Yo intentaba atraerla hacia mí y ella se resistía; sus mejillas encendidas por el esfuerzo estaba rojas y redondas como cerezas; se reía como si le hubiera hecho cosquillas; yo la tenía atrapada entre mis piernas como un arbusto al que hubiese querido trepar, y en plena gimnasia, sin que aumentara apenas el jadeo que me provocaba el ejercicio muscular y la pasión del juego, derrame -como unas gotas de sudor arrancadas por el esfuerzo- mi goce, en el que no pude entretenerme ni siquiera el tiempo de experimentar el gusto; al instante cogí la carta. Entonces Gilberte me dijo, bondadosa: "Mira, si quieres podemos seguir luchando un poco más".
Marcel Proust, A la sombra de las muchachas en flor.

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