viernes, 16 de enero de 2015

Krav Magá - Ricardo Czikk



KRAV MAGÁ


Se puso en marcha en aquella avenida del Sur Violento. La brisa corría calurosa en la tarde de marzo, cuando el sol pega fuerte y no hay un lugar donde esconderse. Las vacaciones ya se habían despedido hasta el año siguiente y sólo restaba la Semana Santa, cuando las rutas se tornan un tormento para quienes deciden estirar el airecito estival en fuga. Pero, él odia con vehemencia esas escapadas.
Quería tomarse un taxi y de haber llamado a uno, habría llegado inmediatamente, aunque esperarlo en la planta baja del edificio implicaba el riesgo de cruzarse con algún conocido y no estaba para dar explicaciones; podía mentir sobre el motivo de la visita, pero su dolor de cabeza le decía que ése no era el mejor día para agregarse más tensiones.
La camisa mojada se le iba adhiriendo insidiosamente a la espalda. Avanzaba cansino, casi pegado a la pared, como evitando derretirse más aún. Entre afiches descascarados y grafittis inentendibles escritos en gótica, descuidados como todo en aquella zona, caminaba de tal manera que parecía un alma en pena.
En el café de la siguiente cuadra, pudo ver a un parroquiano solitario; medio desdentado, con la camisa de mangas cortas, raída y de color indefinible, estaba acodado mirando a la nada, el diario al costado. Ignoraba los titulares catastróficos: Sigue el despiadado ataque de Israel.
Aquella escena le recordó que quería tomar algo. Si bien estaba húmedo por fuera, la sequedad interior sintió que le estaba por quebrar los sesos. Cuando siente tanto calor, le viene una imagen del desierto al sur del río grande: cactus, tierra sedienta de agua y calaveras de los inmigrantes ilegales, los espaldas mojadas. Decidió entrar en el bar, aunque con las precauciones del caso. Miró cauto en todas las direcciones. No había entrenado tantos años Krav Magá para nada. La defensa personal comienza con el estado alerta, advertía Rafael, el profesor formado en el ejército israelí. Da un trescientos por ciento de ventaja avistar con anticipación a los potenciales atacantes. Estaba claro que nada lo podía inquietar de aquel panorama: el dueño del bar parado en la barra, más atento a las cuentas desparramadas sobre la superficie amarillenta, que a otra cosa; por detrás en la cocina se podía ver apenas a un joven lavando platos y tazas y por fin aquel parroquiano, moviendo sus resecos labios que murmuraban palabras susurradas. Entonces decidió que pasaría al baño. No era tan espantoso como imaginaba, si bien era estrecho, algo oscuro y por supuesto bastante caluroso, húmedo, no tenía ese olor acre y fuerte tan característico de días como esos. Se alegraba de no llevar valija o algún bolso para no tener que apoyar nada en el piso húmedo. Giró hacia el mingitorio y cuando había comenzado a bajarse el cierre del pantalón, pudo escuchar el giro seco de la llave de la puerta, la señal inconfundible de haber quedado encerrado. El terror le quitó las ganas, volvió arriba el cierre en un segundo y se tiró con todo el cuerpo sobre la manija de la puerta. Empezó a moverla, pero era inútil. No se movía ni un milímetro. Un mareo lo sacudió, el espacio comenzó a girar sobre él y pronto empezó a sentir el corazón que se le salía por la boca.
Maldita puta suerte, maldito el momento en el que se me ocurrió entrar en este bar de mierda. No puede ser que esté cerrado, tiene que haber un error, me falta el aire y voy a reventar. Mejor respiro despacito, calmate, dale, esto va a pasar, tiene que haber un error, seguro que el dueño se olvidó de que yo había entrado, porque claro, no dejé nada sobre ninguna mesa, qué boludo tendría que haber hecho eso, o al menos haber saludado más amablemente, pero con este fantasma de ver enemigos por todas partes, puta con Rafael que se la pasa metiéndonos esa manía persecutoria, si al menos me sirviera para algo no estaría acá encerrado, me falta el aire igual, está dura la manija. Ábranme, ya, no puede ser, alguien se confundió. Voy a tirar abajo la puerta si no me abren…
Cómo una ráfaga de metralla, le llovieron sensaciones, imágenes y recuerdos de la semana que estaba terminando en ese viernes agobiante.
Había comenzado el lunes con aquel sobre grande y blanco, sin remitente, sobre su escritorio. En aquel momento había sentido que estaba sólo ante el prólogo de algo, un signo que inmediatamente lo puso en guardia. Un mal augurio, había pensado. Una semana pésima estaba por comenzar y la inquietud no lo abandonaba. Sabía quién se lo había enviado, aunque no podía dejar de mirar para todos lados –como pidiendo excusas, como si él mismo hubiera cometido un crimen- y por ello mismo no se animaba a abrirlo. Sí, venía de Alfredo, aquel gerente a quien repetidamente le había advertido sobre sus modos violentos. Le había implorado que no tratara a la gente de aquella manera: a los gritos, insultando, denigrándolos, asediándolos con correos electrónicos en medio de la noche y tratándolos de inútiles mientras les arrojaba los papeles en la cara. Tomó el sobre en la mano, percibió que adentro había algo liviano y sólido, pero no podía adivinar su contenido. Se sintió obligado a salir a tomar aire. Salió disparado al ascensor, pero prefirió bajar por las escaleras. Apenas pasó la puerta, volvió a sentir el abrazo de la bocanada de calor. El corazón le latía rápido. El último ataque de pánico le había implicado aquella medicación que le secaba la boca, de la cual dependía. No quería volver a enfrentar aquella espantosa sensación. Se decía que estaba pagando un precio demasiado alto por tan poco: un gerente como Alfredo, un psicópata, es cierto, pero nada que temer, como para ponerse tan mal, aunque claro, la ominosa sensación no aflojaba y lo ahogaba. Le había explicado y advertido a Alfredo, que de aquella manera complicaba el clima de trabajo, que ponía a los empleados en guardia, provocando que se fueran y no quisieran volver, que terminaba afectando aquello que más le importaba: la plata y los resultados. Había pensado, había creído que iba a poder, pero sentía que estaba perdiendo por goleada.
En ese recorrido de imágenes y a la misma velocidad con que se había disparado el pánico inicial, quedó congelado. Tenía la mano en la manija de la puerta. Quería forcejear, pero estaba inmóvil, transpiraba frío, mientras los cachetes le quemaban como si le estuvieran prendiendo una hornalla de la cocina en la cara, igual que cuando la abuela quemaba los pelitos del pollo antes de cocinarlo. No podía hacer nada, y le vino la imagen del auto por la avenida.
¿Me habrá parecido o me perseguían? ¿Me estaré volviendo loco? Era un auto oscuro, los de adelante no sé quiénes eran, pero juraría que ella estaba sentada atrás. Sí, se parecía demasiado a Clara, pero no, no, es imposible. La dejé sin darle demasiado aviso, sí, es cierto, fue de sopetón. Me tendría que haber entendido ella, yo estaba asustado. Me pareció que se había dado cuenta J. que era de las esposas que una vez resentidas, son peores que Medea. Tampoco estaba para darme el lujo de andar por los hoteles de San Telmo, enroscado como loco con una empleada de mi corporación. Pero ella, aunque también casada, ni se inmutaba. Quizá fuera de las que una vez traspuesta la barrera, están tranquilas de conciencia porque lo hacen para darse un gusto, sin pizca de revancha hacia sus maridos. Pero no era mi caso. Yo sí estaba enojado con J.
Entonces, ¿ella vuelve para vengarse?, quiere que confiese, quiere que vaya de nuevo a su cuerpo. No sé. Me persigue la mugre que veo por todas partes. Este baño y yo somos lo mismo. Vivo los últimos meses queriendo demostrar que Alfredo es un hijo de puta, pero yo ¿no seré un poco igual a él?, ¿si sobreviví en la misma empresa, no habrá sido gracias a cierta capacidad de manipular?
Volvió a gritar, esta vez implorando que le abrieran. No hubo respuesta. Probó de nuevo, pero esta vez con una puteada, que subió de tono. De repente giró la cabeza y pudo ver encima del inodoro una ventanita, pequeña pero suficiente para espiar y pedir ayuda, eso pensaba. Cerró con bronca la tapa del inodoro y rápido como un gato se trepó. Al agarrarse del marco de la ventana notó lo grasosa y pegajosa que estaba. Le faltaban años de limpieza, de alguien que dedicara unos minutos a pasar un trapo. Jaló de la barra de color amarillo vetusto con óxido a la vista, pero se trababa. De un tirón terminó cediendo. Entonces consideró que la mejor forma de entrar al otro lado era ladear la cabeza hacia la derecha, dejando al ojo izquierdo recorrer el patio interno que se comenzaba a ver. Empezó a escanear lentamente, tratando de entender más, de hallar significantes que le abrieran alguna comprensión sobre lo que estaba viviendo. Atisbó unas botellas de vidrio y otras de plástico, todas  desparramadas. Más allá latas grandes de pintura apiladas irregularmente, algunas chorreadas de blanco y otras de azul. Cajas de sodas marca Siffredi, muchas con la carcasa de plástico azul desgastada. En todo se apreciaba suciedad, acumulación y una desidia que él creía característica de aquellos barrios meridionales de la ciudad.
Se encontró de repente con unos bustos, sí, unos bustos sobre pedestales, algo definitivamente llamativo para ese entorno. Había los enteros, incólumes y erguidos; estaban luego uno o dos a los que les faltaban brazos. Era como visitar el Partenón o Efeso, y ver un ágora, pero de escala menor. Uno de ellos atrajo mucho su atención. Había algo en el contorno de sus pechos, como una emanación que venía de allí que lo incomodaba, que le hacía sentir aún peor de lo que ya estaba. Comenzó a sentir náuseas. Quizá era el olor que empezaba a penetrarle, era acre, era olor a sucio, eran años de mugre
Se quedó así un largo rato y mientras miraba, empezó a recrear en su mente la escena del sobre. Pasado el casi ataque de pánico, había podido regresar a la oficina, lo guardó rápido en su valija, y sólo lo abrió al llegar a su casa a la noche. Adentro había una copia de Steve Jobs, la película.
Despachó a los chicos al play room, les pidió que lo dejaran solo y se estiró en el sillón del living con un vaso de vino. Sintió enseguida estar ante un clásico producto de Hollywood, en que destituyen y restituyen héroes con maestría sin par, cuando critican al sistema sin dañar su estructura. Alivian tensiones, a través de edulcoradas versiones del mal (el cual es siempre extranjero o trabaja para aquel). Steve J. es un inconformista que mal-trata, pero lo hace para alcanzar el Bien. Demuestra que en la búsqueda de la perfección, hay que eliminar a los inservibles, quienes merecen ser expulsados. Más tarde comerá frío el plato de la venganza, cuando haga despedir a su viejo socio capitalista, quien antes le había hecho lo mismo a él. Su propia hija –llegada en un momento indeseado para el logro de sus proyectos de grandeza- deberá aceptar un temporal destierro y luego, como con todos los malos del cine, se convertirá en un padre de familia domesticado e ideal. Si bien el film muestra cómo se debate y al parecer se angustia, finalmente gana la ambición, que la humanidad toda debería agradecer, ya que fue ella la que facilitó el legado de los maravillosos chiches Ipod, Ipad, Iphone. Un Ídolo. La misma escena abre y cierra la película, cuando enaltecido presenta en público el iPod y un auditorio extasiado lo mira a Jobs con los ojos húmedos de emoción, mientras los aplausos llueven sobre él.
Dejó rápidamente de lado los recuerdos.
Otra vez me estoy distrayendo. Otra vez rumiando. Así no saldré más de acá
Un nuevo ruido en la puerta lo interrumpió, era un intento de colocar una llave en la cerradura. Al intentar salir del compartimiento, se pegó un golpe fuerte con la manija de la ventana, perdió el equilibrio, cayendo al piso, a pocos centímetros de terminar con la nuca contra el borde del inodoro. Se incorporó y con cuidado llegó hasta la puerta, para verificar que nada había cambiado. Cuando se pegó con la cola contra el piso, constató la dureza del teléfono celular -se maldijo por su reiterada incapacidad práctica, por no haberse acordado antes de un recurso práctico como aquel- lo sacó del bolsillo trasero del pantalón, pero claro, era de esperar que no tuviera señal en un lugar tan cerrado. Muchas cosas sólo pasaban en su imaginación -o al menos se dio cuenta que escuchaba algunas que no estaban sucediendo- pero notó que concretamente se había mojado el pantalón al caer al piso, lo cual empezó a darle asco. Tenía ganas de sacarse el pantalón. Tiene orina de vaya a saber cuántas personas, pensó. Mientras se apoyaba en la pared intentando secarse el sudor de su frente, le vino a la mente ella, Clara.
Yo mismo la busqué, yo mismo la deseé. Quise tenerla y la busqué, la perseguí. Fue aquel día en que la invité a almorzar y se lo dije. Me sorprendí por mi audacia. Fui al baño para pararme y aprovechar la oportunidad de pasar por detrás, darle un beso en los labios, que ella correspondió con mucha dulzura. Qué bien, cómo lo hice, ¡ja!
—Acá a mitad de cuadra hay un hotel. Sí, no me mires así que me derrito. Vos sabés que ya no da para más así. —le dije.
—Te juro que quiero, pero no puedo, soy casada y nunca hice algo así. ­—le temblaba la voz. Me acuerdo. Sus labios me perdían y deseaba. Me faltaba menos para llegar...
—Yo tampoco, ¿y qué?
Por primera vez sintió que el ambiente del baño se volvía turbio, que estaba por desvanecerse, pero no podía frenar el fluir de los recuerdos.
—Me da miedo, ¿y si me enamoro? ¿si nos enroscamos? ¿en qué nos estaríamos metiendo? —a Clara le temblaba la voz.
—No perdemos nada con probar. ¿Qué sé yo si me enamoraré o si te volverás loca por mí? Quizá en un rato me tires por la ventana, porque no me aguantas más, ¿entendés?
Pero no fue así. Enloqueció y se deshacía al verla. Chau Ana Clara Mouriño, le decía como una broma. Su nombre y apellido articulado así, le servía como un amuleto verbal, un conjuro en la esquina del hotel, una apelación a no ser visto, una fórmula mágica para disipar el dolor de la separación. Escapaba cada uno a sus obligaciones, emergiendo del abrigado espacio interior que los había cobijado, para pasar al medio exterior. Se imaginaba a sí mismo como uno de aquellos bichos de Akutagawa en Kappa: seres infraterrenos, resbalosos y verdes, con una vida sexual muy activa. Se consideraba parte de una comunidad secreta de amantes impetuosos, que se escondían de sí mismos y de sus parejas oficiales.
Algo ligaba secretamente a Alfredo con Clara. Algo se escabullía allí, como él entre las sábanas.
¿No seré como Alfredo? Me guste o no, el poder me atrae, me parece magnético, pero no me animo, lo uso con subterfugios, sin tanto grito, escondiéndome en albergues transitorios, con la victoria del cortejo ganado, creyéndome el macho que puede con las mujeres. Me anima el deseo de sobresalir a cualquier precio, de sentirme por encima, deseado, más y más… Por supuesto, ya me parecía. ¡Aquel busto cortado y sin brazos! Era igual a ella. La nariz respingada, los pechos redondeados en los bordes. Pero, ¿los brazos? ¿Por qué así amputada?
Sintió un tremendo desasosiego, no justificable siquiera en el encierro que estaba transitando. Empezaba a quemarle el pecho con sensaciones similares a las angustias de su pubertad, cuando inexplicablemente y de la nada se ponía a llorar, con mucha congoja, como si algo tremendo estuviera por sucederle a alguien. Presagios, dolores, crecimiento.
Le volvió aquella escena que había sentido escalofriante en su momento. La voz de ella, ni grave ni aguda, la misma que entre gemidos le decía dale bebé y seguía cabalgando, sosteniéndose los pechos que se agitaban en el fragor del encuentro. Había sido en verano, cuando hacía tanto calor como ese día. Transpiraron y recordó su propio comentario, qué le pesaba trajearse para ir a trabajar en jornadas tan agobiantes y húmedas. Era el instante en que se estaban aquietando y comenzando el ritual: ella boca arriba, los brazos a los lados, él hundiendo la cara en la almohada, amodorrado y empezando a ser invadido por la culpa impregnada de cierta urgencia por escapar. Los fluidos del cuerpo obran de esa manera: imprimen potencia hasta que una vez disipados, la magia se desvanece y encuentra su lugar la sensación de estar cargando con el peso de una transgresión y el riesgo de ser descubierto. Acudía a su mente la voz, un resto de ella que ingresaba al oprimente baño, mientras crecía incesante la repugnancia a ese cubículo, a ese antro donde todo se corporizaba.
—A los cincuenta me retiro. Ya lo decidí. Estoy armando todo para cumplirlo.
Me retiro.
Sí, se retiraría. En aquel momento lo había sentido como un acto petulante. A los cuarenta años, ni se le hubiera ocurrido en definir semejante cosa, que con los hijos y tantas ocupaciones materiales, le habría resultado inimaginable distraer recursos para semejante futuro. Algo lo había estremecido en aquel momento. Recuerda haber levantado la cabeza y mirarla, haberla recorrido toda, desde sus pezones rosados impecables de quién nunca había amamantado, hasta la punta de los pies que coronaban unos tobillos que siempre daban respaldo a los tacos altos. Finalmente la había acariciado, había mesado sus cabellos. Habría querido decir algo, pero no había podido.
Una convulsión empezó a subirle por el cuerpo. Un impulso poderoso lo llevaba a la angosta ventanita para mirar el busto. Pero no pudo. Empezó a deslizarse al piso, sin importarle nada de la humedad, ya era un manojo de lágrimas y transpiración;  su garganta se deshacía entre arcadas y llanto. Se sentó en el piso y lloró, mucho y desconsolado. Una semana antes, en la oficina de la corporación, buscando pistas para recuperarla, sólo había hallado una frase:
Ana Clara Mouriño descansa en paz.
Era en un altar virtual, un recordatorio sin firma en la web. Sin foto, sin explicación. Desde Facebook hacia allí. Sin una sola palabra más. Lacónico. Una leyenda más pequeña se podía leer más abajo:
Con 49 años, Ana Clara Mouriño murió el día 29 de ag…
Lloraba. Ella se había retirado un año antes de lo planeado. No se puede definir el destino, pensó. La habían cortado, como a aquellos brazos, como los de él que no podían abrir ninguna puerta. Su pelea con Alfredo no es más que una fachada para tapar su vulnerabilidad, el dolor de la muerte siempre inevitable.
Cuando por fin sintió que podía volver a hacerse cargo de sí mismo, se agarró del pequeño lavabo, se incorporó y con fuerza refregó agua fresca en su cara.
Sacó un pañuelo de su bolsillo, se secó, tomó aire y como si una fuerza diferente lo poseyera, giró bruscamente la manija, que cedió sin mayores dificultades.
Salió.
A través de aquellos viejos ventanales pudo ver la tormenta estival que estaba comenzando. Sintió el alivio, que sería pasajero, porque en breve llegaría una nueva ola de calor.
Se dijo:
Puedo pensar más claramente.


Ricardo Czikk, 2014.

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