Pan y Queso
Estoy cansado. Un poco harto. Lo digo: el fútbol me tiene podrido. Lo repito: muy. Sumo: me tiene recontra súper podrido. Empeora cuando son los mundiales, con esa avalancha de publicidades que me dan náuseas: con la pasión, el gol, ser argentino, el sabor del encuentro, el potrero, campeones, sponsor oficial... Mucho para tan poco. Pienso en cómo millones frenan su vida frente a la tevé, para que once tipos se lleven la guita a Europa, mientras les hacen creer que son recontra nacionalistas. Me pone de mal humor y espero que al menos vos me puedas escuchar sin prejuicios. ¿Qué soy raro? Puede ser, pero no creo que arrancando así, puedas escuchar. ¿Para qué están los amigos? Está bien, ya sé. Sólo un ratito, hasta que empiece el partido. Me banqué venir al bar para que encuentres buena ubicación en la platea del barrio, pero apenas arranque me voy, ¿está bien?
¿Por dónde empezar? Ya sé. Un recuerdo. Pan y queso. Sí, la ordalía, el acto decisivo, el momento más temible. Un lance entre caballeros a punto de jugarse el honor, la dama y el reino por una pisadita de más o de menos, en la que se iría la probabilidad de quedarse con los mejores jugadores. En ese instante me habría gustado hacerme vapor y zafar. Pero ya estaba ahí. Cuando estoy por acercarme a una mina que me gusta, siento el mismo pánico. ¿Escénico? Miedo atroz a fracasar y saberme perdedor antes de comenzar, terror a equivocarme y quedar afuera. Me acuerdo como iba languideciendo mi alma, mientras se achicaba la fila en la que estaba y crecía la otra fila, la de los ganadores que se preparaban para jugar. Sonreían, se estiraban, se tiraban la pelota, no aguantaban más la ansiedad. En invierno largaban vapor por la boca, como dragones que se alistaban para la batalla. Recién empezaba mi calvario: al dolor de ser no-elegido, sino haber quedado cuando ya no restaba nadie por elegir, se agregaría después la soledad de no recibir la pelota en la cancha Nunca, ¿entendés? Me ignoraban. Horrible. No los acuso. Yo era malo, maleta como decían. Pero no les perdono haber transformado al fútbol en el único atributo para ser mis amigos. Me la tuve que bancar hasta que pude, más tarde, mucho más tarde en la adolescencia, cuando encontraría amigos que tuvieran piedad por los troncos como yo.
¿Sabés qué?, me acordé de algo más. Se me viene la cara de mi viejo, sí, pobre viejo. Pienso, puf, lo que la debe haber parido. Una imagen en blanco y negro. Él está tirándome la pelota en un parque. Me parece que es el lago del Rosedal, o Plaza Francia. Sí, es Plaza Francia, adonde íbamos a poner una lanchita en la pileta grande que hay, o había, no lo sé. Eso estaba bueno. Aunque me diera un poco de miedo que se mancara en el medio y no volviera, verla desplazarse a mi lanchita me daba un placer enorme. Soltaba amarras y me iba con ella. Navegábamos en las aguas quietas, dejábamos atrás a otras embarcaciones y por fin era libre. No importaba mi torpeza para los deportes. El agua me igualaba, me daba la posibilidad de moverme, de imaginarme campeón. Sé que no tiene lógica, que no competía contra nadie, pero igual me superaba, crecía en esa extensión marítima que me hacía sentir el Corsario Negro, un bucanero hábil a quien más tarde o temprano Yolanda de la Veracruz descubriría como el hombre valiente que era y se enamoraría de mí. ¿Qué te estaba diciendo? Ah, sí, de mi viejo. Que me pasaba la pelota. Pero sólo alcanzaba a verla cuando estaba cerca de mis pies. Entonces tiraba una patadita corta, inútil, mientras veía cómo rodaba, pasaba petulante ella, me ignoraba, seguía viaje y tenía que correr para alcanzarla más allá, cuando rodaba lejos y terminaba quieta, como si me estuviera reprochando que la hubiera dejado sola. El recuerdo es tan borroso como mi vista entonces. No puedo recordar con claridad la cara de mi padre, pero no quiero ni pensar en cómo debía sentirse. Su hijo varón y primogénito era un desastre para el fútbol. Él se había criado en Pompeya, donde el grupo se armaba jugando a la pelota. Imagino cómo se sentiría de verme tan desvalido para un mundo de jugadores, de valientes emprendedores de los potreros. La miopía me había desvalido no sólo para mirar, sino para andar como otros.
El fútbol es marca de argentino, de porteño y creo que nací en el lugar equivocado.
Ya empieza el partido. Me voy.
Ojalá gane el mejor. No siempre pasa. Te lo aseguro.
Ricardo Czikk, autor de Estuche Negro, Viajera 2010.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.