Fragmentos de vida
(Luna de cemento)
¿Puede
uno estar enamorado de dos mujeres al mismo tiempo? ¿Y de dos
hombres? Eterno dilema, pensarán muchos. ¿Se llevaría usted a una
isla desierta su libro favorito o papel y birome? Que conteste un
escritor. ¿Se puede vivir o convivir antagónicamente, en
contradicción con el sano juicio y lo ético o lo más puramente
mundano? ¿Estamos todos locos o simplemente la vida nos lleva de
paseo al azar y nos adaptamos, o no, sobre la marcha ?
Aquella
tarde llegué con 35 minutos de antelación a mi destino. Barrio de
Abasto, Buenos Aires, 19.25 h.
Es
mi momento, pensé, y como de costumbre me puse a caminar. No hay
nada como caminar, para quien no se haya dado cuenta. Pasear,
despacio, saboreando lo que uno ve no es cosa menor si se le pone
atención y una buena dosis de análisis y gustito por aceptar lo que
venga como parte de este brutal entramado que se hace llamar vida.
Morrisey, cantante y compositor del grupo The Smiths paseaba y
paseaba, durante largas horas, en solitario. Y de esas caminatas
nació una lírica de la que me enamoré. Y creo que también un poco
del autor, para qué negarlo.
En
treinta y cinco minutos y no más de tres cuadras de recorrido, café
por medio, en el barrio de Abasto, decía, desfiló ante mí esa
tarde lo que podríamos definir como: la vida.
Abasto
es ese barrio al que cualquier escritor quiere volver. Al que tú
quizá no y estás en tu derecho, pero yo sí. Abasto puede parecer
feo y quizá lo sea. Puede parecer bello y sin duda lo es. Puede
estar mugriento o reluciente, depende de por qué cuadra camines o
incluso de qué mano. Hay hogares imposibles con ropa de mercadillo
secándose al sol en sus maltrechas azoteas y un comercio donde
encontrarás esa camisa que jamás podrás comprar.
Treinta
y cinco minutos. Bajo por la vereda hacia Gallo desde el subte y paro
en un maxikiosko a comprar puchos:
-Buenas
tardes, Philip Morris común, por favor.
Sin
que dé tiempo, un muchachito de 8 o 9 años, ni muy muy ni tan tan,
medio pobre medio no, medio de la calle, medio de la nada aparece
repentinamente.
-Por
favor, un atado de…
-Lo
lamento pero… no puedo vender cigarrillos a menores de 18 -Le corta
la mina ganándole por décimas de segundo.
-Pero,
pero… no es para mí. Es para mi mamá.
-Pues
que los compre tu mamá. A vos no te puedo vender.
La
señorita del kiosco, como si le sucediese una docena de veces al
día, inmutable, ni comenta ni gesticula. Me cobra y me da las
gracias y el vuelto.
Salgo
y veo al nene reencontrándose con lo que parecían 3 o 4 bolsas de
plástico con compra dentro, solas, abandonadas a su azar a media
cuadra en la esquina del comercio. El chico agarra sus bolsitas
torpemente y sigue camino. Mi imaginación vuela sin rumbo alguno
tratando de explicar lo inexplicable. Desisto.
Continúo
avanzando. La tarde es plácida. La temperatura inmejorable y el
barrio se mueve y se mueve en una montaña rusa de idas y venidas
humanas, animales y metálicas que descaradas, buscan su objetivo,
cualquiera que éste sea.
Una
música de flauta a pocos metros del comercio acapara la atención de
mis oídos. Me acerco y observo aún caminando a un chino de edad
indefinida entre los 50 y los 100 que vestido con unos pantalones
sucios, camisa arrugada remetida, cinturón de cuero y zapatos de
circo apoyado en la puerta de una vivienda vieja acaricia el
instrumento. La música me transporta a las películas de Kung-fu de
los 70 y creo imaginar a Bruce Lee salir del portal y meterse una
paliza con treinta tipos. Creedme si os digo que al cerrar los ojos,
por un momento, sentí venir el quilombo, mano va, pierna viene entre
saltos imposibles y gritos marciales de lucha. Afortunadamente no
sucede nada de esto y el chino, primero de observarme también, se
detiene por un momento para al instante, continuar su melodía como
si tal cosa. Le inunda una paz y una holganza que ya querría yo para
mi. O eso me parece.
Por
si esto fuera poco huelo, de nuevo, a carne. Buenos Aires puede oler
a muchas cosas. Es un deleite caminar en primavera con el telón de
fondo que todo lo envuelve de sus jazmines y glicinas en flor
pidiéndote a gritos hacer una corta parada y disfrutar por unos
segundos. Invita, no te quepa duda a sentarte, tomar café y aspirar.
A veces los pequeños placeres no son más que eso. Pero Buenos Aires
también huele a carne y lo lamento por los que no les guste. Hay
parrillas por todos los lados. Esta vez, a pie de calle, el bar como
en una vidriera de moda exhibe atrevido un asado con vacío, chorizos
y pollo. Es todo un espectáculo de olor, color y sabor pues aunque
mero espectador hoy, ya me veo cenando con la sola observación de
esa belleza que se convierte en arte cuando está en buenas manos.
Me
detiene un muchacho que camina entre la droga, la deshonra y la
necesidad vendiéndome medias. En la esquina, más abajo, una
verdulería en la vereda compite en colorido con los graffiti
callejeros que tiene como fondo, sobre la valla de cemento donde
descansa el puestito del peruano. Su mujer, a escasos metros, teje
sentada sobre una caja de madera. Giro la cabeza y me encuentro el
lujoso centro comercial del barrio con su oferta Sony de 50 pulgadas
de descaro colgando cuatro por cuatro metros de una de sus grandes
vidrieras.
Por
fin, de nuevo intenso olor. A café esta vez. Pido en la barra, me
sirven en la mesa sobre la vereda, me enciendo un pucho y observo. A
la derecha, el trasero más redondo y perfecto jamás visto de una
joven de belleza mestiza, cabello negro zaíno y zapatillas Nike
truchas. Un ciclista virtuoso, sin casco e insolente realiza una
inverosímil maniobra sorteando a peatones que cruzan la calzada por
un extremo y a los autos que de la otra mano amenazan su vida, mi
tranquilo café y el desorden ordenado de esta ciudad. Ya estoy
viendo el accidente y me echo las manos a la cabeza. Nadie más lo
hace y cuando me pregunto por qué, el tipo ya se pierde avenida
abajo con una alegría de pedaleo que trasciende a la lógica. Nadie
se altera. ¿Estoy soñando?
Tres
amigos varones se encuentran en la vereda. El grandulón se me sale
de plano por las dimensiones. Los otros dos se me escurren por los
ojos. Se besan al saludar. En España si vemos la escena miramos por
encima de nuestras cabezas para descubrir la cámara oculta que nos
llevará a YouTube en minutos. En España los amigos no se besan
cuando se encuentran. Como mucho una gran palmada en el hombro o
apretón de manos. Costumbres. A mi me gustan ambos estilos pero aún
ando adaptándome a eso de besar a mi gerente, sin siquiera el primer
café o mate de la mañana, en pleno pasillo de oficina.
De
nuevo me llega, nítida, la música de mi amigo oriental. Bruce Lee
no aparece pero a estas alturas de paseo no descarto alguna Gheisa
que, en kimono de seda salga del bloque de departamentos y me ofrezca
un té para después hacer el amor conmigo entre velas sobre un suelo
lleno de almohadones y la tenue luz de unos farolitos rojos para
luego asesinarme con su espada samurai. Pesadilla manga.
¿Dónde
estoy?
Quedan
dos cuadras para llegar a mi destino, a esa torre de mis sueños
donde intento labrarme un futuro mejor, entre la quimera y la pluma.
Entre la realidad y MI realidad. Entre las fantasías, los trucos de
mi mente y las bofetadas de una sociedad enferma que nos quiere a
todos estúpidos robots de cartón y no personas. Busco y busco y no
sé si encuentro pero no quiero desistir en mi rastreo hacia una vida
diferente, que me llene de emociones y proyectos y me vacíe de
sinsentidos aberrantes con destino a la nada.
Finalmente
y a escasos metros de mi objetivo, sentados sobre una terraza de un
bar que solo vende empanadas y cerveza un grupo entre moteros y
metaleros me observan llegar a su lado e intuyo me pedirán un
cigarrillo. Voy fumando como siempre y esta escena la vivo entre tres
y cuatro veces al día. Prejuzgo, pues entre todos ellos el que peor
aspecto tiene me saluda amablemente como si me conociera. No entiendo
nada. Me vuelvo y no me mira. Sigue a su aire hablando con un colega
que divaga entre la cerveza y su pereza. La paranoia se disipa y un
intenso sentimiento se apodera de mi, muy desde adentro. Placentero.
Entonces me doy cuenta. Lo percibo limpiamente. Todo encaja.
Vivo
enamorándome de esta ciudad. Mi flechazo comenzó desde que la pisé
y estamos conociéndonos día a día. Como toda relación, la nuestra
se haya en esa fase de descubrimiento donde los defectos no se ven o
simplemente se obvian inconscientemente y las virtudes se multiplican
por cien, o mil, llevándote a esa locura de complicidad que te hace
explorar su cuerpo con mucho respeto y curiosidad a la vez,
embelesándote más y más a cada momento compartido, cada día que
se consume entre ‘tú me dices’ ‘yo te escucho’, ‘tú me
tocas’ ‘yo te como’ o ¿a dónde vamos ahora?.
Creo
que ya tendremos tiempo de enfadarnos, discrepar e increpar,
fundirnos en una pelea cuerpo a cuerpo y dañarnos quizá sin
desearlo. Pero a reconciliarnos también y a dar paso al perdón, al
diálogo, al entendimiento, a la pasión desterrada en el fulgor de
la batalla. Hay tiempo para todo.
Mientras
tanto y apurando mi penúltimo cigarrillo del día quiero soñar que
me escapo de viaje con mi nuevo amor durante un tiempo a disfrutar de
una luna, no de miel, sino de cemento esta vez, paseando por sus
adoquinadas calles en San Telmo o dando un paseíto por Abasto ahora
que me sobra una porcioncita del día para hacer lo que me plazca,
todo un lujo en mi agendada vida.
Amo
Madrid, de donde vengo y sin embargo me acabo de enamorar de otra.
¿Estoy viviendo un imposible? ¿Debo reflexionar sobre la fugacidad
de este romance de primavera o se trata de algo más? ¿Dejo pasar un
tiempo y te lo cuento en un par de años?
¿Quien
dijo fácil? La vida es amor. El amor es un riesgo pero quien no ama
no vive. Y quien no vive no lo cuenta. Yo hoy puedo amar por partida
doble. Y contarlo. Y asumir el riesgo.
Buenos
Aires es vida en estado puro. Luz, movimiento, olor y color. El
agitado contoneo de sus elásticas caderas me tiene hipnotizado y
solo deseo poder conocerla mejor para así cortejarla, ofrecerle algo
a cambio y amarla aún más intensamente. Eso o despertar de mi
fantasía, quién sabe.
Pero
dejadme soñar, ahora que puedo.
Vins, Buenos Aires, 01/12/2016
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