Pintada como una puerta
Hay quienes dicen que la mayor parte
de la gente va por la vida buscando emerger. Se echan la paleta
entera en la cara y revolotean por ahí. Este tipo de personas se
vuelven difíciles de desmenuzar, se encascaran como una naranja.
Vienen y van. Es sutil decir: “van pintadas como una puerta”.
Las sucesivas capas se cristalizan. Tal vez una vez llamen la
atención, quizás dos, pero luego no. Simplemente se vuelve tan
necesaria la mirada del otro, que se desvía por una tangente.
No es que sean duras, y tengan
picaporte, más bien el acceso a ellas esta dado por esa imagen.
¿Pero será esto lo que quieren? ¿Ser solo una puerta? ¿No hay
nada más ellas? ¿A nadie le llama la atención un pedazo de
material recubierto en pintura? ¿A nadie le sorprende una mujer
maquillada así? Es indiscutible que ya no. No importa el color que
usen, es indudable que allí van.
Cómo no recaer en sus pequeñas
puertitas, que de jóvenes van mamando el color del arcoíris en las
caras de su madre. Las ven como si nada, poco a poco se van
mimetizando. El regalo de un labial, una sombra, o una base y la
transformación está en pie. El pequeño monstruito va emergiendo,
va apoderándose de esos elementos. Despacio, aprenden a manejarlos
con destreza. Sin embargo, su instrucción es limitada. La imagen es
más fuerte, todos esos años de exposición a la alta radiación,
hace que imiten y reproduzcan una puerta. Tienen unos diez años y
van pintadas de colores estridentes, crecen y ya no hay vuelta atrás.
Se las puede ver, ya de grandes, con
las arrugas de un buldog en la cara, revocadas y revestidas. Pero eso
no ayuda, siguen siendo puertas. Optan por el celeste para sobra y
delineado, cuando las favorecería más un tono pastel que realza la
mirada. Así sus caras parecen salidas de una casa de terror. El
espanto de unos se mezcla con la risa de otros, pero las puertas
están orgullosas porque han logrado su cometido, han sido vistas.
Yo sigo aquí observándolas cómo
se pasean por estas galerías. Tal vez me gustaría correr y
advertirles del futuro, de cómo se verán sus rostros en unos años.
Pero si ese deseo se me atraviesa, siempre hay algo que lo frena, que
es la seguridad con la que van las puertas de ahora.
Así es mi sobrina, fuerte,
radiante, bella, pero puerta al fin. Viene a visitarme embadurnada de
una base barata, que no le cubre bien la cara, cuyo aroma se mezcla
con el olor a perfume hediondo. En el saludo, una combinación de
pena y asco se atraviesan. Un gran odio emerge, porque en ella veo el
reflejo… no el de su madre, o el de su abuela, sino el de una tía
con la que se encuentra a las cinco todas las tardes a tomar el té.
Mariel Fini, 2015.
Producido en los talleres de Siempre de Viaje.