El
lenguaje mudo que creábamos, nos hacía cercanos y distantes al
mismo tiempo.
Lo miraba
con ingenuidad, con desvelos y fragmentos. La carne vivía antojada.
Morir en su sexo me cocinaba, siempre a fuego lento, muy lento.
Entre él y
yo existía ese lenguaje sucio, manchábamos con impureza todo pudor.
Incrédulamente
nos tornábamos imposibles el uno para el otro, fagocitarse así era
un tormento.
Este
lenguaje propio de dos cuerpos, era para ambos silencios nuevos.
Soportábamos la distancia, las ansias, los desvelos, esta era la
creación de un consuelo, (quizás no tan verdadero). Fuimos bálsamo,
quitapenas, aplacamiento.
No se
trataba ni de él ni de mí, sino del efecto entre ambos, algo
difuso, que yo misma no podía captar, esa era mi búsqueda, absorber
lo que probablemente no se podría tomar. No había consistencia
entre nosotros, eran destellos, fulgor, deseo.
El cuerpo
del otro siempre nos es ajeno y yo lo tomaba por momentos, retazos
de un cuerpo, y en esa extrañeza se encontraba mi anhelo. El sabía
ausentarse para provocar todo esto, este era su arte y, ¿el mió?,
el mío lo escribía, lo vivía.
Solo sé que me brindaba poesía, letras y latidos. Pulsiones obscenas. Caía
en una interioridad abrumadora, en esos instantes de alevosía plena.
Lo nuestro
simplemente sucedía.
Nunca pude
arrancarle palabras, el enmudecía. Lo mió no era afonía,
sencillamente mi yo se entorpecía, es por esto mismo que solo
sentía, simplemente sentía, su aliento, sus manos, su boca, su
enloquecido soplo de vida.
Gabriela Aristegui, 2014.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.
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Issei Suda |