Habiendo cruzado un portón de madera antigua,
altísimo, imponente, aterrador; caminado varios metros por un
pasillo, donde mi cara se tiñó de un blanco mortecino, tono de las
luces que lo iluminaban, plano, frígido, casi azulado y un tanto, no
sé por qué, perverso.
Ante mí, se abrió la más hermosa y desesperada
visión.
Llegué a un salón de dimensiones descomunales,
piso de nubes tormentosas, cielorraso de noche estrellada y paredes
de plumas violetas.
Dimensión que se distendía, que aumentaba, se
extendía a lo ancho, a lo largo y alto. Que me extendía.
Todo vida, mucha vida.
La música entró en mí por los pies, subió por
la espalda e impactó en el cerebro, recorrió todo mi sistema
nervioso, se adhirió a la piel como sanguijuela, me bañó, me
circundó y poseyó.
A un ritmo frenético, todos los seres que había
allí, nos movíamos al unísono dando la sensación de ser todos uno
sólo. Una masa.
Mi cabeza se llenó de auroras, avancé empujando
puertas sin picaportes. No más cansancio. Una capa, una invisible
capa hizo desaparecer el mal, el inquietante, interminable mal.
Éramos totalmente trasparentes. Desnudos.
Las luces que salían de las estrellas de aquel
techo, de colores brillantes, nos atravesaban, los corazones se
iluminaban, latían con el color del rayo. Los corazones naranjas,
rojos, azules, fucsias, amarillos, verdes, como en una radiografía
viviente; podíamos tocarlos, sacarlos del pecho y jugar con ellos,
cual linternas.
Las bebidas fluorescentes corrían por nuestras
venas, que como serpientes nos hacían cosquillas.
Nuestras pupilas se dilataron de tal manera que
podíamos vernos en 360°. Los cuerpos ya no nos pertenecían, le
pertenecían a él: edificio vivo.
La ansiedad convirtió en alas mis brazos, liviano
mi cuerpo, emprendí el vuelo que planeando me permitió disfrutar de
esa fiesta desde arriba, bien arriba.
Flujo, flujo sin fin, evaporando las
restricciones, las delimitaciones, colmando, colmándolo todo.
Momentos, momentos sin rumbo, sin acotaciones, sin
regresos, fluyentes, independientes.
Un momento más.
Único.
Incomparable.
Momento despertar.
¡Felicidad!
Ya no tengo que bajar.
Marcelo Trumper, 2015.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje a partir del Club de lectura sobre El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez.
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