viernes, 27 de enero de 2017

Javier Pizarro * El texto del año



Uno de los puntos más sensibles en la vida de un adulto es el sueño, de nuestros hijos. Noche tras noche, pensamos lo impensable con tal de conseguir que los infantes se duerman en los horarios mentalmente sanos para las personas de bien que habitan éste y cualquier otro rincón de la galaxia.
La clásica escena es tenerlos dormidos en nuestros brazos (sí sí, pedagógicamente está mal, pero es lo que hay). Mantenemos tensión, ritmo de respiración, cadencia de movimientos. Todo debe sostenerse en un perfecto equilibrio. Cualquier cambio podría alterar el orden natural del sueño y llevarnos al punto sin retorno de la vigilia. Con exagerada lentitud buscamos depositarlos en su lecho. Alcanzamos el colchón. Su cuerpo logra la perfecta horizontalidad. A continuación la parte más difícil: salir del cuarto llevándonos nuestras extremidades superiores, ahora atrapadas entre el colchón y el pequeño. Siempre que estamos llegando al éxito de esta práctica, aparece algo: el maldito reloj marcando que son las 12, un torpe codo golpeando la baranda de la cuna, un celular que suena (en la calle, no importa… SUENA), un estornudo contenido, una mosca que vuela. ¡UN CABELLO QUE SE PRECIPITA HACIA EL SUELO!
Los gritos y el llanto nos ponen sobre aviso: esto ha sido el primer round.
Con todo lo traumático que puede ser esta rutina para un adulto, no tiene comparación con la sensación de desamparo que se experimenta al comprobar que luego de luchar contra viento y marea para que el pequeño concilie el sueño, el destino nos impone que nuevamente debemos entrar a su cuarto.
En un estado de absoluta resignación, lo primero que se nos ocurre, es que la incursión debe realizarse en completa oscuridad. Esto es para evitar que la luz LO despierte. Porque sabemos que si se durmió y se despertó, volver a dormirlo, será mucho, pero mucho más trabajoso.
Entonces, nos ubicamos en la puerta, del otro lado de la frontera, nos descalzamos porque de esta forma también minimizaremos el ruido de los pasos. Descubrir nuestros pies envueltos de una media que absorberá cada partícula sonitiva nos transporta, nos materializa en un YO desconocido hasta este momento. Somos los ninjas del hogar. Una suerte de héroe anónimo que se mueve sigilosamente entre las sombras, como si no existiera, como si fuera una brisa. La onda de un pensamiento apoyado en el aire en busca de cumplir su único objetivo.
Estamos listos, ágiles y valientes. Nuestra mano envuelve el picaporte de esa puerta que nos separa de la próxima aventura. La abrimos con esmerada lentitud. Sabemos que tenemos contados segundos antes de volver a cerrarla desde adentro, para ubicar a la distancia la “cosa” olvidada.
Avanzamos sigilosamente.
Alrededor del tercer paso, nos damos cuenta de nuestro error: ingresar descalzos. Cuando no le damos una patada a la mesa de actividades, descansamos nuestro peso sobre alguna pieza angulosa de madera o sobre algún juguete de goma (de esos que chiflan cuando sacan aire y chiflan más cuando entra). Todo esto si es que tenemos la fortuna de no triturar algún juguete de plástico que en su ejercicio de inmolación se vengará dejándonos la planta del pie llena de pedacitos incrustados. Con el primer paso fallido, comienza el efecto en cadena y sabemos que indefectiblemente que el siguiente será más escandaloso que el anterior.
Si la criatura no se despertó por el estridente concierto, seguramente lo hará cuando reconozca nuestra voz, arengando una variada y surtida colección de epítetos y guturalidades en múltiples idiomas, todos a la vez.
Poco importa, para qué entrábamos. Nos reconocemos víctimas del perverso juego de la vida, esa gran oca omnipresente que nos devuelve a un primer casillero que dice: "debés dormir a tu hijo antes de continuar la partida".




Javier Pizarro, 2016.
Fragmento del libro Paternidad se estrena.



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