KRAV
MAGÁ
Se puso en marcha en aquella avenida
del Sur Violento. La brisa corría calurosa en la tarde de marzo, cuando el sol pega fuerte y no hay un lugar donde
esconderse. Las vacaciones ya se habían despedido hasta el año siguiente y sólo
restaba la Semana Santa, cuando las rutas se tornan un tormento para quienes
deciden estirar el airecito estival en fuga. Pero, él odia con vehemencia esas escapadas.
Quería tomarse un taxi y de haber
llamado a uno, habría llegado inmediatamente, aunque esperarlo en la planta
baja del edificio implicaba el riesgo de cruzarse con algún conocido y no
estaba para dar explicaciones; podía mentir sobre el motivo de la visita, pero
su dolor de cabeza le decía que ése no era el mejor día para agregarse más
tensiones.
La camisa mojada se le iba adhiriendo insidiosamente
a la espalda. Avanzaba cansino, casi pegado a la pared, como evitando
derretirse más aún. Entre afiches descascarados y grafittis inentendibles
escritos en gótica, descuidados como todo en aquella zona, caminaba de tal
manera que parecía un alma en pena.
En el café de la siguiente cuadra,
pudo ver a un parroquiano solitario; medio desdentado, con la camisa de mangas
cortas, raída y de color indefinible, estaba acodado mirando a la nada, el
diario al costado. Ignoraba los titulares catastróficos: Sigue el despiadado ataque de Israel.
Aquella escena le recordó que quería tomar algo. Si bien estaba húmedo por fuera, la
sequedad interior sintió que le estaba por quebrar los sesos. Cuando siente
tanto calor, le viene una imagen del desierto al sur del río grande: cactus,
tierra sedienta de agua y calaveras de los inmigrantes ilegales, los espaldas mojadas. Decidió entrar en el bar,
aunque con las precauciones del caso. Miró cauto en todas las direcciones. No
había entrenado tantos años Krav Magá para nada. La defensa personal comienza
con el estado alerta, advertía Rafael, el profesor formado en el ejército
israelí. Da un trescientos por ciento de ventaja avistar con anticipación a los
potenciales atacantes. Estaba claro que nada
lo podía inquietar de aquel panorama: el dueño del bar parado en la barra, más
atento a las cuentas desparramadas sobre la superficie amarillenta, que a otra
cosa; por detrás en la cocina se podía ver apenas a un joven lavando platos y
tazas y por fin aquel parroquiano, moviendo sus resecos labios que murmuraban
palabras susurradas. Entonces decidió que pasaría al baño. No era tan espantoso
como imaginaba, si bien era estrecho, algo oscuro y por supuesto bastante
caluroso, húmedo, no tenía ese olor acre y fuerte tan característico de días
como esos. Se alegraba de no llevar valija o algún bolso para no tener que
apoyar nada en el piso húmedo. Giró hacia el mingitorio y cuando había
comenzado a bajarse el cierre del pantalón, pudo escuchar el giro seco de la
llave de la puerta, la señal inconfundible de haber quedado encerrado. El
terror le quitó las ganas, volvió arriba el cierre en un segundo y se tiró con
todo el cuerpo sobre la manija de la puerta. Empezó a moverla, pero era inútil.
No se movía ni un milímetro. Un mareo lo sacudió, el espacio comenzó a girar
sobre él y pronto empezó a sentir el corazón que se le salía por la boca.
Maldita
puta suerte, maldito el momento en el que se me ocurrió entrar en este bar de
mierda. No puede ser que esté cerrado, tiene que haber un error, me falta el
aire y voy a reventar. Mejor respiro despacito, calmate, dale, esto va a pasar,
tiene que haber un error, seguro que el dueño se olvidó de que yo había
entrado, porque claro, no dejé nada sobre ninguna mesa, qué boludo tendría que
haber hecho eso, o al menos haber saludado más amablemente, pero con este
fantasma de ver enemigos por todas partes, puta con Rafael que se la pasa metiéndonos
esa manía persecutoria, si al menos me sirviera para algo no estaría acá
encerrado, me falta el aire igual, está dura la manija. Ábranme, ya, no puede
ser, alguien se confundió. Voy a tirar abajo la puerta si no me abren…
Cómo una ráfaga de metralla, le
llovieron sensaciones, imágenes y recuerdos de la semana que estaba terminando
en ese viernes agobiante.
Había comenzado el lunes con aquel
sobre grande y blanco, sin remitente, sobre su escritorio. En aquel momento
había sentido que estaba sólo ante el prólogo
de algo, un signo que inmediatamente lo puso en guardia. Un mal augurio, había
pensado. Una semana pésima estaba por comenzar y la inquietud no lo abandonaba.
Sabía quién se lo había enviado, aunque no podía dejar de mirar para todos
lados –como pidiendo excusas, como si él mismo hubiera cometido un crimen- y
por ello mismo no se animaba a abrirlo. Sí, venía de Alfredo, aquel gerente a
quien repetidamente le había advertido sobre sus modos violentos. Le había
implorado que no tratara a la gente de aquella manera: a los gritos,
insultando, denigrándolos, asediándolos con correos electrónicos en medio de la
noche y tratándolos de inútiles mientras les arrojaba los papeles en la cara.
Tomó el sobre en la mano, percibió que adentro había algo liviano y sólido,
pero no podía adivinar su contenido. Se sintió obligado a salir a tomar aire.
Salió disparado al ascensor, pero prefirió bajar por las escaleras. Apenas pasó
la puerta, volvió a sentir el abrazo de la bocanada de calor. El corazón le
latía rápido. El último ataque de pánico le había implicado aquella medicación que
le secaba la boca, de la cual dependía. No quería volver a enfrentar aquella
espantosa sensación. Se decía que estaba pagando un precio demasiado alto por
tan poco: un gerente como Alfredo, un psicópata, es cierto, pero nada que
temer, como para ponerse tan mal, aunque claro, la ominosa sensación no
aflojaba y lo ahogaba. Le había explicado y advertido a Alfredo, que de aquella
manera complicaba el clima de trabajo, que ponía a los empleados en guardia, provocando que se fueran y no quisieran
volver, que terminaba afectando aquello que más le importaba: la plata y los
resultados. Había pensado, había creído que iba a poder, pero sentía que estaba
perdiendo por goleada.
En ese recorrido de imágenes y a la
misma velocidad con que se había disparado
el pánico inicial, quedó congelado. Tenía la mano en la manija de la puerta.
Quería forcejear, pero estaba inmóvil, transpiraba frío, mientras los cachetes
le quemaban como si le estuvieran prendiendo una hornalla de la cocina en la
cara, igual que cuando la abuela quemaba los pelitos del pollo antes de
cocinarlo. No podía hacer nada, y le vino la imagen del auto por la avenida.
¿Me
habrá parecido o me perseguían? ¿Me estaré volviendo loco? Era un auto oscuro,
los de adelante no sé quiénes eran, pero juraría que ella estaba sentada atrás.
Sí, se parecía demasiado a Clara, pero no, no, es imposible. La dejé sin darle
demasiado aviso, sí, es cierto, fue de sopetón. Me tendría que haber entendido
ella, yo estaba asustado. Me pareció que se había dado cuenta J. que era de las
esposas que una vez resentidas, son peores que Medea. Tampoco estaba para darme
el lujo de andar por los hoteles de San Telmo, enroscado como loco con una
empleada de mi corporación. Pero ella, aunque también casada, ni se inmutaba.
Quizá fuera de las que una vez traspuesta la barrera, están tranquilas de
conciencia porque lo hacen para darse un gusto, sin pizca de revancha hacia sus
maridos. Pero no era mi caso. Yo sí estaba enojado con J.
Entonces,
¿ella vuelve para vengarse?, quiere que confiese, quiere que vaya de nuevo a su
cuerpo. No sé. Me persigue la mugre que veo por todas partes. Este baño y yo
somos lo mismo. Vivo los últimos meses queriendo demostrar que Alfredo es un
hijo de puta, pero yo ¿no seré un poco igual a él?, ¿si sobreviví en la misma
empresa, no habrá sido gracias a cierta capacidad de manipular?
Volvió a gritar, esta vez implorando
que le abrieran. No hubo respuesta. Probó de nuevo, pero esta vez con una
puteada, que subió de tono. De repente giró la cabeza y pudo ver encima del
inodoro una ventanita, pequeña pero suficiente para espiar y pedir ayuda, eso
pensaba. Cerró con bronca la tapa del inodoro y rápido como un gato se trepó.
Al agarrarse del marco de la ventana notó lo grasosa y pegajosa que estaba. Le
faltaban años de limpieza, de alguien que dedicara unos minutos a pasar un
trapo. Jaló de la barra de color amarillo vetusto con óxido a la vista, pero se
trababa. De un tirón terminó cediendo. Entonces consideró que la mejor forma de
entrar al otro lado era ladear la
cabeza hacia la derecha, dejando al ojo izquierdo recorrer el patio interno que
se comenzaba a ver. Empezó a escanear lentamente, tratando de entender más, de
hallar significantes que le abrieran alguna comprensión sobre lo que estaba
viviendo. Atisbó unas botellas de vidrio y otras de plástico, todas desparramadas. Más allá latas grandes de
pintura apiladas irregularmente, algunas chorreadas de blanco y otras de azul.
Cajas de sodas marca Siffredi, muchas con la carcasa de plástico azul
desgastada. En todo se apreciaba suciedad, acumulación y una desidia que él
creía característica de aquellos barrios meridionales de la ciudad.
Se encontró de repente con unos
bustos, sí, unos bustos sobre pedestales, algo definitivamente llamativo para
ese entorno. Había los enteros, incólumes y erguidos; estaban luego uno o dos a
los que les faltaban brazos. Era como visitar el Partenón o Efeso, y ver un ágora,
pero de escala menor. Uno de ellos atrajo mucho su atención. Había algo en el
contorno de sus pechos, como una emanación que venía de allí que lo incomodaba,
que le hacía sentir aún peor de lo que ya estaba. Comenzó a sentir náuseas.
Quizá era el olor que empezaba a penetrarle, era acre, era olor a sucio, eran
años de mugre
Se quedó así un largo rato y mientras
miraba, empezó a recrear en su mente la escena del sobre. Pasado el casi ataque
de pánico, había podido regresar a la oficina, lo guardó rápido en su valija, y
sólo lo abrió al llegar a su casa a la noche. Adentro había una copia de Steve Jobs, la película.
Despachó a los chicos al play room,
les pidió que lo dejaran solo y se estiró en el sillón del living con un vaso
de vino. Sintió enseguida estar ante un clásico producto de Hollywood, en que
destituyen y restituyen héroes con maestría sin par, cuando critican al sistema
sin dañar su estructura. Alivian tensiones, a través de edulcoradas versiones
del mal (el cual es siempre extranjero o trabaja para aquel). Steve J. es un
inconformista que mal-trata, pero lo hace para alcanzar el Bien. Demuestra que
en la búsqueda de la perfección, hay que eliminar a los inservibles, quienes merecen
ser expulsados. Más tarde comerá frío el plato de la venganza, cuando haga
despedir a su viejo socio capitalista, quien antes le había hecho lo mismo a
él. Su propia hija –llegada en un momento indeseado para el logro de sus
proyectos de grandeza- deberá aceptar un temporal destierro y luego, como con
todos los malos del cine, se convertirá en un padre de familia domesticado e
ideal. Si bien el film muestra cómo
se debate y al parecer se angustia, finalmente gana la ambición, que la
humanidad toda debería agradecer, ya que fue ella la que facilitó el legado de
los maravillosos chiches Ipod, Ipad, Iphone. Un Ídolo. La misma escena abre y
cierra la película, cuando enaltecido presenta en público el iPod y un
auditorio extasiado lo mira a Jobs con los ojos húmedos de emoción, mientras los
aplausos llueven sobre él.
Dejó rápidamente de lado los
recuerdos.
Otra
vez me estoy distrayendo. Otra vez rumiando. Así no saldré más de acá
Un nuevo ruido en la puerta lo
interrumpió, era un intento de colocar una llave en la cerradura. Al intentar salir
del compartimiento, se pegó un golpe fuerte con la manija de la ventana, perdió
el equilibrio, cayendo al piso, a pocos centímetros de terminar con la nuca
contra el borde del inodoro. Se incorporó
y con cuidado llegó hasta la puerta, para verificar que nada había cambiado. Cuando
se pegó con la cola contra el piso, constató la dureza del teléfono celular -se
maldijo por su reiterada incapacidad práctica, por no haberse acordado antes de
un recurso práctico como aquel- lo sacó del bolsillo trasero del pantalón, pero
claro, era de esperar que no tuviera señal en un lugar tan cerrado. Muchas
cosas sólo pasaban en su imaginación -o al menos se dio cuenta que escuchaba
algunas que no estaban sucediendo- pero notó que concretamente se había mojado el pantalón al caer al piso, lo cual
empezó a darle asco. Tenía ganas de sacarse el pantalón. Tiene orina de vaya a saber cuántas personas, pensó.
Mientras se apoyaba en la pared intentando secarse el sudor de su frente, le
vino a la mente ella, Clara.
Yo
mismo la busqué, yo mismo la deseé. Quise tenerla y la busqué, la perseguí. Fue
aquel día en que la invité a almorzar y se lo dije. Me sorprendí por mi
audacia. Fui al baño para pararme y aprovechar la oportunidad de pasar por
detrás, darle un beso en los labios, que ella correspondió con mucha dulzura.
Qué bien, cómo lo hice, ¡ja!
—Acá
a mitad de cuadra hay un hotel. Sí, no me mires así que me derrito. Vos sabés
que ya no da para más así. —le dije.
—Te
juro que quiero, pero no puedo, soy casada y nunca hice algo así. —le temblaba
la voz. Me acuerdo. Sus labios me perdían y deseaba. Me faltaba menos para
llegar...
—Yo
tampoco, ¿y qué?
Por primera vez sintió que el ambiente
del baño se volvía turbio, que estaba por desvanecerse, pero no podía frenar el
fluir de los recuerdos.
—Me
da miedo, ¿y si me enamoro? ¿si nos enroscamos? ¿en qué nos estaríamos
metiendo? —a Clara le
temblaba la voz.
—No
perdemos nada con probar. ¿Qué sé yo si me enamoraré o si te volverás loca por
mí? Quizá en un rato me tires por la ventana, porque no me aguantas más, ¿entendés?
Pero no fue así. Enloqueció y se deshacía
al verla. Chau Ana Clara Mouriño, le
decía como una broma. Su nombre y apellido articulado así, le servía como un amuleto verbal, un conjuro en la esquina
del hotel, una apelación a no ser visto, una fórmula mágica para disipar el
dolor de la separación. Escapaba cada uno a sus obligaciones, emergiendo del
abrigado espacio interior que los había cobijado, para pasar al medio exterior.
Se imaginaba a sí mismo como uno de aquellos bichos de Akutagawa en Kappa:
seres infraterrenos, resbalosos y verdes, con una vida sexual muy activa. Se
consideraba parte de una comunidad secreta de amantes impetuosos, que se
escondían de sí mismos y de sus parejas oficiales.
Algo ligaba secretamente a Alfredo con
Clara. Algo se escabullía allí, como él entre las sábanas.
¿No
seré como Alfredo? Me guste o no, el poder me atrae, me parece magnético, pero no
me animo, lo uso con subterfugios, sin tanto grito, escondiéndome en albergues
transitorios, con la victoria del cortejo ganado, creyéndome el macho que puede
con las mujeres. Me anima el deseo de sobresalir a cualquier precio, de
sentirme por encima, deseado, más y más… Por supuesto, ya me parecía. ¡Aquel
busto cortado y sin brazos! Era igual a ella. La nariz respingada, los pechos
redondeados en los bordes. Pero, ¿los brazos? ¿Por qué así amputada?
Sintió un tremendo desasosiego, no justificable
siquiera en el encierro que estaba transitando. Empezaba a quemarle el pecho con
sensaciones similares a las angustias de su pubertad, cuando inexplicablemente y
de la nada se ponía a llorar, con mucha congoja, como si algo tremendo
estuviera por sucederle a alguien. Presagios, dolores, crecimiento.
Le volvió aquella escena que había
sentido escalofriante en su momento. La voz de ella, ni grave ni aguda, la
misma que entre gemidos le decía dale
bebé y seguía cabalgando, sosteniéndose los pechos que se agitaban en el
fragor del encuentro. Había sido en verano, cuando hacía tanto calor como ese
día. Transpiraron y recordó su propio comentario, qué le pesaba trajearse para ir a trabajar en jornadas
tan agobiantes y húmedas. Era el instante en que se estaban aquietando y
comenzando el ritual: ella boca arriba, los brazos a los lados, él hundiendo la
cara en la almohada, amodorrado y empezando a ser invadido por la culpa impregnada
de cierta urgencia por escapar. Los fluidos del cuerpo obran de esa manera:
imprimen potencia hasta que una vez disipados, la magia se desvanece y
encuentra su lugar la sensación de estar cargando con el peso de una
transgresión y el riesgo de ser descubierto. Acudía a su mente la voz, un resto
de ella que ingresaba al oprimente baño, mientras crecía incesante la
repugnancia a ese cubículo, a ese antro donde todo se corporizaba.
—A
los cincuenta me retiro. Ya lo decidí. Estoy armando todo para cumplirlo.
Me
retiro.
Sí, se retiraría. En aquel momento lo
había sentido como un acto petulante. A los cuarenta años, ni se le hubiera
ocurrido en definir semejante cosa, que con los hijos y tantas ocupaciones
materiales, le habría resultado inimaginable distraer recursos para semejante
futuro. Algo lo había estremecido en aquel momento. Recuerda haber levantado la
cabeza y mirarla, haberla recorrido toda, desde sus pezones rosados impecables
de quién nunca había amamantado, hasta la punta de los pies que coronaban unos
tobillos que siempre daban respaldo a los tacos altos. Finalmente la había
acariciado, había mesado sus cabellos. Habría querido decir algo, pero no había
podido.
Una convulsión empezó a subirle por el
cuerpo. Un impulso poderoso lo llevaba a la angosta ventanita para mirar el
busto. Pero no pudo. Empezó a deslizarse al piso, sin importarle nada de la
humedad, ya era un manojo de lágrimas y transpiración; su garganta se deshacía entre arcadas y
llanto. Se sentó en el piso y lloró, mucho y desconsolado. Una semana antes, en
la oficina de la corporación, buscando
pistas para recuperarla, sólo había hallado una frase:
Ana
Clara Mouriño descansa en paz.
Era en un altar virtual, un
recordatorio sin firma en la web. Sin foto, sin explicación. Desde Facebook
hacia allí. Sin una sola palabra más. Lacónico. Una leyenda más pequeña se
podía leer más abajo:
Con
49 años, Ana Clara Mouriño murió el día 29 de ag…
Lloraba. Ella se había retirado un año
antes de lo planeado. No se puede definir el destino, pensó. La habían cortado,
como a aquellos brazos, como los de él que no podían abrir ninguna puerta. Su
pelea con Alfredo no es más que una fachada para tapar su vulnerabilidad, el dolor
de la muerte siempre inevitable.
Cuando por fin sintió que podía volver
a hacerse cargo de sí mismo, se agarró del pequeño lavabo, se incorporó y con
fuerza refregó agua fresca en su cara.
Sacó un pañuelo de su bolsillo, se
secó, tomó aire y como si una fuerza diferente lo poseyera, giró bruscamente la
manija, que cedió sin mayores dificultades.
Salió.
A través de aquellos viejos ventanales
pudo ver la tormenta estival que estaba comenzando. Sintió el alivio, que sería
pasajero, porque en breve llegaría una nueva ola de calor.
Se dijo:
Puedo
pensar más claramente.
Ricardo Czikk, 2014.