El movimiento del tren no interrumpía mis pensamientos pero los dirigía de forma curiosa. El canto del eje y las ruedas devorando los rieles, el paso sobre las junturas, los sacudones periódicos de los coches mal enganchados, todo eso se traducía en un estribillo mental, una especie de pensamiento impreciso que cortaba, a intervalos regulares, cualquier otra idea que tuviera. Al cabo de un cuarto de hora, la repetición se tornó obsesiva. A través de un violento esfuerzo de voluntad, logré deshacerme de ella, pero el vago refrán, previsiblemente, tomó la forma de una frase musical. Cada golpe no era exactamente una nota, sino el eco al unísono de una nota sabida de antemano, a la vez temida y deseada, con tal exactitud que esos golpes eternamente parecidos entre sí recorrían la escala musical más extendida, correspondiendo, con sus escalas superpuestas que el diapasón de ningún instrumento podría alcanzar, a los niveles superpuestos del pensamiento en acto.
Marcel Schwob, El hombre con la cara cubierta.