad de las mujeres más lindas,
Soy cordobés y me gustan los bailes
Y me siento en el aire
Si tengo que cantar.
De la ciudad de las mujeres más lindas,
(el
gordo desenfrenado se acerca a la de la calza animal print y le parte
la boca de un beso)
Del fernet, de la birra madrugadas sin par.
Soy cordobés y ando sin documentos
Porque llevo el acento de córdoba capital.
Un
empujón lo desmorona contra una mesa en medio de ríspidos “boludo
quién te crees que sos”.
El
gordo no se da por enterado y sigue adornándola con “mamita, qué
fuerte estas”. La del animal print se esfuma convencida de que no
se lo sacará de encima y se mete dentro de la casa para ir a hacer
pis.
Debajo
de la escalera hay una puerta del presunto baño.
Golpea,
previendo que está ocupado. Ella contesta incómoda mientras se moja
la cara para despabilarse, intoxicada de humo, cerveza y mareo.
El
jardín de atrás tiene mesas de bar, con publicidades de gaseosas,
hechas de hierro con sillas de patas que se hunden en la tierra. Se
convierte de pronto en un refugio donde se aspira el olor de las
madreselvas y algunas parejas beben entre besos. La música también
invade el fondo mezclada con la cadencia del río alborotado.
Va
avanzando la noche húmeda, el calor no perdona tampoco a los cuerpos
reposados. Un grillo debajo de la mesa se esmera en hacerse oír.
Ella se quita los zapatos, se despatarra junto a su amiga del bar.
Los
insectos se avivan en un rincón mientras dos pibes fuman marihuana
apartados de la bulla, ausentes, envueltos en el humo sedante fuera
del cuadro general de descontrol. Descalzos, uno con el torso al aire
y la espalda bordada de mosquitos.
En
tanto más allá, al final de la medianera, debajo de un laurel
silvestre, una remera amarilla sube y baja sobre unas calzas de
animal print.
Alicia
Alvarez, 2015.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje.
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