Era alto, moreno y callado. Nunca lo vi reír ni darse prisa para nada. Sus
ojos castaños nunca miraban de frente. Llevaba un pañuelito atado al cuello y un
cigarrillo entre los labios. No tenía edad. Se llamaba Livio Roca, pero lo llamaban
Sordeli, porque se hacía el sordo. Era haragán, pero en sus ratos de ocio (pues
consideraba que no hacer nada no era haraganear) componía relojes que nunca
devolvía a sus dueños. En cuanto podía, yo me escapaba para visitar a Livio
Roca. Lo conocí durante las vacaciones, cuando íbamos a veranear a Cacharí, un
día de enero. Yo tenía nueve años. Siempre fue el más pobre de la familia, el
más infeliz, decían los parientes. Vivía en una casa que era como un vagón de
tren. Amaba a Clemencia; era tal vez su único consuelo y el comentario del
pueblo. La nariz de terciopelo, las orejas frías, el cuello curvo, el pelo corto y
suave, la obediencia, todo era un motivo para amarla. Yo lo comprendía. De
noche, cuando desensillaba tardaba en despedirse de ella, como si el calor que
se desprendía de su cuerpo sudado le diera vida y se la quitara cuando se
alejaba. Le daba de beber para alargar más la despedida, aunque ella no tuviera
sed. Tardó en hacerla entrar en el rancho, para que durmiera ahí, de noche, bajo
un techo, en invierno. Tardó porque temía lo que después sucedió: la gente dijo
que estaba loco, loco de remate. Tonga fue la primera que lo dijo. Tonga, con su
cara amargada y sus ojos de alfiler se atrevió a criticarlo a él y a Clemencia. No
se lo pudo perdonar jamás, ni ella a él. Yo también amaba a Clemencia, a mi
modo.
En el cuarto de los cajones estaba la bata de seda de la abuela Indalecia
Roca. Era una suerte de reliquia que yacía a los pies de una virgen pintada de
verde, con el pie roto. De vez en cuando, Tonga y algunos otros miembros de la
familia, o alguna visita, le ponían flores de mala muerte o ramitos de yerbis, que
olían a menta, o bebidas dulces y de colores llamativos. Hubo épocas en que un
cirio retorcido, pintado de colores, temblaba con su llama moribunda al pie de la
virgen; por eso la bata de seda recibió gotas de estearina grandes como botones,
que más que ensuciarla la adornaban. El tiempo fue borrando estos ritos: las
ceremonias se espaciaron. Tal vez por eso, Livio se atrevió a utilizar la bata para
hacerle un sombrero a Clemencia. (Yo le ayudé a hacerlo). Creo que de ahí
provino su desavenencia con el resto de la familia. Tonga lo trató de degenerado
y uno de sus cuñados, que era albañil, lo trató de borracho. Soportó los insultos
sin defenderse. Los insultos lo ofendieron después de algunos días.
No recordaba su niñez sino en la desdicha. Durante nueve meses tuvo
sarna, durante otros nueve, conjuntivitis, según me contaba mientras cosíamos
el sombrero. Tal vez todo eso contribuyó a hacerle perder la confianza en
cualquier clase de felicidad para el resto de su existencia. A los dieciocho años,
cuando conoció a Malvina, su prima, y que se ennovió con ella, tal vez presintió
el desastre en el momento de darle el anillo de compromiso. En vez de alegrarse
se entristeció. Se habían criado juntos: desde el momento en que resolvió
casarse con ella, supo que esa unión no prosperaría. Las amigas de Malvina, que
eran numerosas, dedicaron el tiempo en bordarle sábanas, manteles, camisones,
con iniciales, pero ellos nunca usaron esa ropa, tan amorosamente bordada.
Malvina murió dos días antes del casamiento. La vistieron de novia y la pusieron
en el ataúd con un ramo de azahares. El pobre Livio no podía mirarla, pero
dentro de la oscuridad de sus manos, donde escondió sus ojos aquella noche en que la velaron, le ofreció su fidelidad con un anillo de oro. Nunca habló con
ninguna otra mujer, ni siquiera con mis primas, que son feas; en las revistas no
miró a las actrices. Muchas veces trataron de buscarle una novia. Las traían por
las tardes y las sentaban en la sillita de mimbre: una era rubia y con anteojos, la
llamaban la inglesita; otra era morocha, con el pelo trenzado y coqueta; otra, la
más seria de todas, era una giganta, con cabeza de alfiler. Fue inútil. Amó por
eso a Clemencia entrañablemente, porque las mujeres no contaban para él. Pero
una noche, un tío de esos que no faltan, con una risa burlona en los labios, quiso
castigarlo por el sacrilegio que había cometido con la bata de la abuela, y de un
balazo mató a Clemencia. Mezcladas al relincho de Clemencia se oyeron las
carcajadas del asesino.
Silvina Ocampo, Los días de la noche.
Club de Lectura de Siempre de Viaje
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