REVELACIONES
Sobre un amor.
Una noche de invierno, acurrucada en mi abrigo de lana, observé a través de la ventana del auto la siguiente escena:
Un hombre cualquiera resolvió sacar a su perro a dar la última vuelta del día. Andaban por una vereda desierta, recibiendo el viento en contra con todo el cuerpo. Los dos a paso cansino, sorteando hojas secas o alguna bolsa que el viento arremolinado les lanzaba en la cara.
En un momento el perro se detuvo y se sentó. El hombre, su dueño, se volteó a mirarlo, de pie durante unos segundos. Luego se puso en cuclillas, y acariciando el lomo del animal, le habló.
No sé qué le diría, imagino que le habló del frío, del cansancio, del poco tiempo que comparten, quizás, de la vejez de ambos, de las cosas no resueltas, de sus hijos, o sus cachorros.
Hablaron, quizás, de cambiar los almohadones donde duerme largas siestas al sol, o de la última mujer que visitó la casa.
Vaya a saber Dios qué cosas hablaron en ese minuto y medio que ambos permanecieron sentados, frente a frente, en mitad de una fría noche de invierno.
Sobre otro amor.
Cuando mi hija cumplió quince años se hizo zapatos a medida. No teníamos demasiada opción, ya que calza treinta y cinco y sus pies son muy delgados.
Si bien cumplimos con la rutina de visitar zapaterías donde exhibían calzado de fiesta de excelente confección, por poca o mucha diferencia en el molde, y dando casi por perdida la batalla, decidimos buscar quien los confeccionara a la medida de sus pequeños pies.
Una mañana soleada ambas hicimos un largo viaje en ómnibus hasta llegar al taller de un zapatero. Días antes, hablando por teléfono con su esposa, arreglamos nuestra visita para ver qué podían ofrecernos.
Era un barrio de casas bajas y construcciones sencillas. Aunque fuerte, la casa del zapatero se veía deteriorada.
El sonido retumbante de un timbre avisó que aguardábamos en la puerta. A medida que transcurría la espera aumentaba mi curiosidad.
Una señora mayor, de pelo crispado y canoso nos saluda cordialmente. Su voz es grave, pausada, tiene una buena pronunciación.
Amelia es la esposa del Roland, con ella hablé por teléfono, reconozco su voz amable, casi distinguida. Nos invita a pasar, señalando que continuemos camino al fondo, donde está el taller, y en él Roland trabajando.
La casa es un gran terreno, con varias construcciones que se suceden unas a otras, separadas por pequeños patiecitos donde, sin gracia, sobreviven algunas plantas.
Todo en aquel lugar luce apagado, como un viejo cuadro que perdió sus colores.
La última construcción luce algo distinta al resto, allí está el taller. Es un lugar muy amplio, la ventana que da al patio alumbra naturalmente una mesa repleta de cueros, gamuzas y algunas telas vistosas. Otros espacios del taller, están iluminados con lámparas adecuadas para las distintas etapas de una tarea artesanal. En el rincón final, una salamandra mantiene caliente la sala. Allí veo belleza y calidez, como en un pasaje de cuento medieval.
Avanzo, y entre máquinas, hormas y martillos aparece Roland, un viejecito con aire aristocrático. Su piel está manchada, producto de los años, o quizás las tintas que utiliza para mejorar sus creaciones.
Rápidamente mira los pies de mi hija y frunce el ceño. Busca un lápiz y se dispone a trabajar: mide sus pequeños pies, anota sobre un papel, revuelve cajas, selecciona cueros, busca la horma más pequeña y sobre ella comienza a probar.
Mientras Amelia sale en busca de unas tazas de café, Roland le explica a mi hija la importancia de calzar un buen zapato.
Llega el café. Elegimos una pieza de cuero color marfil, extremadamente suave. Amelia trae unas revistas y junto a mi hija comienzan a buscar posibles modelos que sirvan de inspiración para crear sus ansiados zapatitos de quince.
Mientras tanto yo observo a Roland. Miro sus manos, pequeñas como las de un niño, lo cual mejora su habilidad para manejar con precisión pinzas, hebillas, botones y agujas. Sólo las arrugas y las manchas delatan la edad de esas manos. ¿Cuántos pies habrá calzado?, me pregunto en silencio.
Cuando se percata que lo observo, esperando una historia, se quita los lentes y se dispone a contarla:
Soy la cuarta generación de una familia de zapateros. Mi bisabuelo nació en Francia, Lyon, donde abrió su primera zapatería, y allí permaneció hasta que murió, a los 90 años.
Mientras me habla se levanta de su silla y desaparece detrás de una puerta. Desde allí pronuncia palabras que no escucho con claridad, luego reaparece con algo pequeño entre sus manos. Se acerca hasta mí y me muestra unas botitas de cuero blancas, diminutas, algo gastadas. Con orgullosa sonrisa me explica que esos fueron los primeros zapatos que calzó, hechos por su bisabuelo. Las miré con detenimiento: estaban perfectamente diseñadas como las botas que calzaría un hombre, pero adaptadas al piecito de un niño. Eran una pequeña obra de arte.
Ya con confianza me surgió una pregunta: quise saber si recordaba cómo eran los primeros zapatos que confeccionó.
¡Por supuesto! -respondió Roland-
Los primeros zapatos que hice fueron para Amelia. Ella cumplía 16 años y estudiaba danzas españolas en una academia cerca de la zapatería de mi padre. Yo la veía pasar todos los martes y todos los jueves. En ese entonces lucía altiva y desafiante, como siempre!...sin duda había nacido para bailar. La primera vez que la vi pasar me enamoré de ella, yo tenía apenas 15 años. Trabajé días enteros hasta que logré hacerle unos buenos zapatos color rojo carmesí. Entonces una noche la esperé a que saliera de sus clases para poder dárselos personalmente. Y dígame usted si no fui afortunado!, los zapatos le quedaron perfectos!
Me sentí abrumada por la dimensión del amor que aquel hombre envejecido aún profesaba a su mujer. Lo miré: lágrimas diminutas iluminaban sus ojos.
Un mes después los zapatos de mi hija estaban listos.
Amelia se había disculpado telefónicamente por las demoras, ya que habíamos pactado que serían tres semanas. La última vez que hablamos, en una breve charla, acordamos el día y el horario en el que pasaría a buscarlos.
Llegué casi de noche a su casa. La cuadra estaba oscura y desolada. Cuando me abrió la puerta, noté que estaba algo demacrada, y más delgada. Le pregunté si estaba bien, y me respondió que no. Roland había muerto, su cuerpo avejentado y cansado no resistió otro invierno.
Me quedé atónita, esperando en medio de un patiecito, a que ella regresara con los zapatos.
Me los entregó en una caja blanca, con un pequeño moño, y me dijo:
Estos fueron los últimos zapatos que fabricó mi Roland. Espero que a su hija le gusten, los hizo con mucho amor.
Eva Lafranchini