Un día encontré una lámpara, fue hace aproximadamente unos veinte o veinticinco años. No me acuerdo si iba de mi casa a la escuela o de la escuela a mi casa pero de alguno de los dos me estaba escapando. Sea yendo o volviendo, el caminar era lento, no quería llegar. Arrastraba los pies distraído cuando la vi. Estaba apoyada, tranquila, en el borde de un cantero, casi parecía estar esperando a alguien.
Creo que apenas la vi nunca pensé que podía llegar a ser mágica, no tenía el aspecto, era más bien una especie de tetera pero no de porcelana, era algo así como de lata o tal vez bronce y un poco más chata. Por ese entonces yo tenía un libro de cuentos de Aladín, por lo que habría reconocido una lámpara mágica sin la menor duda y a un kilómetro de distancia, por eso no la froté, sólo la miré dubitativo un rato, pispié que no hubiera nadie cerca, la metí en mi mochila y me fui.
Al llegar a casa no saludé a nadie. Corrí a mi habitación, saqué el extraño objeto similar a una tetera de la mochila y trepando por las repisas, lo dejé en el estante más alto y oculto (deseaba que nadie lo encontrara). Y así fue, nadie lo encontró; mi familia evidentemente no era tan curiosa y yo, después de una panzada de Nesquik y dibujitos, me olvidé por muchos, muchos años.
Lo que quedaba de mi niñez pasó, mi adolescencia pasó y también empezó a pasar mi adultez, todo esto sin pena ni gloria o, para ser más exactos, sin gloria.
Hubo muchos momentos donde tener un genio que me conceda deseos hubiera resuelto no todos pero sí la mayoría de mis problemas, sin embargo, ¿quién pudiera tener semejante suerte?
Todo esto lo pensaba mientras observaba las cajas de mi última mudanza. La casa era un caos: la heladera en el cuarto, la cama en el living, el cepillo de dientes en la cocina... Nada estaba donde debía. Debía, debía, debía... ¿Qué debía? ¡Debía ordenar! pero, ¿por dónde empezar? Me invadió una sensación de desesperación, un aburrimiento cansado, un miedo indecible. Pateé la primer caja que vi y abrí la segunda, estaba llena de ropa vieja y recuerditos, todo para tirar.
Busqué una bolsa de residuos y empecé a tirar todo pero debajo de la última muda de ropa el tiempo se detuvo, o tal vez sólo mi corazón. Ahí estaba, olvidada por segunda vez ¿Cómo llegó ahí? ¿En qué momento? ¿Seguía esperando? No, no esperaba ser encontrada, esperaba encontrar, estaba buscando y me volvió a encontrar, a mí, esta vez con más pinta de lámpara mágica que nunca. ¿Cómo no lo vi antes? ¿Cómo pude haber perdido tanto tiempo? ¡Siempre tuve la posibilidad al alcance de la mano y nunca la tomé por haber confundido una lámpara mágica con un objeto ordinariamente desconocido! Otra vez no me iba a pasar, ¡no señor! Agarré la lámpara con las dos manos, mi corazón decidió recuperar todos los latidos perdidos palpitando frenéticamente. Con el puño de mi buzo cubrí la palma de mi mano y froté fuerte y rápido. Fuerte y despacio. Despacio y débil, hasta que por fin, al ver que nada pasaba, dejé de frotar.
No podía salir de mi asombro. No lo podía creer, estaba convencido de que esas cosas existen; las lámparas, los genios... Pero nada había sucedido.
Me quedé un rato pensando en los porqués y en los cómos y no encontraba respuesta, no podía ni escuchar mis pensamientos.
Después de un rato de nada, me di cuenta de que algo había que hacer, así que decidí volver a colocar la lámpara en una repisa. Esta vez no iba a estar oculta, esta vez no iba a ser ignorada ni olvidada. Esta vez iba a formar parte de mí y de mi hogar.
Nicolás Sergi, 2018.
Selección para la lectura en MardelFIP.