martes, 8 de octubre de 2019

Otta * María de los Ángeles Raggio



Los guantes no me protegieron del frío esa tarde en el pueblo, donde pedaleando llegué a la casa en la que ella vivió. No me los quité, y al menos sirvieron para esconder mi extrañeza en la situación. 

Até con cuidado mi bicicleta al árbol, aunque, ¿quién se la llevaría? La costumbre nos hace predecibles. Corrían los años 80 en los que las bicicletas con estilo flashdance estaban en su apogeo y la mía era verde. 

No sabía quién abriría la puerta, no me importaba, y tampoco tenía ganas de socializar. Las conversaciones de ocasión siempre me incomodaron, pero esa incomodidad se mezclaba con una especie de admiración por quienes eran capaces de hablar sobre la nada misma con convicción. En mi interior esa charla no era más que un parloteo aturdidor usado para enmudecer el verdadero diálogo interno que debía tener lugar. Combatir el silencio era la misión de muchos pero no la mía, me dije convencida mientras esperaba en la vereda.

Los colores en ese lugar eran una ausencia, a lo sumo, un gris desnudo, y los pisos eran una sucesión de baldosas ásperas que definitivamente no daban una bienvenida. En esa casa no había cortinas, y las ventanas eran de aluminio con paneles deslizables, y rejas en el exterior. La casa era de una austeridad que congelaba cualquier ánimo bienintencionado. Seguía preguntándome cuál era el propósito de construir algo así de esquelético cuando la puerta se abrió y vi una cara familiar. Saludé con amabilidad y pedí permiso para pasar.

De esa enormidad de paredes custodiada por un patio interminable con árboles frutales, a mí solo me interesaba el cuarto pequeño donde había transcurrido su cotidianeidad. 

Entré en su espacio y fue entrar a otro mundo que nada tenía en común con lo que estaba del otro lado de la puerta. Su habitación era cálida a pesar de sus reducidas dimensiones. Sí, era cálida como ella lo había sido. Eran espejos. Estaba como siempre, metódicamente ordenada, minimalista hasta el fanatismo. Monacal. 

Yo era la nota disonante. Era todo menos orden, desorientada por la pérdida y decidida a rescatar aquello que me había sido dado hacía años entre escondidas y paseos en bicicleta por la plaza del pueblo. 

Su armario aún no había sido abierto, guardaba sus prendas planchadas y ordenadas por tipo, sus zapatos en cajas, sus enaguas en cajones empapelados que olían a lavanda cuando los abría. Sus medias de seda se apilaban según el tiempo de uso. Todo permanecía a la espera  envuelto en un silencio acogedor.

Miré alrededor despidiéndome, con el corazón roto porque su partida marcaba el fin de mis juegos sin edad. Los minutos se estiraban hasta el desgarro y no atinaba a dar el paso que completara mi misión.  

Me acerqué a la cómoda de madera lustrada con herrajes semejando ramas y hojas. Los cajones se deslizaron con facilidad y elegancia mostrando que allí no había secretos. Vi fotos de personas que me eran desconocidas, vi pañuelos bordados a mano, vi primorosos jabones entre la ropa interior, y bolsitas de lavanda cosidas con esmero y puestas entre los sweaters y sacos de lana. 

Con cada movimiento parecía huir de la placa de mármol rosa viejo que coronaba el mueble. En mi interior deseaba y temía encontrar lo único que explicaba mi presencia en esa casa.

Dar vueltas no era una estrategia inteligente. Sabía que no podía decirle a nadie que esa caja era mía sin ser tomada como loca ¿cómo explicar que me había sido dada años atrás? ¿cómo probar semejante afirmación? Sabía también que me causaba dolor buscar su silueta porque era aceptar que ella no me visitaría más.  

Tenía presente que no podía permanecer ahí mucho tiempo, así que levanté mis ojos hacia el mármol y la vi. El corazón me dio un vuelco, se me aceleraron los latidos, empecé a temblar y sentí la tensión en mis dedos. Allí estaba la caja de mis desvelos. 

Otta me la había prometido para que la conservara después de su muerte. Nada más había de herencia, sólo esa caja, y era mía. Construida en madera oscura, tallada con delicadeza y arte, un jardín que al abrirse estaba forrado en satén verde. Su espacio diminuto guardaba unas fotos y un pañuelo blanco bordado con sus iniciales. La llave permanecía allí sin uso. 

Me quedé mirándola y aguantándome las ganas de llorar. Me senté por un momento en la silla junto a la cama buscando frenéticamente recomponerme para cumplir mi objetivo. No todo iba a ser tan fácil ni tan natural. Debí haber esperado esa “visita” de riguroso control, que fingiendo hospitalidad,  me ofreció agua mientras me preguntaba si estaba bien, si necesitaba algo. 

No lo esperé, y ante la sorpresa salté de la silla como si tuviese un resorte haciendo que bruscamente se cayera el vaso de agua. Cualquiera hubiese pensado que mi reacción era exagerada o directamente sospechosa. Me disculpé repetidas veces mientras limpiaban el desastre, y cuando volví a estar sola volví a abrirla con todo mi corazón. Las imágenes desbordaron mi memoria convirtiéndose en el bálsamo que tanto anhelaba. 

La vi una vez más ya sin sombras ni lágrimas que nublaran mis ojos. La vi como la mujer adelantada a su tiempo que siempre había sido. Delgada y esbelta como un junco. Verla comer era verla en su esencia, desprejuiciada, despreocupada, sin temores, disfrutando cada bocado como lo que era, un instante único. La incoherencia no formaba parte de su ser y se mantuvo consistente hasta el final. 

La amé cuando nadie alrededor me inspiraba afecto. Ella era el faro que me garantizaba diversión, juegos y límites claros. Se llamaba Rosa, pero jamás lo tuve en cuenta, jamás fue su nombre, no, ella no era una rosa bella e inaprensible, ella era una flor silvestre, entonces, era Otta.  

Su espíritu libre y su frescura eran conmovedores, sus piernas interminables la llevaron donde le dictó su corazón. Sus visiones de lo cotidiano y sus reflexiones fueron un misterio para quienes la rodeábamos. 

Jamás se enamoró, no lo sintió y no lo hizo, ni siquiera lo intentó cuando aparecieron en su juventud pretendientes dispuestos a hacerla esposa, madre, y ganadera ajena a cualquier penar económico. Su respuesta siempre fue la misma ante las innumerables veces que la atormenté con la pregunta 
¿pero ninguno te gustaba? 
No, no nací para enamorarme, nunca quise.  

Quizá tuvo su amor, su amor que no pudo ser. Quizá eligió ser fiel a ese amor pero más fiel a sí misma, a su elección.  El tiempo parecía no hacer mella en su cuerpo. Era toda vida. Era toda expectativa. 

Me vi con ella saltando a la soga, al elástico. Me vi en la vereda con mi bicicleta aurorita naranja cayendo al suelo saltando y corriendo a recibirla y la vi a ella corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Y nadie hubiera creído su edad al verla correr, porque era como verla flotar. Y ella, con más de setenta, corría con sus zapatos de taco bajo, sus medias de vestir y su pollera forrada en tafetán.  Era una imagen elegante y lúdica donde yo era feliz. Sí, como también era feliz cuando en la mesa de algún domingo respondía con total desfachatez a los frecuentes reproches de su cuñada, mi abuela. Me sonreí pensando que sería un amoroso homenaje acuñar el término “materminála!” con la mano señalando el jardín que daba a la calle. 

Ella fue una excepción, una rebelde, una mujer con claridad. Aunque suene trillado vivió en su ley,  se lanzó a la aventura de la soledad con lo puesto, y con lo puesto desobedeció y transitó sus experiencias. Vinieron a mí también las charlas de sus cuñadas, esas charlas que las mujeres suelen tener estando los chicos presentes y dando por sentado que no entienden ni escuchan lo que dicen. Volví a escuchar el repaso ávido con tintes de envidia de la lista de posibles maridos que habría podido elegir. Recordé los punzantes comentarios en los que se la cuestionaba por el precio que pagó por sus decisiones. 

El destierro fue el precio y ella lo abrazó. Sus hermanos la sostuvieron para no perderla a pesar de su pétreo convencimiento de que tal decisión era inaceptable. 

Nunca hablé con ella de su privada humanidad y me deleité cada vez en sus arrebatos de niña caprichosa y desafiante. Desde dentro de la caja saltaron los recuerdos de las tardes que pasábamos en mi cuarto cuando debía permanecer en cama. Yo esperaba con alegría porque su visita era descontada. Esa espera era el preludio de complicidades, esas tardes eran diálogos con muñecas y comer todo lo que yo no estaba dispuesta a comer. Jamás se contagió, y todo lo convirtió en un amoroso trueque entre las dos. Yo debía comer algo para que la medicación no me cayera mal, ella hacía el resto. Sí, volvieron a mí esas imágenes donde las palabras no eran necesarias, y el entendimiento y la empatía eran suficientes.  

Y lo vi todo, la caja, el paño, el pañuelo, las fotos, el caleidoscopio del pasado que me alcanzó en esos minutos. La caja era mía, y yo guardaba la herencia. La caja guardaba la significación de sus actos, de sus elecciones, de ese vivir intenso que no se trata de saltar de una montaña, sino que se trata de animarse a elegir por uno mismo, y abrazar el camino que se abre a la decisión. Se trata también de vivir cada instante sabiendo que es necesario estar alerta, y aceptar cuando ya no queda nada. Se trata de dejar que el cuerpo se repliegue y se rinda al tiempo. 

De esta intensidad me hablaban los recuerdos, y esa caja. De presencias que pasan sin estruendos y dejan marcas imborrables. La cerré con lo poco que guardaba y agregué mi desconsuelo porque no me había podido despedir. 

La envolví en un trapo que traía en la mochila y la guardé con cuidado. La caja, ella, sin grandilocuencia, sin arrogancia, sin frivolidad. Sólo noble madera tallada. 

Salí de la habitación cerrando la puerta, percibiendo las miradas casi intrigadas de los que ahí estaban, y me despedí. Salí con la agitación de quien sabe que alguien ya debía de estar en la habitación para ver si había pasado algo. Salí derecho a desatar la bicicleta del árbol. No tenía tiempo para perder, ni intenciones de detenerme si alguien salía a cuestionarme. Tenía miedo y rogaba que el tiempo estuviera a mi favor. 

Sentí alivio cuando bajé a la calle y empecé a pedalear. Sentí también el frío en las manos y en la cara. Finalmente la tenía, junto con los recuerdos y su corazón. Ya no íbamos a estar más solas.  



María de los Ángeles Raggio, 2019.




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