La mesa está servida
Son cuatro los chicos sentados, se ven tres y sólo dos se destacan. Fuman y no deben tener más de ocho años; tragan el humo y lo retienen en sus rostros de bocas redondas y carrillos inflados. Su papada de viejos les da un aire contradictorio, algo que no cuaja. Hablan con soltura, apoyados en una mesa vacía, con apenas unos vasos, vacíos, que recorren la distancia entre ellos. Tienen una posición estratégica dentro del perímetro virtual que forma el bar en la vereda, sus sillas casi sobre el cordón, como si estuvieran listos para escapar en cualquier momento. No quieren llamar la atención, hablan bajito.
El aire está fresco, el otoño ha llegado con una humedad que se agolpa entre las hojas pisoteadas en una capa sincrética amarillo-ocre-verde que hace resbalar a los incautos. Las mesas allí fuera se aproximan en una geometría difícil de descifrar, las sillas van por la suya, desordenadas y la vereda está invadida por el murmullo rumoroso de ruedas lentas y tránsito angostado de barrio.
Las mozas ritman el movimiento con sus bandejas oscilantes de cafés y platos, bebidas y cubiertos. Bailan la danza de la sonrisa alquilada, mueven las piernas sin alterar el cuidadoso orden con que ha salido todo desde la cocina, se acercan al borde de las mesas, flexionan sus cinturas lo suficiente para bajar lo que llevan, aunque no tanto como para invadir a los comensales y dejan entrever apenas la cadera emergente debajo del nudo que ciñe al delantal. Así las mozas son la savia viva que atraviesa la lábil frontera entre el exterior y el salón; inspiran fuera para llenar sus pulmones para expulsar el aire fresco al entrar, en un sutil bufido de repudio ante el encierro que el local les provoca.
Juega con la reluciente tablet blanca el niño de diez años, Joaquín -insisten con su nombre repetidas veces quienes a todas luces serían sus padres- para que levante sus ojos. Que basta, que no puede ser, que en la mesa no. Ya es hora de pedir la comida. No sea cosa que, como siempre, termines dejando la mitad en el plato, y se desate la batalla campal silenciosa y tensa de ojos acusadores que surcan la mesa y se embisten con furia, que Joaquín conoce ya de memoria. Se retrae aún más en su jueguito, pero está atento a los próximos instantes en que se pondrá en marcha la esgrima filosa y sentirá nuevamente ser el culpable de desencadenar el infierno cotidiano. No querría ser hijo único, pero no le queda otra: debe cargar con la abrumadora tarea de ser testigo y motor de esa eterna y rediviva epopeya. Por todo y a pesar de ello, decide resistir un poco más y solo mira de reojo, hacia la izquierda.
Le parece que son cuatro, ve a tres, pero solo dos humean, fuman, piensa estupefacto y expande todo lo que puede el ángulo visual para ver con claridad a través del ventanal que va de pared a pared. Conversan entre ellos al tiempo que con un compás inaudible levantan y bajan la cabeza para cambiar algunas palabras con la moza que Joaquín confunde con Liliana. De cabello rizado, colita rubia, redonda y pulposa, parecida sí a ella, pero claro no es su profe de guitarra a la que espía, un tanto embobado y otro poco avergonzado, a través de su escote. Estas se exponen menos. Pero Liliana, ay, mientras le enseña acordes, su vista es y no su oído lo que se aguza. Aprende mucho más de ese cimbrar de sus pechos a través de la remera, que de los rasguidos y tonos a incorporar. Estas mozas le recuerdan como la percibe en la misma guitarra: su madera suave y lisa es la piel que emerge de las mangas cortas en verano, la cintura es esa curva para apoyarla en las piernas, la boca desde donde sale el sonido, son sus labios formando la o del do, del sol, de las zambas. La toma con suma delicadeza porque aprendió que se llama alma de la guitarra, ese punto donde el pulgar aprieta para que los otros dedos saquen los tonos; rasguear es acariciar; afinar es hacer que su finura emerja. Un universo femenino se expande ante si cuando mira aquel instrumento.
Pero vuelve sobre sí, porque ahora una marea ascendente de envidia desde las tripas adviene, toda mezclada con rabia, adquiere visos de impotencia y finalmente se hace celos que preferiría no sentir. Le resulta inadmisible que esos estén ahí. Es ofensivo. Lo desafían a que sostenga el gesto postergado de volver la mirada y jurar que comerá todo el plato. Siente que de un instante al otro el mundo ha cambiado su tono, que la grisura del día y el amargo ciclo de largos fines de semana podría ser diferente. Esos serían merecedores de la frase que le parece estar escuchando: mirá vos, tan chicos y fumando, pero qué padres pueden dejar que algo así pase. Así diría su abuela de estos héroes renegados, ejemplo de nada, pero que sin embargo le hacen un cosquilleo pertinaz que lo impulsa a querer pararse y correr hacia ellos, pedirles que lo inicien en ese estar despreocupados, con poco, entre humos, sabiendo de mujeres. Se ve con la mochila de la escuela como única pertenencia, ágil, pero sin nada, perdido, solo y le viene miedo al cuerpo.
Justo en ese instante un dolor agudo y breve, como un aguijón, un shock lo trae de regreso. Me acaba de tirar del pelo. Cerró el ángulo, volvió la vista a la mesa sin dejar de pasar por la Tablet, quizá no se dieran cuenta por donde anduvo ni qué sintió, para subir los ojos y ver como aquella mano se retiraba de su cabeza y las uñas largas se extendían sobre el mantel.
La mesa está servida.
No gimotea, no hace escándalo. Esta vez, diferente a todas las anteriores se queda callado, mirando fijo. A los ojos. Sin rebeldía ni desafío, como templado, y lo que siempre había sido culpa se volvía vergüenza ajena, pudor por sus padres que así se exponían. La madre le clava de regreso una mirada fría celeste y almendrada , mientras el padre como era de esperar, Joaquín estaba seguro de ello, vagaba con sus ojos por la cadera de alguna moza.
Entonces su cabeza dejó atrás el punto donde había estado la mano que lo dañó, y en su lugar emergía una agradable sensación en el pecho, parecida a la que le viene cuando se sumerge para nadar en el agua tibia de la piscina del club, el instante que le encanta, cuando empuja la pared con los pies y despedido hacia el fondo se siente muy suave y libre.
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios y sin decir una sola palabra comenzó a comer.
Para cuando volvió a mirar de reojo a través de los ventanales, la mesa estaba ocupada por otra familia. Le pareció, eso sí, que era muy parecida a la suya.
Ricardo Czikk, 2021.
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