lunes, 17 de marzo de 2014

El patio contiguo - Alicia Álvarez

El patio contiguo
En la oscuridad del patio contiguo a la habitación, un canario apenas gorjea en la tibieza matinal del invierno. Debajo de la jaula descascarada, el malvón rosado resiste en su maceta de cemento blanco. La cretona desteñida sobrevive gracias a la humedad y a los rayos de un sol dudoso.
El canario se baña y salpica, desparramando alpiste sobre el piso raído.
La mujer habla sola, todo el tiempo. Se hace preguntas, le habla a su única hija que está lejos. Y maldice al canario roñoso, que le ensucia el patio.
Él está en su cama, inmóvil, con sus grandes ojos fijos en la pared que desde hace meses, representa su único paisaje. Sólo una pared y el viejo televisor.
Casi no habla. Apenas la nombra cuando necesita algo.
Ella controla el paso de suero con calmantes hacia la cánula. Está pendiente del curso de la gota como si escudriñara cada grano en un reloj de arena.
¡Ahí está!, ¿la ves?. Ahí viene mi mamá - grita con voz ronca.
No hay nadie, tranquilo, debe ser la pastilla que el médico te dio- simula ella quitándole importancia.
Él baja lentamente los párpados. Finge dormir un sueño inexistente.
Su pensamiento íntimo lo conduce de la mano de su madre hacia la escuela de la calle Viel. Su hermano, de pantalones cortos en el barrio cercano al parque, donde escapan a derribar los nidos de los pájaros.
Su hermana mayor, Isabel, de grandes ojos también, chispeantes, engalanada con moños excesivos y ejerciendo autoridad absoluta, como fue siempre.
Osvaldo ¡ tenés que comer!. Te traje fideos amasados. Mirá que flaquito estás.
Hace que sueña. Se acuerda de la rubia del cuarto piso, platinada a la fuerza, cuando una tarde de invierno, en el ascensor, lo invitó a dormir con ella la siesta más fantástica de su aburrida vida.
Osvaldo, quedáte un ratito más. Por qué estás tan apurado. Tanto miedo le tenés a tu mujer.
Hace que duerme, fingiendo al igual que cuando lo visitan.
Lo sabe. Nada podrá engañarlo. Ni las historias ajenas de falsas sanaciones, ni las sonrisas bienintencionadas. Lo sabe, y pacientemente espera.
Sus “ellas” están ahí, próximas las una de las otras.
La atenta, en la cocina; la otra, en el patio al lado de la jaula.
Una, con el oído alerta, prepara una taza de té negro.
La otra, hojea en su registro de interminables datos, su nombre y apellido.
La del oído atento telefonea a su hermana, pidiéndole que venga.
La hermana ordena la presencia del médico.
No me digas lo que tengo que hacer, Isabel.
El médico no llega.
La de extenso registro, ajusta la faja de su vestido gris, ondula la cabellera rubia y se perfuma.
Su respiración se hace trabajosa. Es entrecortada, casi un jadeo. De cuando en cuando, un ronquido. Ya no simula. El dolor inexpresable lo mantiene en perpetua rigidez.
Tiene los puños cerrados y las piernas contraídas. Son clavos agudos en sus manos y sus pies.
Desde el patio contiguo, aroma de violetas.
Sin ruidos, sin puertas abiertas ella se acerca. Susurra a su oído, lo roza con gracia femenina. Con velos, lo envuelve. Acerca sus labios al beso que él comprende.
Impelido por una fuerza ajena se incorpora de golpe, abre los ojos desorbitados y grita; lanza su ira y la deshace en mil pedazos; escupe el odio, el amor, la infancia, la desdicha, la impotencia y el sometimiento.
Domingo al mediodía. El cuerpo helado. Su mujer lo arropa, le acomoda el pelo, lo besa. Acerca su cara al pecho, a la nariz. No entiende. Busca papeles en la mesita de luz. Llama por teléfono. A quién. No lo sabe. Camina de la habitación al living tiritando. Llora. Tiembla y tiene miedo. Abre la puerta que da al patio para respirar. Vuelve a mirarlo en la cama. De golpe, toma una sábana y tapa el espejo del dormitorio. Hay que tapar los espejos, dicen.
Hace fuerza para destrabar el picaporte de la ventana. La abre y agita los brazos y las manos en actitud de dejar de ir. Como decía la tía Balbina.
Sale de nuevo al patio, levanta la reja de la jaula y libera al canario. El ave se posa en la ventana. Gorjea. Y los dos, con la obediencia debida vuelan lejos, muy lejos.


Alicia Álvarez
Texto Producido en los talleres de Siempre de Viaje

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