Estoy amarrando mi barca de remos
al muelle de la isla llamada Dios.
Este muelle está hecho en forma de pez
y hay varios botes amarrados
en varios muelles diferentes.
“No importa”, me digo,
a pesar de las ampollas que estallan y
se curan
y estallan y se curan
salándose a sí mismas una y otra vez.
Y la sal se me pega a la cara y los
brazos como
una piel de goma salpicada de granos de
tapioca.
Me saco a mí misma de mi barca de
madera
y me derramo sobre la carne de La Isla.
“¡Vamos, ahora!”, dice Él y así
nos agachamos en las rocas junto al
mar
y jugamos —¿Puede
ser verdad?—
una
partida de póquer.
Él
me llama.
Gano
porque llevo una escalera real.
Él
gana con cinco ases.
Un
comodín ha sido anunciado
pero
yo no lo había oído,
estando
en tal estado de sobrecogimiento
cuando
Él sacó las cartas y dio.
Mientras
Él colocaba Sus cinco ases
y
yo irradiaba sobre mi escalera real,
comenzó
a reírse,
la
risa le rueda como un aro de Su boca
y
dentro de la mía,
y
tal risa que Él se dobla sobre mí
riéndose
en gritos de júbilo sobre nuestros dos triunfos.
Entonces
río, este muelle sospechoso ríe,
el
mar ríe. La Isla ríe.
Lo
Absurdo ríe.
Mi
querido repartidor de cartas,
yo
con mi escalera de color,
te
amo junto con tu comodín
ese
indomable, eterno, resuelto ha-ha
y
amor feliz.
Anne
Sexton, El horrible remar hacia Dios.
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William Turner |