Hace poco descubrí que mis cuentos suceden. Era un martes a las 8 am. Estaba tranquila, limándome una uña del pie mientras me tomaba unos mates y leía el diario por internet. Una noticia me hizo sacudir los pelos todavía enredados. Despegué un poco los ojos: “esto ya lo vi en algún lado”. Un instante después asocié y casi me perforo el dedo con la lima. Un tren había chocado en la India, los únicos supervivientes habían sido dos hermanos. Salvando algunos detalles era mi cuento “Tren a Bombay”. Pensé que estaba loca pero medio en chiste, o que me había convertido en una buscadora de coincidencias. Poco sabía entonces cómo iba a seguir mi propia historia.
A las dos semanas pasó de nuevo. Leí que un hombre millonario moría asesinado en su casa y que habían arrestado a su mayordomo, principal sospechoso. Busqué en los archivos viejos de la compu “La cena está servida”, un relato que escribí inspirado en el juego “Clue”, sólo para entretenerme un rato con el recuerdo. Cuando leí que los nombres de ambos personajes eran los mismos que en la noticia, empecé a transpirar tanto como a temblar. Pasó un rato largo hasta que pude llamar a una amiga. Obvio que no le conté nada de esto. Sólo necesitaba escuchar una voz conocida y distraerme. No funcionó. También pensé en hablar con mamá y eso me hizo dar cuenta de que estaba pensando mal. Después vendría una catarata de preguntas imposible de remar. Los días siguientes revisé cosas que había escrito, las pude relacionar con noticias y armé patrones. Me felicité cuando logré asustarme todavía más. “Bien Inés, ¿y ahora?”. No sé qué me daba más miedo: si la idea de estar volviéndome loca, o de seguir cuerda y que esto estuviera pasando.
Recién dos meses más tarde me pude volver a sentar y tipear algo. Me aterraban las consecuencias. No quería romper familias, engendrar desastres ni derramar tinta en obituarios. Fui de a poco con historias chiquitas, cotidianas, pero me aburrí rápido de las pavadas. “¡Qué bodrio, nena!”. “¿A quién le importará esto, a quién eh?”. “¿No querés pensar una de centros de mesa también?”. Ya no me alcanzaba sólo con escribir, también necesitaba la adrenalina de la consecuencia. Ver cómo y cuándo iba a leerme en las noticias, descubrir a mis personajes tomar forma y color, interviniendo el mundo real.
Se me ocurrió una salida elegante sin matar a nadie, intenté con buenas causas, con gente que hiciera el bien. ¿Por qué novela negra y no aventuras románticas? Dos o tres historias lamentables más tarde, comprobé que esto tampoco funcionaría. A medida que pasaban los días y las semanas me fui entregando a una parte mía que no sabía que estaba ahí. Una parte que necesitaba hacer mal. Escribía como quien con un cuchillo alzado en la oscuridad. Causaba horrores sin saber a quién y ya no me importaba, es más, lo disfrutaba. Me gustaba que alguien sufriera y que hubiera un total anonimato de ambas partes. Creo que fue esa sensación la que hizo germinar la idea opuesta: ¿podría apuntarle a alguien real y guionar su final? Así fue dibujándose un primer plan que resultó tan torpe como misionero con codazo en el ojo. Al igual que aquel, la dedicación y la repetición fueron volviéndolos coreográficos, implacables, hermosos.
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Lisa Adams |
En realidad ya hubo varias que no fueron documentadas, pero hace poco me empezó a aparecer en la cabeza la palabra “manifesto” y me gustó. ¿Por qué lo hago? ¿Qué hay detrás de cada ejecución? (Uy, qué palabra fuerte, pero bueno, es lo que son) ¿Qué quiero lograr? Lo hago porque puedo y porque me gusta. Me costó aceptarlo y ahora es una responsabilidad, como mi súper-poder. Aprender a quererlo no sucedió así nomás. Detrás de cada caso para mí tiene que haber una causa que merezca este desenlace, un mal profundo, doloroso, irremediable, imposible de ser enmendado pero sí escuchado y respondido.
Víctima #1. William Ruger Jr. Te tuve que googlear, no tenía la más pálida idea de quién eras, pero ahora sí, sos hijo y único heredero del fundador del mayor fabricante de armas del mundo. Estoy convencida de que no existe mejor manera de empezar esta lista. Me dan asco vos, tu papá y las ventas de su empresa que suben cada vez que hay una masacre. Lo mejor de todo es que dentro de esas ventas está la Ruger LCR 9mm desde donde se va a disparar la bala perdida que se cuela entre los árboles, por la ventana, y directo al centro de tu pecho. No veo la hora de ver de nuevo a tu papá hablando por la tele.
Víctima #9. Nadie lo quiere a este tipo. Nadie lo va a extrañar. Algún familiar tal vez, pero sólo porque está confundido por el supuesto cariño automático del árbol genealógico. Si no, es imposible quererlo. Gordo corrupto ladrón. Ya está, que le caiga una viga encima en la inauguración de esos edificios que construye para gente sin vivienda, con los que él se hace rico. ¿No te parece? Nos hago un bien a todos.
Víctima #17. ¿Cómo no ir tras la iglesia católica? Todo caso pedófilo me resulta inimaginable e imperdonable pero ellos me hacen acordar a los chistes de los colmos de cuando era chica, suponiendo que sean los representantes terráqueos de un Dios que promueve amar al prójimo. ¿Se lo habrían tomado muy en serio? Como sea, cientos o miles de casos debe haber. Curas, sacerdotes, y demás lacras que acosaron y abusaron niños y salieron impunes. Al mismo tiempo no los puedo limpiar a todos, hay gente que necesita seguir creyendo y no tienen la culpa. Puedo ir haciendo de uno por mes, como si fuera mi colecta. Ahora te toca a vos, padre Alberto. Qué rara que es esa mancha que te salió.
Víctima #25. Juan. Cirujano plástico. Lo único que te importa es la guita a niveles de irresponsabilidad tan alarmantes como la cantidad de gel que usás. Seguro que no te acordás de María Paz ni de Victoria ni de tantas otras que tus abogados deben haber “persuadido”. Yo sí, yo me acuerdo de todas, y conocí a varias y a sus historias porque te vengo macerando hace un tiempito. Qué difícil que debe ser para un médico cuando el que te atiende la pifia, no? Pip pip piiip.
Víctima #33. Tengo la curiosidad de cuánta gente puedo matar al mismo tiempo. Pensar una catástrofe natural y saber que todas esas bolsas de plástico fui yo. Listo, un Tsunami. Escala 8.3 a 20 km de la costa de alguna islita en Asia. Además es lejos y seguro que no conozco a nadie. Sólo para probar, no hay nada Netflix.
Víctima #40. Alguna celebridad muy malvada o muy idiota. No me importa cuál. Arranque de furia porque el té verde requete-orgánico traído de no sé dónde no estaba a la temperatura adecuada. Un asistente que sintió que ese insulto fue el último. Unas manos fuertes apretándote el cuello. Su reflejo tan sonriente nunca visto es lo último que ves.
Víctima #48. Vos, el de acá abajo, 5to A. ¿Le pegás a tu mujer? ¿En serio? Ahora vas a ver. Un resbalón en la ducha. Simple. La nuca contra la jabonera. La cortina tapando todo para que no te puedan salvar a tiempo por las dudas. Y encima así, ella no tiene que limpiar después. Listo.
Víctima #51: Me chocaste el hombro en la calle. Me dolió. Me molestaste más vos igual. Tu falta de disculpas, tus zapatos pretenciosos, tu trabajo que te hacer sentir apurado y orgulloso por estarlo. Ya que estás a las corridas, semáforo amarillo, carrerita sosteniendo el saco para que no se abra mucho, colectivo que salió de la nada. Chau.
Víctima #56: Carnicero hijo de remil, me volviste a afanar con el vuelto. Yo sabía que esa sierra era muy peligrosa.
Víctima #57: Es mi vecina más odiosa. Se llama Marta y usa patines por toda la casa. Tiene un perro malo e hinchapelotas como ella. Un cocker todo desvencijado, con cataratas encima. Se merece lo peor, además el baño debe ser rosa viejo. Ah, y seguro que hay carpetitas de crochet por todos lados. Cómo la quiero ver sufrir. Me muero de ganas
Matías Montero, 2019.