miércoles, 18 de enero de 2017

Ruidos, de José Lupia * Publicado en la revista "Cruz Diablo"




Abro los ojos en medio de la noche y comprendo el espanto que interrumpe mi sueño: los ruidos de las máquinas han cesado.
Se escucha silencio. Un silencio de cementerio superpoblado de muerte, una ausencia de sonidos que espantaría a cualquiera.
Me incorporo y mis pies descalzos caminan sin protegerse sobre el piso de madera. Bajo las escaleras y llego al comedor. Advierto el finísimo hilo de sangre que deja mi andar. De un tirón, retiro la astilla de la planta de mi pie izquierdo. Arde. No hay tiempo para mayores cuidados, así que sigo mi camino envuelto en una niebla extraña, como cuando vivimos una tragedia y actuamos sabiendo que esos actos no saldrán jamás de nuestra mente.
Así abro la puerta. No me importa mi aspecto nocturno, ni la sangre de mi pie, ni el frío del invierno. El único sentido fiel es el que me informa del silencio, el que me alerta sobre la ausencia de ruidos.
Cruzo la calle.
A medida que me alejo de la casa y me acerco a la fábrica, el miedo crece. De la nada sale un hombre, de la noche, de la niebla de la noche sale un hombre. Un mameluco azul oscuro repleto de manchones negros y unos borceguíes marrones son su vestimenta. Apenas puedo adivinar los contornos de un rostro que permanece oculto en la sombra. Viene a mi encuentro. Habla:
—¿Cómo está señor? Lo estaba esperando.
—¿Por qué debería esperarme a mí? —respondo con cierta hostilidad.
—Porque usted es el vecino. Y ya se sabe que cuando las máquinas se detienen, el vecino llega. Es casi un dicho que tenemos en la fábrica.
Lo miro con incredulidad. Sin entender del todo sus palabras. Sin comprender, en realidad, nada de lo que está ocurriendo. Espero una explicación mayor y el hombre parece dispuesto a darla; al menos continúa hablando:
—La última vez que las máquinas se detuvieron pasó lo mismo. Fue hace mucho ya. El hombre que habitaba la casa en donde usted vive ahora, se acercó muerto de miedo, desesperado por el silencio, tiritando de frío, como usted.
—¿Y quién le dijo que yo estoy desesperado por el silencio? —agrego con ánimos de pelea.
—Su cara me lo dice. No se preocupe señor, a mí no tiene que explicarme nada—continua con un tono complaciente que me enerva pero, al mismo tiempo, me salva.
—¿Por qué pararon los ruidos? —lanzo cortante.
—Mire, no se alarme. Mañana mismo vuelven. Es que cada diez años tenemos que parar las máquinas. Mantenimiento que le dicen.
—¿Y mañana vuelven?
—Se lo aseguro. Mañana vuelven. Ahora, qué cosa increíble eh.
—¿Qué cosa es increíble? —digo con nueva prepotencia.
—Usted viene desesperado a la madrugada porque pararon los ruidos y me pregunta qué cosa es increíble.
—Es que sin los ruidos.
—Sin los ruidos…
Yo debo terminar la frase. Lo sé. Y siento que el silencio se adueña de todo y entra en mi cuerpo llenando de muerte mis arterias. Un cementerio superpoblado ¡Eso! Una manifestación de muerte que en vez de gritar, silencia, calla, hace vacíos, huecos en la tierra en donde ríos de sangre buscan su curso. Ríos de sangre ¡Eso! ¡Eso!
Entonces exploto en llanto como un niño, un niño que se levanta en medio de la noche porque un trueno lo ha despertado. Igual, pero al revés.
El hombre se acerca e increíblemente abre sus brazos ofreciéndose. Ridículo, ya lo sé, pero qué importa. Acepto su oferta. Apoyo mi cara en su pecho y entre llantos declarados con quejidos y hombros temblorosos, pregunto:
—¿Cómo voy a dormir sin ruidos?
—Tranquilo, tranquilo —dice—. Ya sé. Ya lo sé todo. Pero es sólo una noche.
—Y usted me da su palabra de que mañana vuelven.
—Todo igual a partir de mañana. Sólo tiene que aguantar esta noche.
—Sólo una noche.
—Sólo una noche. Una larga noche.
—Ya veo. Escúcheme: ¿no se quedaría a hacerme compañía? —pregunto ganando en entusiasmo—. Le puedo preparar un café.
Me responde una escandalosa risa. Una carcajada que crece de a poco hasta encontrar un invisible punto límite luego del cual comienza a ceder.
Separa su cuerpo del mío, recién entonces veo su rostro con nitidez. Un escalofrío me recorre como un flujo tempestuoso. Apenas si puedo disimular el espanto al contemplar la piel ajada, los ojos pequeños demasiado oscuros, el cabello en mechones desparejos.
Tal vez para salvarme de ese momento, habla de nuevo:
—Usted tiene que pasar esta noche. Yo ya me voy. Cumplí. Terminó mi horario.
Y nuevamente las risas mientras se pierde entre la bruma.
—¿Qué pasó con el anterior? —pregunto atropelladamente.
—¿Con el anterior?
—Con el que habitaba la casa antes de que yo llegara. ¿Qué paso?
—No todos pueden aguantar una noche sin ruidos. A propósito, debería revisar ese pie. No vaya a ser cosa que termine mal por una pavada. Mire que cuando la sangre empieza a salir…
—Pero contésteme —insisto, ya desesperado.
No hay respuestas. Nada se escucha. Vuelvo a estar sólo en medio de la noche. Sin ruidos. Sin ningún maldito y salvador ruido.
Por supuesto que pienso en el anterior, en las habladurías sobre la casa, la fábrica y los ruidos. Pero ya no tengo tiempo. Bajo la vista y veo un charco de sangre rodeando mis pies, un charco más grande de lo imaginable para una herida tan pequeña. Decido volver a la casa. Me cuesta moverme porque mi pie izquierdo se hunde en la tierra como si de arena se tratase. Hago un esfuerzo irracional. Logró liberar el pie. Doy pasos lentos, arrastrándolo. Llego a mi casa. Me desplomo sobre la primera silla que encuentro. Dejo la puerta abierta lo que me permite mirar la fábrica. Su contorno horroroso me conmueve, como si la estuviera viendo por primera vez, como si la estuviera viendo con otros ojos.
Suplico por ruidos. Sé que es inútil.
Con asombro, veo la estela púrpura que mis pasos dejaron. Ya no es un finísimo hilo, es un sendero que conecta los ruidos con la casa, un lazo que comprendo irremediable. Como un río, pienso, como un río de sangre que ya encontró su curso.




José Lupia, 2016.

Este cuento obtuvo una mención en el concurso "30 Aniversario de la publicación de It". 
Ha sido publicado en la revista "Cruz Diablo", diciembre de 2016. 



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