miércoles, 25 de marzo de 2020

Axel Levin en #Ventanaalaescritura * Proust




En el aula, dejaba el discurrir de la clase intacto, un juego, mi amigo y yo en el fondo tapando las novelas que nos prestábamos con el pupitre y la carpeta, disimular atención, cada tanto levantar los ojos, corroborar el estado del pizarra o el humor de la profe, un codo sutil de advertencia si nos estaba observando, y el contraste, lo más dulce de la escena, el gustito de ver a los demás sabiendo que leíamos al fondo, les parecía, al contrario, algo bobo, se reían, ironizaban, y esa actitud era mayor a la lección de proporcionalidad, la travesura cómplice y las letras como los barcos que atravesaban el archipiélago siguiendo los nombres originales, los antiguos, los que guardan poder sobre el viento y las miradas porque son propios, auténticos, sin el deber de la ficción o el automatismo vacío de pertenecer.
Recuerdo la sensación de diferencia, un pudor tímido orgulloso, en el momento de salir apurado al recreo y elegir una pared para sentarme, apoyar la espalda mientras los demás pasaban hasta el final del patio a jugar, seguramente a la mancha garrapata o al pica-pared, y yo después de verlos alejarse abrir el libro para cerrarlo solo con el próximo timbre.
¿Será esa sensación de olvido que se repite ahora, de irme por las páginas que eran un embudo largo y ver atrás, en ese momento, las lagunas de las multiplicaciones sin entender, números solitarios como cuando llegaba a casa y prendía la tele, o esperaba que me pasaran a buscar para irme del colegio y quedaba último, de un lado los gritos de recreo y yo en el ombligo de un mundo de islas, personas que descubren nombres verdaderos y ganan una virtud mágica?
Desde ese ángulo podía levantar la vista de Ursula K. Leguin para alternar con el bullicio de la tiradita de cartas contra la otra pared, repe, repe, repe, ¡nola!, el llanto de uno corriendo enojado hacia las escalares que daban a la canchita, los más pequeños señalando el orégano recién germinado del proyecto de huerta y un grupito tirando la pelota contra el techo alto, en ronda, reglas que no llegaba a adivinar si es que las había, ¡el tiembreeee!, otros gritaban lo mismo como si los demás no hubieran escuchado, ¡el timbre, el timbre, sonó el timb…!
el movimiento se acelera
unas chicas contando las monedas para comprar chupetines en el quiosco de los grandes
el tintineo metálico se agiganta
y puedo volver
me hundo
las palabras calman, son mías, llego a terminar el capítulo e irme
navegar sin remos, el gavilán del poniente, un sol rojo y salado en el agua
solo los secretos del aire
y una misión sin descubrir1.
1 Inspirado en Sobre la lectura, de Marcel Proust


Axel Levin, 2020

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