lunes, 14 de abril de 2014

Futurofobia - Facundo Bertera


Futurofobia


Cuando la gente me remite a mi pasado, me pregunta o relata situaciones y anécdotas perdidas en los recovecos de mi frágil memoria, me suele invadir una sensación de completa serenidad. Me zambullo en un mar calmo, dejándome llevar por esas nubes suaves y traslucidas de octubre —otro hermoso mes, casi tanto como abril— y sin pensar en nada más que en aquello que mis oídos escuchan con placer casi morboso, me dejo envolver por suaves acordes, por lo general de viejas canciones que me acompañaron en mi niñez. Es curioso pero en la mayoría de esas melodías, las que suelo evocar de manera semiconsciente, tienden a aparecer trazos de violines y a veces de acordeones. Instrumentos que, por otro lado, jamás supe tocar.
Bob Mazzer
Si bien este comportamiento puede resultar algo fuera de lo normal para muchas personas, lo más extraño es lo que me sucede cuando el tiempo verbal al que se me transporta es el contrario. Si supieran la conducta, cuanto menos curiosa, a la que incurro cada vez que me preguntan sobre mi futuro, qué será de mí, después, mañana, al final de cuentas. Los adverbios de tiempo futuro me causan semejante pavor que huyo de ellos de unas maneras de tal cobardía que resultan en patetismo. El rostro se tensa, el corazón martillea y tengo la urgencia de cambiar de conversación, de lo contrario el cuadro se agudiza a tal punto que me resulta incontrolable. Si me vieran: la garganta seca, la voz entrecortada y saliendo de mi garganta en forma más fina que un hilo. La gente que me conoce bien, de manera muy acertada, evita hacerme ese tipo de observaciones y por esa razón que me refugio tanto en ellos y en mi perro, que también conocedor del problema que me aqueja, evita dirigirme la palabra, o el ladrido, cuando siente que estoy con uno de mis ataques futurofóbicos.
Cuando pienso en algo que deberé hacer en el día siguiente al que estoy viviendo, trato de pararme sobre el próximo a ese y reflexionar sobre el asunto en cuestión como si ya lo hubiese vivido, como una acción pretérita. Es algo que escapa de lo común, lo entiendo perfectamente y por tal razón trato de ocultarlo o de evitar ciertas situaciones en donde tengo la certidumbre de que acabaré con un ataque. Por citar un ejemplo, jamás solicitaría los servicios de tarotistas, adivinos o videntes; solamente de imaginar el momento en que comenzaran a contarme cosas sobre mis días venideros, siento un calor ascendente por el estómago que termina por ocluirme las vías respiratorias. De nuevo, comprendo lo asombroso del asunto, ¿pero quién no padece miedos o conductas extravagantes ante ciertos estímulos que a otras personas no les causarían el más mínimo daño? Sin ir más lejos, el viejo Macedonio temía al final de sus escritos, o el mismo Borges, a los espejos.



Facundo Bertera
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.


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