lunes, 31 de julio de 2017

Livio Roca * Silvina Ocampo

Era alto, moreno y callado. Nunca lo vi reír ni darse prisa para nada. Sus ojos castaños nunca miraban de frente. Llevaba un pañuelito atado al cuello y un cigarrillo entre los labios. No tenía edad. Se llamaba Livio Roca, pero lo llamaban Sordeli, porque se hacía el sordo. Era haragán, pero en sus ratos de ocio (pues consideraba que no hacer nada no era haraganear) componía relojes que nunca devolvía a sus dueños. En cuanto podía, yo me escapaba para visitar a Livio Roca. Lo conocí durante las vacaciones, cuando íbamos a veranear a Cacharí, un día de enero. Yo tenía nueve años. Siempre fue el más pobre de la familia, el más infeliz, decían los parientes. Vivía en una casa que era como un vagón de tren. Amaba a Clemencia; era tal vez su único consuelo y el comentario del pueblo. La nariz de terciopelo, las orejas frías, el cuello curvo, el pelo corto y suave, la obediencia, todo era un motivo para amarla. Yo lo comprendía. De noche, cuando desensillaba tardaba en despedirse de ella, como si el calor que se desprendía de su cuerpo sudado le diera vida y se la quitara cuando se alejaba. Le daba de beber para alargar más la despedida, aunque ella no tuviera sed. Tardó en hacerla entrar en el rancho, para que durmiera ahí, de noche, bajo un techo, en invierno. Tardó porque temía lo que después sucedió: la gente dijo que estaba loco, loco de remate. Tonga fue la primera que lo dijo. Tonga, con su cara amargada y sus ojos de alfiler se atrevió a criticarlo a él y a Clemencia. No se lo pudo perdonar jamás, ni ella a él. Yo también amaba a Clemencia, a mi modo. En el cuarto de los cajones estaba la bata de seda de la abuela Indalecia Roca. Era una suerte de reliquia que yacía a los pies de una virgen pintada de verde, con el pie roto. De vez en cuando, Tonga y algunos otros miembros de la familia, o alguna visita, le ponían flores de mala muerte o ramitos de yerbis, que olían a menta, o bebidas dulces y de colores llamativos. Hubo épocas en que un cirio retorcido, pintado de colores, temblaba con su llama moribunda al pie de la virgen; por eso la bata de seda recibió gotas de estearina grandes como botones, que más que ensuciarla la adornaban. El tiempo fue borrando estos ritos: las ceremonias se espaciaron. Tal vez por eso, Livio se atrevió a utilizar la bata para hacerle un sombrero a Clemencia. (Yo le ayudé a hacerlo). Creo que de ahí provino su desavenencia con el resto de la familia. Tonga lo trató de degenerado y uno de sus cuñados, que era albañil, lo trató de borracho. Soportó los insultos sin defenderse. Los insultos lo ofendieron después de algunos días. No recordaba su niñez sino en la desdicha. Durante nueve meses tuvo sarna, durante otros nueve, conjuntivitis, según me contaba mientras cosíamos el sombrero. Tal vez todo eso contribuyó a hacerle perder la confianza en cualquier clase de felicidad para el resto de su existencia. A los dieciocho años, cuando conoció a Malvina, su prima, y que se ennovió con ella, tal vez presintió el desastre en el momento de darle el anillo de compromiso. En vez de alegrarse se entristeció. Se habían criado juntos: desde el momento en que resolvió casarse con ella, supo que esa unión no prosperaría. Las amigas de Malvina, que eran numerosas, dedicaron el tiempo en bordarle sábanas, manteles, camisones, con iniciales, pero ellos nunca usaron esa ropa, tan amorosamente bordada. Malvina murió dos días antes del casamiento. La vistieron de novia y la pusieron en el ataúd con un ramo de azahares. El pobre Livio no podía mirarla, pero dentro de la oscuridad de sus manos, donde escondió sus ojos aquella noche en que la velaron, le ofreció su fidelidad con un anillo de oro. Nunca habló con ninguna otra mujer, ni siquiera con mis primas, que son feas; en las revistas no miró a las actrices. Muchas veces trataron de buscarle una novia. Las traían por las tardes y las sentaban en la sillita de mimbre: una era rubia y con anteojos, la llamaban la inglesita; otra era morocha, con el pelo trenzado y coqueta; otra, la más seria de todas, era una giganta, con cabeza de alfiler. Fue inútil. Amó por eso a Clemencia entrañablemente, porque las mujeres no contaban para él. Pero una noche, un tío de esos que no faltan, con una risa burlona en los labios, quiso castigarlo por el sacrilegio que había cometido con la bata de la abuela, y de un balazo mató a Clemencia. Mezcladas al relincho de Clemencia se oyeron las carcajadas del asesino.



Silvina Ocampo, Los días de la noche.





Club de Lectura de Siempre de Viaje
info@siempredeviajepoesia.com.ar


martes, 25 de julio de 2017

En los platos posan cosa muerta con piel * Sabri Rayo Canción


En los platos posan cosa muerta con piel
fritamente crujiente
corazón quemado
abrasado
chamuscado
ensopado
en aceite refinado


no come sin sangre
chorrea en jugo un polvo
sobre caldo fluorescente no identificado
corazón hervido
exigido y solo
desconocido
recalentado


sala a pedido de la parca
muele trucos y aderezos
odex y pimienta a disgusto
corazón explosivo
tensionado
arrítmico
reciclado


huele a espera
luce áspero
sabe ácido
en la lengua densa sobra
cosa muerta con piel
¿qué hicieron?
falta un gusto
se avecina la fecha de podrido
que pique, que despierte
falta un gusto
¡revivan los sentidos!
¿qué hicieron?
falta un gusto
corazón vencido
cae y pica
en bandeja plateada y pinzas
sin haber probado nunca
el gusto
de ser lamido
por otro ser vivo.





Sabrina Rayo Canción, 2017.
Desde los talleres de Siempre de Viaje.


Martin Parr

sábado, 22 de julio de 2017

ciénaga * Lorena Suez







Hay una ciénaga junto a mi ventana
un lodazal vivo que se agita
los días de sol
barro oscuro que me invita a tomar el té
planicie de cemento
traga
disimula inocencia pero sé
conozco esa fuerza
desde mi cama
              escucho el arrullo
las aguas espesas
el viento tibio que empuja las paredes
veo los surcos del sol
el árbol que sobrevivió al hachazo
veo los desgraciados helechos
austeridad de un jardín que nadie cuida
y crece salvaje crece
alimentado por la lluvia
acueductos invisibles de mi pantano
desde mi cama
junto a las cortinas blancas
impecables
junto a mi mueble de roble adornado con collares y pañuelos
desnuda y quieta
veo que corre incesante un río de lodo
me nombra opulento
me pide que salga de la cama
              hay profundidades
en las que no es necesario dormir
ni pensar
en las que puedo ser
muñeca sin sexo
articulada
figura de plastilina
carnes finas y plástico adecuado
me grita la ciénaga
la normalidad de los vestidos
del silencio apocado
me exige asentimiento
que me entregue
me grita no es bueno tener un barco sobre la cabeza a merced del viento
no se puede cargar flores detrás de las orejas
sobre las muñecas
entre los dedos de los pies
me grita
que me abandone
salte por la ventana
me olvide de mí
me entregue al agujero negro

muñeca ahuecada
flotando
en el lodo.


Lorena Suez, 2017.
Desde los talleres de Siempre de viaje.

jueves, 20 de julio de 2017

Clavel * Club de Lectura de Silvina Ocampo


Clavel era blanco y castaño. Las puntas de sus patas eran castaño oscuro, los ojos vivos, el pelo enrulado. Lo conocí en Tandil, en una casa de campo donde fui en mi infancia a veranear con mis padres. Me esperaba moviendo la cola, en la puerta de mi cuarto, a la hora de la siesta. Después de  cinco días de conocerme, me seguía por todas partes y me quería más que a sus amos. Sus modales eran extraños e incómodos; se abrazaba a mis piernas, o a mi espalda, arqueándose como un galgo, cuando yo estaba sentada en el suelo. La amistad que yo sentía por él no me permitía juzgarlo severamente. Que fuera mal educado, que me levantara la falda con el hocico, no lo disminuía en mi estima.
Un perro no puede conducirse como un hombre, yo pensaba. Hace cosas raras, cosas de perro. Esas cosas de perro me perturbaban. Esas cosas de perro parecían más bien de hombres. Me repugnaba a veces. Yo le daba azúcar, pero lo mismo era que no se la diera.
La hija del casero tenía la misma edad que yo, la llamaban "La boba" y estaba confinada en el último cuarto del caserón, dedicada a remendar las medias de sus padres y hermanos, con un huevo verde de material plástico lleno de agujas, que me fascinaba.
—Tan chiquita y remendando —decía mi madre—.
A ella también Clavel la quería; era natural porque hacía mucho tiempo que se conocían. ¡Pobre Clavel!, su vida de perro consistía en visitarla y en visitarme, por turno. Rara vez nos encontrábamos los tres juntos. Supongo que mis padres me llevaban a hacer excursiones en las horas que ella tenía libres para jugar y en las horas que yo estaba en la casa la mandarían a hacer compras.
Me despedí con pena de Clavel; con menos pena de Bobita. Al poco tiempo supe, de un modo indirecto, que el casero había asesinado de un balazo a Clavel. Cuando pregunté por qué, obtuve diversas respuestas: Clavel estaba rabioso; el casero estaba loco; Clavel había mordido a la hija del casero. Conservo una fotografía de Clavel, pero no parece el mismo perro. Nadie lo enterró y algunas personas de la familia hablaron mal de él.


Silvina Ocampo, Los días de la noche.

Witkin




domingo, 16 de julio de 2017

Afuera * Federico Castro Walker


Me rodean paredes de piedra, rojas a la luz de un fuego de lava que sale por las grietas en el piso. De un rojo fosforescente. Miro hacia todas partes. Quiero huir como sea. El aire es denso y asfixiante. La cueva es parte de un túnel. Hacia la izquierda el fondo es más rojo y suben volutas de humo. Voy hacia el lado opuesto. Con la débil esperanza de una salida. A los costados, tallas tamaño natural de monstruos sostienen el techo bajo. El reflejo oscilante de los fuegos sobre las superficies les da aspecto viviente. Trato de no darle lugar al terror que me invade. Los autores de las estatuas pueden estar muy cerca. Cuido el paso, para no ser oído o atascarme en las heridas rojas. No entiendo por qué estoy acá. Lloro sin lágrimas. El tiempo se me hace interminable. Las grietas se van espaciando. El aire, aún caliente, es más respirable. Las hendiduras desaparecen. Las siluetas de las figuras me siguen amenazando. Sus rostros, máscaras de sonrisas torcidas y colmillos filosos. El espanto se me agolpa en el cuello, preferiría enfrentarme a cualquier criatura antes que este miedo.
Veo menos. Siento una corriente de aire fresco, sale de una cavidad y me meto en ella arrastrándome en la oscuridad. Mis ojos se adaptan, emanan un destello de luz. El aire me orienta cuando se abren bifurcaciones. La cavidad se va haciendo aún más estrecha. Casi no me puedo mover. El corazón se me acelera al infinito. Un animal me puede encontrar así indefenso. Me rebelo, agitándome hacia adelante. Ahora el agujero se vuelve apenas más amplio y describe una curva. No me quiero ilusionar, la frescura es intensa y hay algo de luz, difusa. El espacio se agranda. Ya puedo caminar inclinado. Ahora normal. Me siento libre. Por fin veo una salida abierta y de fondo el cielo.
El aire y la hendidura abierta me recuerdan quien soy. Ahora temo seguir adelante. Miro mis pies y mis manos con ojos incandescentes. Me toco el pecho agrietado, los dientes como cuchillos. Soy de ceniza, roca y lava. Ya no importa. Salgo a ver el día y respirar a pleno por primera vez, antes de que el sol me convierta en piedra.


Federico Castro Walker, 2017.
Desde los talleres de Siempre de viaje.



martes, 11 de julio de 2017

domingo, 9 de julio de 2017

Minuto color * Melina Litauer


Sobre el blanco de la tela
inicia su descenso 
el amarillo de cadmio

firme y decidido
se abre paso

nada lo detiene 
todo lo transforma.

Toca el borde azul de una laguna  
y en sus orillas crece
el verde de la hierba
la profundidad del Prusia lo invade 
hasta hacerlo tiritar de frío.
 De repente
se desvía
se aleja de ese témpano de hielo
enciende el brillo
recobra su tibieza 

sigue bajando lento
mientras se acerca al fuego
de una mancha bermellón 
que lo seduce
acaricia
envuelve
y le regala el naranja
en la amalgama de un beso.  
Resbala
se desliza 
va repasando el reguero 
que ha dejado sobre la tela:
trazos de luz en lo alto
verde musgo en la rivera 
verde azulado en el agua 
amarillento en la grama 
el inglés profundo y frío
el rojo fuego 
con el beso anaranjado

y al terminar
ya sin fuerzas 
llega por fin al abrazo
de morados y violetas 
que lo amansan 
y completan.



Melina Litauer




sábado, 8 de julio de 2017

Coral Fernandez * Silvina Ocampo en el Club de Lectura



Se llamaba Coral Fernández; llevaba siempre la oreja izquierda cubierta con el pelo y la derecha descubierta. Era tan bonita que en el primer momento pensé que era tonta. Nos conocimos en un almuerzo campestre, para celebrar la inauguración del Club del Ciclista, en Moreno. Debajo de un bosquecito de paraísos florecidos estaban dispuestas las mesas; había una tarima con la orquesta, y un tablado para bailar. Nos tocaron sillas contiguas, durante el almuerzo. No nos hablamos al principio, pero en seguida nos sentimos recíprocamente atraídos. Existe el amor a primera vista, sin duda. Debajo de la mesa algo rozó la pierna de Coral, algo que no era una pierna escandalosa, sino un gato. Coral se sobresaltó, los dos nos agachamos para ver que había debajo de la mesa, y nos reímos. En un momento dado la saqué a bailar y me gustó su mano, y me gustó abrazarla, y me gustó su risa y su perfume. Ya declinaba el sol y todavía quedamos sentados en aquel sitio, tan seducidos estábamos el uno por el otro. Me acometió un pequeño mareo, un violento dolor de cabeza. Lo atribuí a una insolación, aunque apenas me había expuesto al sol. Ella humedeció su pañuelo en la jarra de agua y me refrescó la frente. Como soy regalón y ella cariñosa, con este acto empezó una intimidad. Al despedirnos le dije sinceramente que desde ese día en adelante un dolor de cabeza me traería el más agradable de los recuerdos: el de haberla conocido. Teníamos los dos la misma táctica: no dejar ver el interés que sentíamos el uno por el otro. Durante un tiempo sólo nos vimos una vez por semana, en casa de amigos comunes. La casa tenía un jardín donde paseábamos apartados de la gente. Las reuniones se hacían los domingos por la noche, con juegos de barajas, baile, música. No necesitábamos vernos más, para saber que nos entendíamos maravillosamente bien. 
—Lástima que siempre me toque verte el día de mi dolor de cabeza —le dije una vez, para disimular la emoción, pues era de emoción que me dolía la cabeza y que me insolaba—. 
—Podríamos vernos cualquier otro día —dijo Coral, provocadora—. 
Tomamos la costumbre de encontrarnos diariamente en confiterías, en cinematógrafos, en plazas, en cualquier parte, hasta en lugares que no menciono. Enfermé y la dicha se oscureció. No era una enfermedad cualquiera la mía: tan pronto me dolía la cabeza, o me resfriaba o me cubría de urticaria, o no podía enderezarme, o me ardían los ojos. Consulté a varios médicos, que me sometieron, en vano, a análisis de sangre, a radiografías. Los médicos se enojan con las enfermedades que no conocen. Mi enfermedad no tenía nombre. El médico aseguró que estaba sano. En el acto resolví que me casaría y que partiría, casado, a Córdoba. Sin embargo, por cuestiones de trabajo, durante veinte días estuvimos separados. Yo debí hacer un viaje al Brasil y mejoré notablemente de salud. Volví cambiado, lleno de energía y de entusiasmo. Coral me lo reprochó en cierto modo. 
—Parece que te hiciera bien alejarte de mí. Volvimos a vernos todos los días, pero pronto mi salud decayó y Coral volvió a reprocharme el cambio favorable que se producía en mi ánimo cuando estaba lejos de ella. Estaba celosa; celosa de su ausencia. Nos peleamos como dos niños. Finalmente me fui, con un sobrinito, a veranear a Tandil, y dije a Coral que me internaba en un sanatorio de enfermedades nerviosas. Le escribí cartas, pero le oculté mi dirección; le di otra, para que me contestara. Mejoré sensiblemente pero en los momentos en que tomaba la pluma para escribir a mi novia, las manos se me llenaban de eccema. Me curaba, me enfermaba, sucesivamente. Empezaban a arderme los ojos, ni bien recibía las cartas de Coral. Pedí al sobrinito que me las leyera. Tomaba la precaución de sentarme en la otra punta del cuarto, porque si estaba muy cerca de él cuando me las leía, sentía escozores en diversas partes del cuerpo, especialmente adentro del pabellón de los oídos. Mi amor por Coral, sin embargo, no declinó. Le escribí cartas apasionadas, diciéndole que no la vería nunca más y que si me amaba realmente aceptaría que yo no le diera explicaciones. Ella redobló su amor por mí. En las cartas me aseguraba: 
—He pensado toda la noche en vos, sin poder dormir. Esa noche yo, quejándome de algún dolor extraño, tampoco dormía. 
—No pienses en mí —le suplicaba—. 
—Entonces ¿cómo haré para vivir?. Verte me hace tanto bien. 
—Nuestro organismo no nos permite estar juntos —le dije, sintiendo los estragos de su presencia en un acceso de tos—. 
Telefónicamente le propuse que tuviéramos un hijo por inseminación artificial, después de casarnos por poder. La conversación telefónica fue breve, pero el trámite fue tan largo como penoso. Ninguna otra mujer hubiera aceptado la situación difícil en que yo la ponía frente a la sociedad. La aceptó con resignación. Nuestro hijo tenía que vivir. Veíamos ya su rostro en los más hermosos cuadros; el color de su pelo y de sus ojos, las virtudes que heredaría. De vez en cuando, hago el sacrificio de escribir a Coral, tomando mil precauciones. De lejos he visto a nuestro hijo salir de la escuela, pero no me acerqué a hablarle, por temor de que haya heredado el poder de la madre, que obró tan mal sobre mi organismo alérgico. Sé que tiene un retrato mío en la cabecera de la cama, y el cortaplumas de nácar de mi infancia, y que, como yo, se llama Norberto; que ha heredado de la madre el perfil y del padre la facilidad para el dibujo. 


Silvina Ocampo.






viernes, 7 de julio de 2017

Mujeraje * Sabri Rayo Canción




Ajetreo
tropezón en el barro
aprendizaje encarnado
en la marcha
en la inocencia
en el cuero
en el pelo
salvaje

          Ajedrez
          potranca gris
          galopa cuadrados
          blancos y negros
          relincha hasta convencerlos
          su pradera es
          multiforme
          su pradera es
          multicolor

Ajenjo
madre de todas las hierbas
crece a sol
crece a sombra
crece
estimulante
digestiva
precaución
venenosa


                              Jugada condensa estrategia al andar en
                              foto-multicolor-síntesis inabarcable enjambre de amor.


Sabri Rayo Canción, 2017.
Texto producido en Siempre de Viaje en ocasión de la muestra Mujeraje de Elizabeth Vita.



jueves, 6 de julio de 2017

Naufragio * Juanpi Ortigosa

Ya pasaron más de veinte días desde el naufragio. Estábamos en la costa sur de África, y un remolino apareció en el medio del océano. Perdimos el control del barco y este se dio vuelta. Mi cabeza se golpeó contra el timón y cuando desperté estaba varado en un bote salvavidas, solo. En el momento en que mis provisiones se habían agotado fui bendecido por Dios y la marea me trajo a esta isla. O eso pensaba yo.
Estaba muriendo de hambre y sed. No sabía cuánto tiempo más iba a aguantar mi cuerpo. Me iba a dar por vencido. A lo lejos vi algo que parecía una isla, con una colina en el centro. Al principio pensé que era otra alucinación, pero a medida que pasaba el tiempo y me acercaba se veía más y más realista.
Gastando mis últimas fuerzas, tomé el único remo y no dudé en usarlo. Para cuando llegué a tierra apenas podía respirar, apenas podía mantener mis ojos abiertos. Me levanté y fui hacia la arena, di dos pasos y caí al piso. Mi físico había llegado a su límite. Pensé que iba a desmayarme, levanté la vista y un hombre venía corriendo hacia mí.
Me agarró del brazo y me sentó a su lado. Me dio agua bien fría y empezó a gritar un idioma que no había escuchado en ninguno de mis viajes anteriores por este continente. Más personas se acercaron a verme, como si fuera un animal de zoológico que se había escapado de una jaula. Todos se veían iguales, negros, altos, con labios gruesos y ojos marrones muy oscuros. Su vestimenta consistía en un taparrabos para los hombres y una pollera para las mujeres, nada cubriéndoles la parte superior.
Una mujer se acercó y me ofreció comida, eran unas frutas extrañas que no había visto nunca antes. Tenía tanta hambre que no lo dudé y empecé a comerlas. Eran deliciosas. 
Estuve tanto tiempo comiendo que no me había parado a mirar el paisaje. Era una playa larguísima, llena de arena suave y tibia. Atrás había unas colinas, con casas colgando de las paredes, parecía que flotaran. En la cima había una selva completamente verde y, al final de los riscos, una cascada. Cerré los ojos y escuché el ruido de la corriente del río, enfurecida.
Traicionado por mi curiosidad, seguí investigando y al fondo vi una gran hoguera. Tan alta como una casa, con leña carbonizada en el piso y, sobre ella, un esqueleto quemado. El miedo comenzó a correr por mis venas, sabía que debía irme de allí.
Me paré y corrí, luego de unos metros caí al piso, exhausto, no había recuperado mis fuerzas. De golpe, la gente puso cara de susto y se ocultaron, dejándome solo de nuevo. Un gigante, de al menos dos metros y ciento cincuenta kilos apareció totalmente desnudo, con cada centímetro visible de su piel pintado. 
Era su líder. Gritó en su raro lenguaje y sentí un fuerte golpe en la cabeza. Recuperé la conciencia hace unos minutos y me encuentro encerrado en una de las casas colgantes, parece una prisión. Sigo sin entender su idioma, pero parece que están preparando una fogata inmensa, mi ejecución. 



Juanpi Ortigosa, 2017.
Desde los talleres de Siempre de Viaje.


The Slaveship, William Turner


miércoles, 5 de julio de 2017

Su aroma alma * Gabriela Aristegui

Su aroma alma tenía un color rubí mágico. Cruzaba por la hiedra trepadora enroscándose entre violetas y azafranes, solo para mostrarme su belleza.
De repente reía con una mueca amarilla parecida a un papel crepe. Él danzaba entre ruiseñores que visitaban mi almíbar espeso y yo llorando diamelas celestes. 
Todo era abrillantado en aquellos días de azucenas y reinas de la noche.  Su tronco espinado, sus hojas verdes,  caían sobre la tierra sembrada. Las hormigas surcaban un caminito esperanza, mientras que mi corazón  alcaucil latía aterciopelado y gris.
Pregunte si tanta danza era necesaria para el vuelo, su canto se escuchaba como un pájaro carpintero y taladraba la memoria.
Hizo un agujero en mí
Luego crecieron dientes de león. 



Gabriela Aristegui, 2017.
Desde los Talleres de Siempre de Viaje.



martes, 4 de julio de 2017

hundirme * Nicolás Alonso



hundirme
no intentar nada
que pueda mantener
mi cabeza al aire
mi boca libre
ensayar el hundimiento absoluto
absorbente
será más bien una caída
en cámara lenta
inmersión profunda
sin control
hundimiento natural
por el propio peso
leve
no en tsunami o terremoto
sin gritos ni miedo
será
la forma lenta de horadar
tan suave y paulatina
tan tenue
será el hundimiento como un río que crece
hasta embarrar las huellas 
hasta cubrirla
con la fina lámina
de agua que hunde
será algo así como un abandono
hundimiento consentido
algo así como saber que es tiempo
de dejarse llevar
soltar despacio
sentir como el agua
encuentra su camino



Nicolás Alonso, 2017.






domingo, 2 de julio de 2017

Silvina Ocampo en el Club de Lectura




La alfombra voladora
Enamorados caminaban sobre una alfombra de pétalos,
tan suave que una nube del mismo color
comparándola con esa alfombra
hubiera parecido muy dura.
El cielo no estaba arriba,
estaba abajo, iluminándoles los pies.
El diálogo apenas se oía
porque se miraban los pies entre los pétalos.
—¿Te gusta este color violeta?.
La punta de un pie señalaba unos pétalos.
—Quisiera que el mundo fuera todo de este color.
La punta de otro pie señaló otros pétalos.
—Hay colores horribles,
es claro que dependen del que tienen al lado,
pero éste se basta a sí mismo.
Es el color de la perspectiva.
El color lejano de las montañas al atardecer
transforma la tierra en agua,
pero más que nada el color del iris de tus ojos...
Te confieso que prefiero el anaranjado.
—Odio el anaranjado.
No pises las flores del jacarandá que es un santo.
—¿Odiar un color? ¿Por qué?.
De pronto el suelo se llenó de charcos
donde flotaban pétalos lilas en la luz del alba.
—¿Estaremos soñando? —dijeron al mismo tiempo.
No volvieron a verse. 



La alfombra voladora, Silvina Ocampo.