jueves, 12 de abril de 2018

La extenuación * Bruno Billia







En la víspera de mi fallecer, a través de un cristal crucificado veo esparcirse en un carnaval de otoño la impostura desencajada de mis días. Retorcida la esperanza entre los pliegues de las sábanas, las caricias de sus horcas de algodón asfixian cada intento desarticulado de mi cuerpo por levantarse.
El parpadear de una luz amarillenta se descifra en un preámbulo de nostalgia. Allí donde su lucha languidece ante cada movimiento imperceptible del aire, se levanta con el granito de los ya partidos mi sentencia irrevocable.
Postrado el sueño, las paredes adquieren la fisonomía carnívora de unas fauces. La habitación con su matemático ordenamiento calcula cada día. Como un almanaque suspendido, el crimen de su eternidad recorre las horas con el tedio asombroso de lo que se sabe muerto pero debe soportarlo.
En ocasiones, las figuras transeúntes se detienen como frescos, se recortan entre el inerte decorado como coronas anticipadas. Algunas me recuerdan un pasado lujoso donde el tiempo no es crucificado, sino tonto, se desvanece entre lo que es de suyo y la nada.
Ahora, en estas horas más arcaicas todo encuentra un tinte más renaciente. Las voces entrecortadas son música en el rugido de la calma, los colores, inadvertidos para el que todavía habla, paletas inacabables del artista.
Porque la muerte, con su voz ensoñada, desarma cualquier palabra de quien quiera atraparla. Porque su manto piadoso enaltece con su beso de despedida, esos momentos oscuros, los placeres, su agonía.
Así son los días en esta vigilia. Ayunando la vida, resulta menos irreprochable cada quien y cada cual con lo que hace, pues entiendo la metáfora de la que soy parte. La vida y el error en nada detienen los destinos de nuestras almas, indefinidamente animales.




Bruno Billia, 2018.


Childe Hassam

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