viernes, 6 de noviembre de 2015

El tiempo de la espera * Juanpi Ortigosa


Una de las cosas que amo de mi casa, es que vivo al lado de la parada del bondi que me lleva a la facultad. Salgo todas las mañanas exactamente a las 8:25 de mi casa. Y siempre llego temprano, a menos que me pase esto. Abrir la puerta y ver al 161 pasar por delante de mis ojos y no poder hacer nada para llegar a tiempo.
Comienza el momento más largo de mi día, esperar al próximo colectivo. Nunca sé qué hacer, desde que me robaron el celular hace dos semanas me da miedo sacarlo en la calle. No me queda otra que mirar.
Empiezo contando las personas de la parada, una por una, mirando sus rasgos raros. Aprovecho a revisar si alguna prenda me gusta para comprármela en el Unicenter. Hoy son veintiséis, y yo estoy diecinueve en la fila. Nunca sé qué bondi esperan, y siempre trato de adivinar, deduciendo de qué zona parecen ser.
Cuando no me queda más gente en la parada, siguen los que pasan caminando. Mientras los miro me distraigo con cualquier cosa que veo, desde una bolsita de Doritos en el piso cruzando la calle, hasta ese perro igual al de Juanchi que está paseando la vieja de la esquina.
Esos momentos son eternos, tener que quedarme viendo cualquier cosa solo para no morirme de aburrimiento, hasta que veo venir lo que todos esperamos. A partir de la quinta cuadra de distancia se empieza a notar y, por el color que tiene, me doy cuenta de que es el que yo necesito. 
Ahí es donde siempre se frena en bondi, en el primer semáforo. Sólo me queda seguir mirándolo, fijamente y durante el tiempo que sea necesario, hasta que empiece a moverse.
La velocidad lenta con la que viaja me asombra. Las cuadras las transita en un minuto aproximadamente, creo que yo podría hacerlas más rápido si fuera caminando, pero necesito tomármelo igual porque la facultad queda muy lejos. 
Así se mueve una, dos, tres cuadras, hasta que… segundo semáforo. Y ahora, teniéndolo a solo doscientos metros, me pongo a ver si está lleno o vacío, si vamos a entrar todos o va a hacer que alguno se quede en la parada hasta que venga otro. O, directamente, si tiene tanta gente encima que no va a parar y vamos a quedarnos puteando porque no nos dio pelota. Me pongo a contar y noto que voy a tener que viajar parado, cosa que no me molesta, pero sigue siendo incómodo (no soporto que las personas me toquen, necesito mi espacio personal). Después de analizar esto, rezo para que sólo pocos lo paren y, por último, me como mi barrita de cereal. Todo hasta que la luz cambie a verde y se acerque, a ver qué predicciones fueron correctas. 
Comienza a avanzar, hace la cuarta cuadra hasta cruzar la esquina, donde estiro la mano para frenarlo (al igual que dieciséis de las dieciocho personas que tengo adelante y, tal vez, otras detrás de mí). Por fin se frena y empezamos a subirnos, uno por uno, respetando los lugares de la fila. Todos desesperados por sacar sus subes, pagar y conseguir un asiento.
Después de esperar lo que parece un año a que la gente se acomode en el colectivo, arranca. Y, con la seguridad de estar adentro, saco el celular para ver la hora: 8:29.


Juanpi Ortigosa, 2015.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje. A partir de la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez..

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