El encanto del horror sólo tienta a los fuertes
A Marcel Schwob
—Quiere verlo —me había dicho mi camarada De Jacquels—, bien, consiga un dominó y un antifaz, un dominó elegante, de satén negro, póngase unos escarpines, y, por esta vez, medias de seda negra también, y aguárdeme en su casa el martes hacia las diez y media; iré a buscarle.
El martes siguiente, envuelto en los susurrantes pliegues de una larga esclavina, con una máscara de terciopelo, barba de satén atada detrás de las orejas, esperaba a mi amigo De Jacquels en mi piso de la calle Taitbout, calentando mis pies irritados por el contacto de la seda, en las brasas del hogar; fuera: bocinas, gritos espantosos de una noche de carnaval.
Resultaba curioso, e incluso inquietante, aquella solitaria velada de un enmascarado sentado en un sillón, en la penumbra de un piso atiborrado de objetos, aislado por los tapices, con la llama de una lámpara de petróleo y el vacilar de dos velas blancas, esbeltas, funerarias, reflejadas en los espejos que pendían del muro. ¡Y De Jacquels no llegaba! Los gritos de las máscaras estallando a lo lejos empeoraban la hostilidad del silencio; las dos velas ardían tan rectas que, impaciente y turbado, me levanté para apagar una.
En ese momento se abrió una cortinas y entró De Jacquels.
¿De Jacquels?
No había oído golpear la puerta, tampoco abrir. ¿Cómo había entrado? He pensado a menudo en ello, luego; De Jacquels estaba allí. ¿De Jacquels? Es decir un largo dominó, una forma grande, sombría, enmascarada, como yo:
—¿Está listo? —preguntaba su voz, que no reconocí— Mi coche está aquí, nos vamos.
Su coche, no lo había escuchado rodar ni detenerse ante mis ventanas. ¿A qué pesadilla, sombra y misterio había empezado a descender?
—Es su capucha la que tapa sus oídos; no está habituado a la máscara —pensaba en voz alta De Jacquels, que había penetrado mi silencio.
Tenía pues, aquella noche, el poder de adivinar, y levantando mi dominó se aseguraba de la finura de mis medias de seda y de mi ligero calzado. Aquel gesto me tranquilizó, era De Jacquels y no otro quien hablaba. Cualquier otro no hubiese seguido la recomendación que De Jacquels me había hecho hacía una semana.
—Nos vamos —ordenaba su voz, y, en un murmullo de seda y satén, nos hundimos en la cochera, similares, creo, a dos enormes murciélagos, con el vuelo de nuestras esclavinas, repentinamente levantadas por encima de los dominós.
¿De dónde venía aquel viento, aquel soplo desconocido? ¡La temperatura de aquella noche de carnaval era a la vez tan húmeda y blanda!
¿Hacia dónde íbamos, hundidos en la sombra de un carro de caballos fantásticamente silencioso, cuyas ruedas no levantaban más ruido que los cascos del caballo sobre el pavimento? ¿Hacia dónde íbamos a lo largo de muelles desconocidos, iluminados apenas por la luz borrosa de un farol? Ya habíamos perdido de vista la mágica silueta de Nôtre Dame, perfilándose al otro lado del río en un cielo de plomo. El Quai de Saint Michel, el Quai de la Tournelle, el Quai de Bercy incluso, estábamos lejos de la Opera, de las calles Drouot, Le Peletier, y del centro. Ni siquiera íbamos a Bullier, donde los vicios lamentables se dan cita y, evadiéndose bajo la máscara se arremolinan casi demoníacos y cínicamente confesados la noche de carnaval; y mi compañero callaba.
Al borde de aquel Sena taciturno y pálido, bajo los puentes cada vez más escasos, a lo largo de aquellos muelles planeados, de grandes árboles delgados, bajo el cielo lívido, como los dedos de un muerto, me sobrecogía un miedo insensato, un miedo agravado por el implacable silencio de De Jacquels; llegué a dudar de su presencia y a creerme junto a un desconocido. La mano de mi compañero había tomado la mía, y aunque blanda y sin fuerza, la tenía sujeta en un torno que me trituraba los dedos. Aquella mano de poder, de voluntad, me clavaba las palabras en la garganta, y sentía bajo su opresión fundirse y deshacerse en mí toda veleidad de rebelión; rodábamos ahora fuera de las fortificaciones y por grandes caminos bordeadas de hayas y de lúgubres tenderetes de vendedores de vino, merenderos de las afueras cerrados hacía tiempo; desfilábamos bajo la luna, que por fin acababa de perfilar su masa flotante de nubes, y parecía derramar sobre aquel paisaje una capa de sal; en ese instante me pareció que los cascos de los caballos sonaban en el terraplén de la carretera, y que las ruedas del coche, dejando de ser fantasmas, chirriaban en la grava y en los guijarros del camino.
—Aquí es —murmuraba mi compañero—, hemos llegado, podemos bajar.
—¿Dónde estamos?
—En la Barrera de Italia, fuera de las fortificaciones. Hemos seguido el camino largo, pero el más seguro, volveremos por otro mañana por la mañana.
Los caballos se detuvieron, y De Jacquels me soltaba para abrir la puerta y tenderme la mano.
Una gran sala, alta, de muros revocados con cal, contraventanas interiores cerradas, a lo largo de toda la estancia, mesas con cubiletes de hojalata blanca sujetos con cadenas. Al fondo, sobre una elevación de tres escalones, la barra de cinc, atestada de licores y de botellas con etiquetas coloreadas; allí dentro silbaba el gas alto y claro: la sala, en suma, si no más espaciosa y más limpia, de un tabernero de las afueras con una buena clientela, cuyo negocio iba bien.
—Sobre todo, ni una palabra. No hable, ni siquiera conteste. Verían que no somos de los suyos, y podríamos pasar un mal rato. A mí, me conocen. —y De Jacquels me empujaba hacia la sala.
Algunos enmascarados bebían, dispersos. Al entrar, el dueño del local se levantaba, y, pesadamente, arrastrando los pies, venía hacia nosotros, como para cerrarnos el paso; sin una palabra, De Jacquels levantaba el bajo de nuestros dominós y le mostraba nuestros pies calzados con finos escarpines: era sin duda el ¡Ábrete, Sésamo! de aquel extraño establecimiento. El patrón se volvía hacia la barra y noté, cosa curiosa, de que él también llevaba una máscara, pero de un tosco cartón, burlescamente pintado, imitando un rostro humano.
Los dos camareros, dos colosos con las mangas arremangadas, deambulaban en silencio, invisibles, ellos también, bajo la misma espantosa máscara. Los escasos disfrazados que bebían sentados en las mesas llevaban máscaras de terciopelo y de satén. Salvo un enorme coracero de uniforme, una especie de truco de mandíbula pesada y bigote rojizo, sentado junto a dos elegantes dominós de seda malva y que bebía con el rostro descubierto, los ojos azules, vagos, ninguno de los seres que allí se encontraban tenía rostro humano. En un rincón, dos figuras con blusas y gorras de terciopelo, enmascaradas de satén negro, resultaban intrigantes por su sospechosa elegancia, pues su blusa era de seda azul pálido, y del bajo de sus pantalones demasiado nuevos asomaban finos pies de mujer enguantados de seda y calzados con escarpines; y, como hipnotizado, contemplaría aún aquel espectáculo si De Jacquels no me hubiera arrastrado al fondo de la sala hacia una puerta de cristal, cerrada por una roja cortina. Entrada al baile estaba escrito sobre la puerta con letra de aprendiz de pintura; un guardia municipal junto a ella. Era, al menos, una garantía; pero, al pasar y chocar con su mano me di cuenta de que era de cera, de cera como su cara rosa erizada de bigotes postizos, y tuve la horrible certeza de que el único ser cuya presencia me habría tranquilizado en aquel lugar de misterio era un simple maniquí.
Cuántas horas hacía que erraba solo en medio de máscaras silenciosas, en aquel sitio abovedado como una iglesia, y era una iglesia, en efecto; una iglesia abandonada y secularizada, de amplia sala de ventanas ojivales, la mayoría medio tapiadas, entre sus columnas adornadas y encaladas con una espesa capa amarillenta donde se hundían las flores esculpidas de los capiteles.
¡Extraño baile en el que no se bailaba y en el que no había orquesta! De Jacquels había desaparecido, y estaba solo, abandonado en medio de la muchedumbre desconocida. Una vieja araña de hierro llameaba alta, suspendida en la bóveda, iluminando las losas polvorientas, algunas de las cuales, ennegrecidas por las inscripciones, cubrían quizá tumbas; al fondo, en el lugar donde ciertamente debía reinar el altar, se encontraban a media altura en el muro pesebres y comederos, y en los rincones había arreos y ronzales olvidados: el salón de baile era una cuadra. Aquí y allá grandes espejos enmarcados con papel dorado se devolvían de uno a otro el silencioso paseo de las máscaras, es decir, ya no se lo devolvían, pues todos se habían sentado ahora alineados, inmóviles, a ambos lados de la vieja iglesia, sepultados hasta los hombros en las viejas sillas del coro.
Permanecían allí, mudos, como alejados en el misterio bajo largas cogullas de paño plateado, de una plata mate, de reflejo muerto; pues ya no había ni dominós, ni blusas de seda azul, ni Colombinas, ni Pierrots, ni disfraces grotescos; pero todas aquellas máscaras eran semejantes, enfundadas en el mismo traje verde, de un verde descolorido, como sulfatado de oro, con grandes mangas negras, y todas encapuchadas de verde oscuro con los dos agujeros para los ojos de su cogulla de plata en el vacío de la capucha. Se hubiera dicho rostros de leprosos de los antiguos lazaretos; y sus manos enguantadas de negro erigían un largo tallo de lis negro de pálidas hojas, y sus capuchas, como la de Dante, estaban coronadas de flores de lis negras.
Y todas aquellas cogullas callaban en una inmovilidad de espectros y, sobre sus fúnebres coronas, la ojiva de las ventanas recortándose en claro sobre el cielo blanco de luna, las cubría con una mitra transparente. Sentía mi razón hundirse en el espanto. ¡Lo sobrenatural me envolvía! ¡La rigidez, el silencio de todos aquellos seres con máscaras! ¿Qué eran? ¡Un instante más de incertidumbre y sería la locura! No aguantaba más y, con la mano crispada de angustia, avanzando hacia una de las máscaras, levanté bruscamente su cogulla.
¡Horror! ¡No había nada, nada! Mis ojos despavoridos sólo encontraban el hueco de la capucha; el traje, la esclavina, estaban vacíos. Aquel ser que vivía sólo era sombra y nada.
Loco de terror, arranqué la cogulla del enmascarado sentado en la silla vecina: la capucha de terciopelo verde estaba vacía, vacía la capucha de las otras máscaras sentadas a lo largo del muro. Todos tenían rostros de sombra, todos eran la nada.
Y el gas llameaba más fuerte, casi silbando en la sala; a través de los cristales rotos de las ojivas, el claro de luna deslumbraba, casi cegador; entonces, un horror me sobrecogía en medio de todos aquellos seres huecos, de vana apariencia de espectro, una horrible duda me oprimió el corazón ante todas aquellas máscaras vacías. ¡Si yo también era semejante a ellos, si yo también había dejado de existir y si bajo mi máscara no había nada, sólo la nada! Corrí ante uno de los espejos. Un ser de sueño se erigía ante mí, encapuchado de verde oscuro, coronado de flores de lis negras, enmascarado de plata. Y aquel enmascarado era yo, pues reconocí mi gesto en la mano que levantaba la cogulla y, boquiabierto de espanto, lanzaba un enorme grito, pues no había nada bajo la máscara de tela plateada, nada bajo el óvalo de la capucha, sólo el hueco de tela redondeada sobre el vacío: estaba muerto y yo...
—Y tú has vuelto a beber éter —gruñía en mi oído la voz de De Jacquels—. ¡Curiosa idea para distraer tu aburrimiento mientras me esperabas!
Me encontraba tumbado en medio de mi habitación, el cuerpo en la alfombra, la cabeza apoyada en el sillón, y De Jacquels, vestido de gala bajo una túnica de monje daba órdenes a mi atolondrado sirviente, mientras las dos velas encendidas, llegado su fin, hacían estallar sus arandelas y me despertaban... ¡Por fin!
Jean Lorrain (1855-1906)