jueves, 18 de agosto de 2016

La gitana * Ted Hughes

La catedral estaba ahí,
impotente, para ser exhibida, para otros, para otras
épocas. El espectacular alanceado
de su tonelaje nos perforó
con la sombría lobreguez y el peso de lo sagrado.
Era la primera vez que vi Reims. También la última.
Nunca volveré a acercarme de nuevo.
El fuerte rayo de lo que ocurrió
carbonizó el más sedoso, sigiloso y tentativo
mapa de Francia que yo tejía
ante nosotros, como teje la araña su pasadizo,
quizás para el futuro. Nuestra
primera exploración más allá de París juntos,
reconociendo el terreno, tomando apuntes, embelesados
por todo. Estábamos sentados en una placita
mojando los esponjosos cruasáns en chocolate caliente.
Tú escribías postales, concentrada.
Con tu impermeable. A media mañana, el aire fresco.


Un pedazo de gitana oscura
apareció de repente. Ocupada, urdiendo negocios
como una comadreja probando grietas
o como la hoja del camarero que abre ostras,
igual, sin parar,
tiraba la mala al cubo, las valvas hacia arriba,
cogiendo la siguiente, con atención,
para encontrar su cerradura. Mostraba la gitana
un medallón religioso—San Nicolás o Santa María—
hacia afuera. Sabedora, sin mirar de reojo,
casi antes de que hubiera hablado la rechazaste ya,
un reflejo fruto de la práctica, saltando como un resorte, tu dura
vehemencia chocó contra su vehemencia.
Su peticionaria rutina de carrerilla paró en tu “Non.”
Y se paró, en efecto, aturdida, dolida, exactamente igual
que si la hubieses abofeteado. Como una pistola su dedo
se alzó en tu cara, su ímpetu todo
convertido en carámbano para señalar: “Vous
creverez bientot”. Su cara morena
era un nudo grasiento de cuero, un quipu,
como el de Jerónimo, el indio. Ojos amargos
con vengativos restos de grappa, vieja malicia gala,
pasas de hiel. E igual de abruptamente
se largó, de aquí a allá,
entre las mesas, desaparecida, dejando las palabras
más pesadas que la catedral,
más grandes y oscuras, con los cimientos más hondos.
Mi cuerpo entero soportó su peso
como una religión nueva o mucho más antigua
sólo para mí, para que la llevase
a todas partes conmigo –con las catacumbas más hondas
y un Dios más fuerte.
Pero tú
seguías escribiendo postales. Durante días rimé
talismanes de poder, en regios conjuros sajones,
para neutralizar el veneno. Imaginé
volver a Reims y encontrarla
y darle la moneda—sobornarla para que guardase
el proyectil. Pero tú
nunca lo mencionaste. Nunca lo anotaste
en tu diario. Y hasta retuve la esperanza
de que nunca lo hubieras oído. Amortiguada, quizás,
por otras explosiones más íntimas. Encerrada, quizás,
en una cripta más sólida.




Ted Hughes, Cartas de cumpleaños.





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