viernes, 31 de enero de 2014

Club de Lectura Homenaje - Juan Gelman

Llega Gelman al Club de Lectura de Siempre de Viaje

14 de Febrero
Horario: 20 a 22

Coordina: Virginia Janza


Sentado al borde de una silla desfondada, 
mareado, enfermo, casi vivo, 
escribo versos previamente llorados 
por la ciudad donde nací.
Hay que atraparlos, también aquí 
nacieron hijos dulces míos 
que entre tanto castigo te endulzan bellamente. 
Hay que aprender a resistir.

Ni a irse ni a quedarse, 
a resistir, 
aunque es seguro 

que habrá más penas y olvido.




Club de Lectura
Coordinación: Cecilia Maugeri, Virginia Janza y Karina Macció.
Dirección General: Karina Macció
Lugar: Guarida Literaria de Siempre de Viaje
www.siempredeviaje.com.ar
www.siempredeviajepoesia.blogspot.com.ar
fbk: siempredeviajeliteratura
@siempre_deviaje

Tel.: 4867-5964 // 11 50 56 36 95

miércoles, 29 de enero de 2014

Virginia Janza se inspira en Mueck

Me pedís que te acompañe, que vaya con vos, que te siga, que te escuche, que te ponga gotitas en los ojos, Andrew, mi amor, me pedís las pantuflas, la camiseta, dónde está mi traje de baño, gritás, y yo te hago el bolso, cada día más lento porque estoy un poco cansada, Andrew, te di mis mejores años, casi toda mi vida, juntos vivimos tantas cosas, cuando Josephine quedó embarazada y me obligaste a llevarla al sanatorio para no sentir la afrenta familiar, después Jos estuvo tan triste, me esas pastillas, ¿te acordás?, pero vos le metiste los dedos en la boca y la obligaste a largar todo, menos mal, Andrew, que siempre fuiste un hombre de reacciones rápidas, y aquella vez cuando Ralph nos dijo que se iba a vivir a Oslo, porque se había enamorado de una noruega, y vos nunca le creíste, Andrew, me decías que mejor que se vaya, que seguro Ralph se iba detrás de un noruego, todos tenemos nuestros deslices, vos a veces sos un poco severo, Andrew, me pedís que no levante la voz, que en la casa haya silencio, ni música nos dejabas escuchar, como para que los chicos no se quisieran ir rápido, tan pronto se fueron, ahora ya ni hace falta que grites porque alguien se rió fuerte y te despertó de la siesta, yo últimamente me canso y camino lo menos posible, me cuesta seguir el hilo en los libros, así que cada vez leo menos, me siento horas en el porche a escuchar el sonido del viento, el murmullo de las hojas al sacudirse, tan vivas, y recuerdo a Josephine, siempre me pregunto por qué lo intentó de nuevo, esa vez que vos no estabas en casa, y la encontré yo sola, tirada a los pies de la cama, quise imitarte, sacudirla, hacer que ella vomitara, pero yo nunca tuve tu rapidez en las reacciones, ni tu fuerza, Andrew, ni tu fuerza.


Virginia Janza
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje



martes, 28 de enero de 2014

Visitamos la muestra de Ron Mueck - Propuestas para escribir

Aprovechando la inspiración de la obra de Ron Mueck, diseñamos estas consignas para resolver en quince minutos, observando una o varias esculturas.

1.- Las obras de Mueck son muy sugerentes en cuanto a lo narrativo. El artista nos muestra figuras anónimas en su vida cotidiana y parece captar momentos específicos. Animate a reponer un poco de esas vidas, de esos personajes, contando algún episodio anterior o posterior a lo que Ron Mueck retrata. ¡Hay muchos detalles de los que asirte! 

2.- Los personajes de Mueck tienen expresiones que denotan, por lo menos, una sensación. Elegí una obra y escribí a partir de la sensación que a vos te sugiera.

3.- La muestra de Ron Mueck se apoya mucho de lo que los asistentes puedan vivenciar en el momento de verla. Contá qué sentiste vos, cuáles fueron tus impresiones y sensaciones personales de esta experiencia.

Y vos, ¿qué estás esperando para ponerte a escribir?





Coordinación: Cecilia Maugeri, Virginia Janza y Karina Macció.
Dirección General: Karina Macció
fbk: siempredeviajeliteratura
@siempre_deviaje
Tel.: 4867-5964 // 11 50 56 36 95

Eutanasia - Facundo Bertera

Eutanasia

Margarita Ordóñez tomó entre sus manos el manojo de papeles amablemente entregado por el médico, amagó con leer pero se arrepintió de inmediato y, utilizando un gesto políticamente correcto, lo invitó a retirarse, para así poder examinar con tranquilidad algo que ya había leído muchas veces en los últimos meses, con la diferencia de que en todas esas oportunidades anteriores no había tenido que firmar nada. Luego de sentarse en el despacho del galeno, donde otros como este esperaban la bendita firma, hojeó una y otra vez el ya manoseado montón de hojas, su rostro mostraba un gesto de impavidez pero a la vez una mueca de espanto quería asomar, aunque esta última tenía el paso prohibido. Abrió la cartera y extrajo una lapicera negra común y corriente.
Lisandro miró el reloj de la oficina, las tres de la tarde y el sol, la calle, analgesia y casa, o paseo y después casa. Casa con esposa y perro, con jardín, con dalias y crisantemos en flor y perfumes. Miró a los costados y Ortega a la izquierda y Sepúlveda a la derecha lo observaban también, era el juego tácito de ver quién se levantaba primero para rajarse… sin jefe a la vista, el viernes estaba en pañales y semejante oportunidad lo ameritaba, aunque después eso también significara ser el centro de charlas del lunes; que este siempre se va temprano, que entonces porqué yo no si él sí, etcétera.
A la mierda, pensó Lisandro y se paró. Los otros dos, con cara de nada simularon mirar sus monitores, que para ese entonces habían visto pasar por sus cables más de dos partidas de solitario cada uno. Saludó respetuosamente y una ola de alegría le bañó el pecho al levantarse y no sentir ese horrible pinchazo de dolor en el costado que le venía aquejando desde hacía tiempo. Ansioso por aflojarse la maldita corbata caminó a paso rápido hasta el ascensor, miro su reloj pulsera, bastante estropeado ya, y las tres y cinco lo invitaban a gozar, encima sin dolor. Sacó del bolsillo del pantalón el teléfono celular para avisarle a su mujer que iba en camino, pero al ver la pantalla decidió que sería preferible no avisar nada y darle una sorpresa. A Margarita le encantaba cuando llegaba temprano a casa.
Florian Rock
Alcanzó la puerta de calle y la modorra habitual de las tres de la tarde no apareció, el cansancio y el insoportable dolor parecían querer dejarlo en paz al menos ese fin de semana, y eso era una gratísima noticia, porque últimamente venía perdiendo la batalla contra dichos enemigos. El sol tibio en el rostro le advirtió que vivía uno de esos escasos y efímeros momentos en donde pareciera que todo en la vida marcha bien, que los enemigos merecen ser perdonados y que los amigos lo quieren demasiado considerando lo poco que se hace por ellos; el asunto es que enseguida la descarga de endorfinas disminuye y uno recuerda lo fantásticamente que se sentía segundos antes y lamenta el no poder seguir haciéndolo. Sin embargo, y llamativamente, Lisandro notó que aquella deliciosa sensación perduraba en el pecho y el vientre y parecía no querer abandonarlo. Inspiró sonoramente y dio el primer paso en pos de la calle, cerró apenas los ojos y una nube de placer lo invadió, creyó que muy pocas veces en su vida se había sentido así. Quería ayudar a cruzar la calle a las viejitas, ceder el paso a las señoras y regalar caramelos a los niños que se cruzasen por su camino.
Vivía a más de cincuenta cuadras de su trabajo, pero la distancia no lo espantó y decidió caminar, para disfrutar ese aire, ese sol y esa ciudad. Necesitaba el crucero urbano para destilar venenos y limpiarse de toxinas, aprovechando que el sórdido dolor del costado no había aparecido. Miraría el movimiento continuo y enfermizo de la gente y se notaría un poco más elevado que el común de ellos, que van tan alocados a todas partes, sin detenerse en apreciar la vida que les pasa por al lado.
Unos minutos antes de que las curiosas sensaciones de Lisandro aparecieran, Margarita había firmado el manojo de papeles con un movimiento seco y furioso, dejando asomar una lágrima y esforzándose para contenerla.
Los médicos salieron fingiendo calma a preparar los dispositivos necesarios.
Estaba hecho.
Lisandro continuó su caminata feliz, narcótica y embriagadora. Miraba los autos, las calles, los edificios y las criaturas que junto a sus madres tomaban el sol y que se bronceaban al mismo tiempo que sintetizaban vitamina D. Pensó que al fin le iba encontrando el sentido a la vida, que tendría que convencer a su esposa que eso, lo común, lo de todos los días, tiene el poder de hacer feliz a quienes saben apreciarlo; ¡Ay… tantas cosas tenía para contarle! Todos esos pensamientos amorosos y pacíficos fluían en su cabeza sin cesar.
Al llegar a la mitad del recorrido, viendo ya que empezaba a encontrar la respuesta a muchos interrogantes que lo habían acompañado siempre, como al resto de los hombres, supuso, decidió detenerse para hablar con Eugenio. Los embrollos y entrecruzamientos de la existencia parecían comenzar a desanudarse en Lisandro y aún le costaba creer lo que le sucedía, ¿cómo era posible alcanzar semejante estado? Además, la manera en que había llegado a esa especie de resonancia con el entorno también se le tornaba extraña e inverosímil, me escabullí como rata del laburo porque para quedarse y ver las caripelas de Sepúlveda y de Ortega (cara de Ortega, justamente) y de repente tengo una revelación divina o qué se yo qué cosa y acá estoy, como si fuera un monje o un discípulo de Buda o algo por el estilo… esto tengo que contárselo a papá. Por suerte no llamé a Margarita. Y sí, en verdad era una suerte, porque las charlas con Eugenio solían ser duraderas, además, ir hasta allá también le insumiría un tiempo considerable, tiempo que su esposa le reclamaría si le hubiese avisado que llegaría temprano a casa.
Ideó en su cabeza el camino hasta la parada del colectivo, que a ese horario no vendría repleto de gente; luego se vio sentado en la fila de asientos individuales y más tarde, quince minutos más tarde, aproximadamente, su cerebro lo materializó en la casa de Eugenio, hogar en el que este último pasaba las tardes lánguidas de verano y las otras, las crudas invernales, desde hacía cuatro años.
Entrecerró los ojos para no perder el hilo de la película que se estaba haciendo, y lográndolo a medias, continuó mirándose los pies, zapatos negros gastados, qué ganas de estar descalzo, y de los pies pasó al frente del lugar de Eugenio, lugar del cual ya no había movido después del -odiaba decirlo- ni siquiera quería pensar la palabra, digamosle entonces… sexto signo zodiacal. Unas flores viejas lo recibieron y nada más, pero atrás de todo lo mundano y ordinario, después de las flores y el florero de metal y después del mármol y los ladrillos y el cemento y la madera y las telas y los huesos y la nada, estaba Eugenio.
Eugenio había sido un tipo lacónico y taciturno, decidido siempre a pensar y repensar, a veces hasta el hartazgo, antes de emitir un juicio de cualquier índole. Fue un hombre fuertemente adherido a la regla que dice que uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Bueno, podemos decir que él amaba ser libre.
Lisandro lo recordaba solitario, viendo pasar las mañanas y las tardes desde la cocinita, mateando y pensando vaya a saber uno qué cosas. Nunca entendió porqué dejó progresar su enfermedad sin batallar, estoicamente soportando los tremendos dolores y comunicando el asunto a sus afectos cuando el final era próximo e inexorable.
Pero también lo recordaba sencillo, humilde y por sobre todo recto y compañero, siempre sabiendo escuchar y hablando solo cuando él se lo solicitaba. Entonces qué mejor que ir y contarle lo que le estaba sucediendo, las visiones y seguridades que había adquirido.
Abrió los ojos y la ciudad lo invadió nuevamente, el cementerio estaba lejos, pero la parada del colectivo y la espera no lo atraían y aún le quedaban ganas de andar. Había que festejar la ausencia de dolor, y sí, pasear al sol, respirar aire, oxigenar las piernas.
Ir caminando.
Anduvo ese paisaje que tanto conocía de manera parsimoniosa, disfrutando cada metro de vereda y de ciudad, y viendo cómo los edificios daban lugar a las casas y las casas iban desapareciendo suavemente, aún el reloj le decía que tenía tiempo, antes de que Margarita lo llamase desesperada y Lisandro la hora que es y no sé nada de vos, para qué tenés teléfono si no lo usas y después, más tranquila, me asustaste tonto, y del otro lado un se me pasó la hora mi amor, no me di cuenta, estoy en camino, chau.
El olor de las flores lo fue sumergiendo más en el sueño que estaba viviendo, el sol en la cara y las flores, las flores y el sol y el pasto y el lugarcito que ocupaba su padre, cuántas lágrimas habían regado la tierra que estaba debajo de Eugenio, tantos llantos con tenue comienzo, como un murmullo, y con tormentoso desenlace, pero esos tiempos que habían sido ya no eran, sino que dieron lugar a la herida que existía pero no sangraba y a la fiel y omnipresente melancolía.
Se sentó frente al nicho, la foto del viejo, sonriente y en colores se le enclavó entre los ojos. Cruzó las piernas para ponerse cómodo y así entablar el idioma mudo, el diálogo silencioso que los tenía cautivos cada vez que Lisandro pasaba a visitarlo. No recordaba el día en que le habían tomado esa foto; estaba mucho más joven y radiante, sin duda sería una antigua puesto que hacía mucho que no tenía una imagen así del viejo en la cabeza, tal vez unos veinte o treinta años. Decidió dejar la sonrisa de su padre, cosa rara también porque tampoco le gustaba posar para las fotos y mucho menos sonreír, en eso diferían porque a él le encantaba hacer muecas y sonrisas forzadas cuando lo retrataban, sostenía que de lo contrario la fotografía terminaría siendo aburrida y olvidada. Sí, es extraño, esa foto nunca la vi, o nunca le presté atención, en fin, viejito acá me tenés de nuevo, y con buenas nuevas, no, no, nietos todavía no.
El cantar de los pájaros lo fue adormeciendo mientras hablaba desde adentro, la quietud y paz del lugar lo envolvían suavemente e invitaban a despojarse de las tribulaciones y dificultades. Eugenio lo escuchaba y le contagiaba tranquilidad, como siempre.
Salió del despacho todavía lagrimeando, la decisión estaba tomada desde hacía mucho tiempo pero qué carajo, era difícil, una no puede estar preparada para algo así. Después de la muerte de Eugenio el miedo a que Lisandro… la genética, era tan fácil suponer y amargarse la vida, si al fin y al cabo iba a aparecer igual, sí, los estudios se los había hecho todos y cada uno pero fue lo mismo, tan rápido, tan repentino, tan joven él y yo también. ¿Cómo sería? Ellos le habían asegurado que sin dolor y mejor no pensar porque me desmayo acá nomás, mejor me voy a casa, necesito llorar a gritos, necesito sufrir en soledad y sacarme esta culpa de estar matándote yo, Lisandro.
En las puertas del otro lugar Lisandro conversaba con Eugenio y sentía que la conexión con su padre era más fuerte que nunca, casi podía sentirlo, rozarlo y hablarle mirándolo a los ojos, viejo… No sabes cuánto te extraño.
Los pájaros seguían trinando y le parecía tan fácil nadar entre esos acordes, tan cómodo hundirse en el aire y descansar, el malestar del costado ya era un mal recuerdo, en ese lugar no existía el dolor. Le pareció escuchar, entremezclada con el cantar de las aves, una voz de niño, que reía tímida y tiernamente, supuso que era nada menos que la suya propia. De repente todo evocaba a su niñez, el momento en donde supo de felicidades y alegrías. Y ya nada le parecía extraño o fuera de lugar, le resultaba lógico escucharse y recordar a su padre, saber que los huesos permanecían ahí pero eso no importaba porque Eugenio estaba en otro lugar desconocido para él. Lógico también sentirlo y hasta verlo, de viejo, en su lecho de muerte y también antes, verlo y ahí sí notar que esa foto no era de Eugenio, que nunca se la habían tomado, porque de los dos, justamente, no era su padre el que posaba y reía para las fotos.


Facundo Bertera

Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.

jueves, 23 de enero de 2014

Tetas al sol - Daniela Imperatore


Tetas al Sol 


t               e            t             a             s               a            l            s            o            l 


Teta

        Sal 

                Sol


Sal: vida.
Sol: vida. 

                                                          Tetá.






Daniela Imperatore
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.




Reclining Nude, Amedeo Modigliani

lunes, 20 de enero de 2014

Paseos en la bicicleta de Luis - Facundo Bertera

Paseos en la bicicleta de Luis



No es que no entendiera la última verdad, ni que intentara pasarla por alto, como aquella vez que juntos en bicicleta eludieron la escuela para terminar en un tugurio arrabalero, jugando al truco… No, nada de eso. 
Por el contrario, la verdad era la verdad y contra ese tipo de verdades nada podía hacerse, o por lo menos nada convencional. Hablando de vida o muerte no existen matices. 
María y Pablo se habían vestido sin pausa y sin prisa para la ocasión y mientras la primera seguía comunicándose con los allegados, el segundo desandaba los truculentos y estrechos caminos del atosigante mundo de los trámites funerarios. Si bien era lógico, aunque tal calificación de poco valiera en estos casos, que María sintiese la noticia en menor medida que Pablo por meras razones de parentesco, en los esposos el sentimiento parecía ser el mismo. Ella con el teléfono en la mano derecha y unos papeles en la izquierda. Él con más papeles, garabateando firmas y sacándose y poniéndose una y otra vez, inconscientemente, el mocasín negro derecho. 
Henri Cartier Bresson
En la cocina el revuelo de las llamadas y los papeles. En el comedor soledad y nostalgia, que a veces caminan juntas, empezaban a construir su morada, si no eterna… casi. En las habitaciones de arriba las corridas por el único baño —aunque le pesara a Pablo nunca se había terminado de acomodar para construir el otro—, contribuían al desorden general que la situación largamente justificaba. Después el pasillo, las pausas tristes y demoledoras frente al enorme ventanal que daba al patio, en cuyo centro reinaba el sauce eléctrico. Ese monarca inmóvil que en verano era majestuoso pero en otoño desolador. El sauce había sido un regalo de Luis, al tiempito de que ellos compraran la casa. Aquél día el viejo se apareció maniobrando con la mano izquierda la bicicleta negra y desvencijada, amiga inseparable, porque la derecha la usaba para llevar el pequeño tronquito. Resultaba graciosa la imagen del escuálido árbol con uno o dos brotes verdecidos y con las raíces que terminaban envueltas en una bolsa de nylon. 
Luciana se había puesto un vestidito recto de color negro, que en verdad no le iba del todo bien, aunque tal cosa poco importaba en un acontecimiento de esa índole. Era la mayor de los tres y, como tal, había sido la primera en bañarse y cambiarse, para dar el ejemplo a sus dos hermanitos menores que todavía no estaban listos, siempre lo mismo con los mocosos, refunfuñaba. 
Ya de pie frente al espejo, un tanto engreída aunque amodorrada por la situación, miraba con sorna cómo Julita, la siguiente en edad, seguía corriendo de acá para allá, entre el baño mojado y sucio, su habitación y el gélido comedor.
El cuadro era caótico, aunque inconcluso. Todos en un ir y venir, en un accionar cuyo destino era el mismo: el último descanso, la infame sala, la gente allegada, el negro, el olor, las flores, el café, los murmullos, las tenues sonrisas…
Y no es que Pepe no quisiera entender que Luis ya no estaría a su lado, él sabía cómo venía la cosa, tenía cinco años y medio y el asunto ya le había sido explicado varias veces. Con la abuela Tota, hacía menos de un año, por ejemplo. 
Pero con Luis… era distinto.
No se van a dormir ni se van de viaje, ya lo sabía. No vuelven jamás, ni para Navidad ni para algún cumpleaños, ni siquiera para el día de los muertos, eso también lo sabía. A todos nos va a pasar, tarde o temprano. Es inevitable, inevitable. Este término para un nene de su edad era algo complejo de entender, pero al menos se hacía la idea. El problema era que con Luis todos los argumentos que concienzudamente habían erigido sus padres y maestros se caían a pedazos. Se derrumbaba en un segundo el complejo andamiaje de conceptos, apenas formados, en la mente de Pepe.
Él habría querido pasar por alto esta parte, como cuando la mano venía mala y  entonces el viejo, compadeciéndose, volvía a dar las cartas. O como cuando eludían la calle 37, donde María los esperaba porque era la hora de la leche, pero él deseaba seguir sentado en ese manubrio, escuchando los silbidos y las historias que Luis le contaba mientras lo llevaba de paseo, presos de un mismo viento, por las callecitas del pueblo. 
Sí, con él era distinto. 
Llegó la hora y todos estuvieron listos para ir a despedir al abuelo. En la puerta de calle se alinearon y a punto de partir sobrevino la pregunta, ¿dónde está Pepe?
Subieron las escaleras, Pablo y Luciana atrás, sin ganas de nada el papá y con ganas de retarlo la hermana mayor. Entraron en la habitación del pequeño de los tres hermanos que, para sorpresa de ambos, esperaba sentado sobre la cama, vestido con zapatillas y un pantalón corto bastante raído en el trasero.
—Pero hijo, ¿qué hiciste que todavía no te cambiaste? Tenemos que despedir al abuelito.
—Nene, ¿no te das cuenta que ya son las cuatro de la tarde?
Pepe hizo caso omiso al reto de su hermana y con una sonrisa suave de nene de la calle que recibe un caramelo, pero que en realidad espera un trozo de pan, miró a su papá y respondió:
—Ya estoy cambiado papi, ahora llega el abuelo en la bici y nos vamos a dar una vueltita por la plaza. Seguro que debe estar viniendo para acá, ustedes vayan yendo nomás.
Pablo se dio vuelta y en un mar de lágrimas salió del cuarto, en busca del auxilio de su esposa. Luciana, boquiabierta, permaneció en la puerta unos segundos más; Pepe bajó la vista y pensó en cómo le gustaría jugar una mano de truco con el abuelo Luis.  

Facundo Bertera
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.

jueves, 16 de enero de 2014

Declaración de amor - Daniela Imperatore

Declaración de amor


Voy a intentarlo. Voy a intentar regalarte todas las palabras más lindas, suaves, esponjosas, algodonadas, tibias, sofisticadas, académicas. Voy a regalarte todas las palabras. Y las no-palabras también. Todo es tuyo. A partir de ahora y para siempre.
Tú, dueño y señor. Yo, dueña y señora. De todo y de todas las palabras vivas y muertas. De las que usamos siempre y de las que descansan en los diccionarios. De las no inventadas, de las difíciles de pronunciar (como retrogrado), de las que nos gustan decir aunque no necesitemos pronunciarlas, como Tenochtitlán.
Todas las palabras son para vos. Todas, toditas. Te las doy porque no encuentro las palabras adecuadas, las perfectas, las mejores. Así que van todas.
Por eso cada vez que leas algo lindo, o no tanto, sabelo: soy yo intentando declararte mi amor.


Daniela Imperatore

Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje




Catrin Welz-Stein

domingo, 12 de enero de 2014

Edgardo Scott y Karina Macció PIP






Edgardo Scott lee sus poemas para Patrick Swayze y Natalie Portman, y Karina su Oda a Keanu Reeves.
En la segunda edición de PiP, en el Quetzal.

La otra realidad - Facundo Bertera

La otra realidad

Nadie debe hacer preguntas en esta puerta, porque puede despertarse la gente de la ciudad. Porque cuando la gente de esta ciudad se despierte, morirán los dioses. Y cuando mueran los dioses, los hombres no podrán soñar más.
Días de ocio en el país de Yann, Lord Dunsany

Una vez le pregunté cuál era su sensación favorita, o su sentimiento, algo así. Extrañamente no respondió nada asemejado o traducible con felicidad o alegría. La contestación inmediata fue: nostalgia.
Y de hecho, sé que si le hicieran la misma pregunta en este instante, contestaría, aunque sea del todo improbable, de igual manera.
La nostalgia la entiendo, me dijo entrecerrando los ojos azules, como algo que aparece en mí ante alguna imagen, olor o sabor que rememora una situación lejana y luminosa. Mi nostalgia, la mía propia, es entendida como algo satisfactorio, como una falta agradable. Una completitud incompleta o una caricia íntima del pasado, generalmente lejano. Amo lo antiguo, el tiempo vivido que fue tiempo feliz. El rayo de sol en la mejilla, el atardecer otoñal en mi pueblo natal, las sombras del bosquecito que linda con el jardín de mi primera casa, el ciruelo de ese jardín, las manos arrugadas de mi tía regalándome frutillas y ciruelas con azúcar, el olor a humedad de la habitación abandonada, el chirrido de la puertita despintada del patio, la vereda de ladrillos y los malvones y los frascos con venenos para hormigas, el paredón de cemento, el alambrado oxidado, el correteo de Dago -mi perro preferido por ser el menos vistoso- con su cola marrón café, la enredadera violácea con los abejorros curiosos y perezosos, las callecitas inundadas de hojas marrones y amarillas. Los ruleros que adornaban las cabezas de las viejas -siempre había muchas viejas en mi casa- amigas de mi tía. El tanque de kerosene, el pastizal del fondo y los bichos bolita, la planta de menta y el arquito de madera fabricado por mis manos sucias de siete años, el cielo rosado reflejado en los charquitos.
Landscape of Provence, Alfred Henry Maurer
Interrumpió las evocaciones porque vio que yo lo observaba diferente a otras veces, se sonrió y sin volver a mirarme me deslizó algo así como un sé que me entendés, porque en el fondo sos un poco como yo, al final de cuentas soy tu tío, qué joder. Lo que te ocurre es que no te le animás, llegás a la puerta, golpeás las manos y cuando te abren salís corriendo, otra vez en busca de esa realidad a la que tanto estimás. Vos sabés que ésa no es mi realidad, o no quiero que lo sea, y me escabullo nomás. Ojalá te des cuenta a tiempo y lo intentes.
En parte creo que tenés razón, le respondí, pero ojo, la nostalgia no debe confundirse con la melancolía, ese mal sentir que te estruja incesantemente el corazón, esa respiración quemante y ponzoñosa que amaga con agujerear pulmones. No, gracias, si eso a vos te atrae, dejame nomás, yo paso, tío.
Pibe, me hablás de estrujes y pulmones quemados cuando lo que siento es una mano suave en el pecho, un erizar de pelos en la nuca, un cosquilleo detrás de las orejas y en la parte que viene inmediatamente debajo del ombligo. Una respiración fresca con aliento a jazmín de ese primer patio y un raspar agradable en la garganta. Una sensación de quietud en la mente que obliga a cerrar los ojos y abrirlos enseguida.
Se sonrió. Era el tipo raro de la familia. A mí me fascinaba sentarme y hablar con él. Bueno, dejarlo que me contara cosas, porque yo casi que no acotaba. Me abandonaba a sus relatos, sus historias y reflexiones. A veces pasaban las horas con tal velocidad que para cuando me daba cuenta ya había anochecido, entonces lo saludaba y salía corriendo a mi casa, para meterle un poco a los apuntes de la facultad. Pensaba que tenía que recuperar el tiempo, qué estupidez.
Al parecer el tío había encontrado el camino que llevaba a ese mundo del que era a su vez creador y parte. Génesis y presente. Un lugar imaginado a partir de experiencias, de imágenes, sonidos y olores en el cual se sumergía para volver, al rato, a la existencia que le obligaban a vivir otros. Una existencia que deleznó y atacó, años antes, con argumentos poderosos pero infructíferos. El resultado de sus ataques fue contundente, obtuvo la peor de las derrotas, esa enorme tristeza llamada indiferencia. Una voz gritándole al viento no es suficiente para ejecutar cambio alguno en millones de oídos sordos, entonces sí, el final fue comprensible y hasta lógico. Reclusión.
El tío se fue alejando de esa realidad, que incluía, por supuesto, a su familia. Soy un idealista, persigo albures y creo en utopías, sí, pero los que se la pasan con cara de culo, blasfemando contra todo y mirando la hora a cada rato son aquellos. Lo decía por sus hermanos, mi padre entre ellos, y en parte tenía razón. Pero tampoco yo podía abiertamente declarar mi posición, pues ello culminaría indefectiblemente en una discusión con mis padres y de verdad, el solo hecho de pensar en tal cosa, me quitaba las ganas de plantearla.
Así, como un personaje de Lord Dunsany, refugiado y soñando, fue que se dejó envolver por las nostálgicas imágenes que, puede que hayan sido reales o no, eso poco importa hoy, modelaba su mente con la más exquisita habilidad. Se me vienen unos árboles frutales, un cielo rosáceo con reflejos plateados, un sol brillante que remata en un patio mojado por la reciente lluvia en verano, o un atardecer otoñal donde las hojas se convierten en la atracción principal de unos niños cuando regresan a paso cansino de la escuela. Aquel primer día de clase o el ritual del primer cigarrillo. La casa de tus abuelos, o un día en que ya siendo mayor vas a visitar a tu tío favorito y lo encontrás calmo, sentado frente a la ventana con una sonrisa tenue en los labios, tibio e imperturbable. Alejado ahora sí, para siempre, de la realidad agobiante que lo envolvía. Respirando despacio, como con susurros, e incapaz de volver a tu mundo y devolverte el saludo. Lo comprendés todo, de principio a fin, y lo envidiás un tanto también, porque estás convencido de que es feliz, eternamente, aunque nunca más te lo diga.

Facundo Bertera.


Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje 

viernes, 10 de enero de 2014

El sombrero rosado - Andrea Larrieu

El sombrero rosado

Tenía que encontrar el sombrero. Rosa, haciendo juego con el vestido que había comprado después de tanto esfuerzo.
No aparecía. Casi podía jurar que lo había guardado en el cajón. En el último no estaba, vació el siguiente mientras la paciencia se iba poniendo ácida. Con el tercero, dio un tirón fuerte que le alivió un poco la tensión. Revolvió toda la ropa, pero era inútil, había desaparecido. Hasta llegó a abrir el primero, tan pequeño que era gracioso que pensara encontrarlo ahí.
Quería su sombrero, lo necesitaba. Dónde se vio a una mujer bien vestida, llegando de la mano del hombre más guapo del barrio, con la cabeza despejada. Ni un rodete con una hebilla de flores pomposas podía reemplazarlo.
Tenía que encontrarlo. Primero ansiosa, pero esperanzada, sacaba las cosas, movía los muebles y todo se desparramaba. Faltaba poco, y no iba a estar lista cuando él tocara su puerta. Iba a venir, no la iba a dejar plantada. Iba a venir. Un caballero, siempre de traje gris y sombrero con ala, educado, amable. No había en él una pizca de arrebato, formal, ubicado. Eso era lo que la enloquecía. Ella tan expresiva y él tan silencioso. La noche y el día, empecinados en encontrarse en un amanecer para fundirse. Así eran ellos. No como la otra ordinaria que se hacía la mujer bien, calladita para parecerse a él, que salía a la puerta a esperar que pasara para que la cortejara.
Quizás se había caído debajo de la cama. Se agachó pero estaba muy oscuro. El tiempo apremiaba y la calma debió quedar atrapada en algún cajón. Esa maldita tenía algo que ver con esto. Él la saludaba cuando se la cruzaba pero sólo de compromiso, como caballero que era. Si quisiera encontrarse con la maldita, no entraría primero en el café, pasaría de largo, pero no, siempre atravesaba la puerta, aunque ella sabía que eran excusas para verla, escucharla con paciencia mientras le servía el café, sonreírle. Tan caballero él. Cómo podía enfrentar semejante hombría sin un sombrero. Color rosa, femenino, aromático, como un jardín floreado. La otra camarera le decía que no se hiciera ilusiones, que él iba porque el café era el mejor, -muchas veces quería atenderlo, robarle su lugar, pero ella siempre le ganaba-. Le decía que iba porque el bar formaba parte de su rutina diaria: siempre en la misma mesa, a la misma hora, siempre un café negro, leyendo el diario, lo tomaba sólo, a veces con otro hombre con el que se encontraba. A pesar de todo, ella estaba segura de que el motivo era verla, aunque su compañera, de envidiosa, lo negara.
Y el sombrero que no aparecía. Se enojó. La furia se presentó de golpe, como una tormenta repentina e inesperada. Levantó el colchón y lo arrojo al otro lado. Inútil, ahí tampoco estaba. Siguió incrementando la intensidad de sus truenos, primero tirando la mesa de caña contra la pared, luego destrozando la ropa. Antes se calmaba con los movimientos violentos, pero ahora la ponían más furiosa.
Y el sombrero seguía sin aparecer. Estaba convencida de que la maldita le había hecho un trabajo. Claro, no podía competir con su figura tan bien mantenida y su carisma para acaparar la atención de los hombres que la rodeaban. Esa maldita tuvo que recurrir a artilugios para desplazarla. De qué otra forma podría, con ese andar en cámara lenta, la ropa cara pero inexpresiva de lo almidonada, esos silencios incómodos, los paseos aburridos que hacía con su caballero pavoneándose por la puerta del café mientras sostenía el brazo del hombre.
Pero ella se adelantó a invitarlo a la fiesta. Mientras le servía un poco más de café, cuando él le habló del baile y le preguntó con quién iría. Tan tímido era que decidió ayudarlo. Y lo invitó. Por un momento se relajó al recordar la mirada de su caballero que se perdía en el líquido oscuro de la taza, la cara enrojecida, las palabras entrecortadas. Tan reservado, tan educado. Lo tomó como un sí y continuó atendiendo. El mejor día de su vida. Una cita única y tan esperada. Después de terminar su turno, estuvo hasta tarde buscando y buscando la vestimenta adecuada. Finalmente consiguió el vestido y el sombrero rosa, como una niña pálida, fina y sonriente.
De qué le servía ahora. Menos mal que estaba atrasado, ni siquiera se había puesto el vestido. Y quién sabe dónde estaría. Entre tanto desorden ya había perdido dos prendas. Mientras la mente elucubraba excusas y maldiciones, las manos seguían rompiendo cuanta cosa podría tener guardado su sombrero. Ya no importaba que no lo usase, era una cuestión de orgullo, de dignidad. Tenía que encontrarlo.
Arrojó contra la pared un poster convertido en cuadro, arrancó todas las plumas de su almohada, pateó lo que quedaba de un cajón. Se encontró erguida y solitaria en el centro de la pieza en ruinas. Los gritos atravesaban las paredes finas como flechas envenenadas: basta loca de mierda, dejá de hacer ruidos, mirá que vamos a llamar a la policía, pará de una vez, histérica. Ella permanecía parada. Las piernas se aflojaron. Las piernas, los brazos, el torso. Quiso sentarse, pero todo estaba inutilizado: la silla, la cama, la mesa. Se arrodilló en el piso mientras se daba cuenta de que era tarde. Tarde para la fiesta, para ponerse el vestido, acomodarse el sombrero. Tarde para que vinieran a buscarla.
The Destroyed Room, Jeff Wall, 1978
La maldita tiene la culpa, puta, puta. Repetía una y otra vez, ahora recostada en el suelo, acurrucada, enrollada. Los ojos se posaron en el rincón del cuarto, en una esquina. Oculto tras el colchón deshecho, asomaba una caja blanca. No lo había desembalado para que no se arruinara. Ahora lo venía a encontrar. Justo ahora. Se incorporó de golpe, como si la hubiesen enchufado a un generador. Tiró el colchón y agarró la caja. Con desesperación sacó la tapa hasta tener frente a su rostro desencajado, el buscado sombrero.
Lo tomó entre sus manos. El ímpetu furioso, arrebatado, se había transformado. Una calma paralizante la dominó. Se lo puso con delicadeza. Su espejo estaba esparcido por el suelo convertido en pedazos sin sentido. Fue hasta la ventana y se miró a través del reflejo del cristal. Se lo acomodó con cuidado y esmero. La maldita tiene la culpa, que puta, seguía repitiendo. Entre tanto caos, le costó un poco encontrar el cuchillo para cortar pan, pero esta vez tuvo suerte.
Abrió la puerta de su pieza. La cartera apretada contra el pecho escondía el cuchillo, y el sombrero rosa puesto, luciéndose para que todos lo vean: claro, alegre, femenino. Cerró la puerta y salió.

Andrea Larrieu

Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje a partir de la imagen "The destroyed Room" de Jeff Wall.


jueves, 9 de enero de 2014

Virginia Janza - MINUTO HOT



Mi pija gusta de vos, dijo y el sonido salió de su boca como si salieran murciélagos volando de una cueva hacia el sol, hacia afuera, de la caverna y lo oscuro, los murciélagos son mamíferos que cogen en el aire, ¿sabías?, los murciélagos pueden coger mientras vuelan, sería hermoso volar en este instante que la cama se elevara y girara como en un cuadro de Frida, enlazarnos en el aire, bichos moribundos a punto de caer y seguir cogiendo, ¿podés parar? estoy celoso, mi pija está enamorada de vos, y yo qué puedo hacer más que aferrarme al suelo aferrarme al cielo aferrarme a las alas que me brotan de la espalda de la nuca del coxis de la parte más finita de mis piernas y me estoy elevando y te estoy elevando, bebé, estamos cerca de salir por la ventana y no voy a parar aunque creas que hay algo más que vos que me importa en esta cama, en esta cuadra, en este pedacito de ciudad, y si te caés no pienso volver a levantarte, así que agarrate fuerte porque tu pija está enamorada y al amor hay que seguirlo a todas partes.


Virginia Janza, 2013.


miércoles, 8 de enero de 2014

Hasta la terminal, por favor - Mariana Avendaño

Hasta la terminal, por favor

Buenas tardes. Hasta la terminal de Retiro, por favor.

Así como me ve, esto que estoy haciendo es algo increíble. Me imagino la felicidad que va a sentir. Dudé bastante de qué hacer, pero mi psicólogo dice que tengo que respetar lo que siento sin juzgarme tanto, dejarme llevar. Aunque… Tal vez tendría que haberle comentado esta idea que se me ocurrió ahora. Pero bueno, hoy me di este permiso.

¿Seguirá este clima? Espero que sí, porque no llevo abrigos. Después de todo, el viaje dura solo unos días, el clima está bastante cálido y no quería andar cargando demasiadas cosas. ¿Qué? ¿Cómo dice? ¿Que está pronosticado tormenta con ráfagas eléctricas? No lo puedo creer, y yo con esta ropa de primavera… Bueno, ¡mejor! Así nos quedamos todo el tiempo encerrados y juntitos. Ya lo dice mi psicólogo: a veces lo inesperado resulta mejor. Ay… Qué romántico… De sólo pensarlo ya quiero estar allá.

He viajado bastante, pero al interior de Buenos Aires, nunca. ¿Usted conoce? Tal vez me puede orientar. Me habló de La Laguna de Lobos; un lugar exótico y de gran valoración histórica, que tiene aguas paradisíacas y que nos podemos hospedar en unos bungalows a la orillas de la laguna. ¿Cómo dice? ¿Que a la Laguna de Lobos solo van los pescadores y que de exótico no tiene nada? ¿Que en esos bungalows nos vamos a morir del frío y que suele haber pulgas? Ay, pero… ¿Está seguro? Cómo se ve que no lo conoce, él es muy sofisticado y debe querer probar nuevas emociones conmigo. ¡Qué aventura!

Perdón, ¿cómo me decía?... ¿Ve? Todo el tiempo es así, me escribe y me escribe. Es lo único que disfruto de la tecnología, la posibilidad de estar conectada todo tiempo con la persona amada, aunque no puedas estar con él físicamente. Todas las mañanas estamos comunicados, porque usamos eso… ¡Sí, el WhatsApp! y ¡cómo nos divertimos! Incluso cuando no podemos hablar, porque es fin de semana, puedo ver si está o no “en línea”. Es emocionante. Los fines de semana él se dedica mucho a su familia y yo no quiero interferir en eso. Tiempo al tiempo. Por ahora, disfruto las mañanas virtuales con él y nuestros encuentros ocasionales, algunos programados y otros no. A él le encanta sorprenderme y caer en mi departamento sin avisarme, y yo me muero de amor cuando lo veo. Ratito libre que tiene, él aprovecha para verme.

¡Ay, si lo conoceré…! Me acuerdo cuando logró zafar de su casa ese lunes, para venir a cenar conmigo. Fue una sorpresa porque yo no lo esperaba. No sé qué mentirita le dijo a la mujer y cayó. Yo estaba casi en pijamas y él, ¡divino! Ni siquiera le importó que esté de entre casa y bueno, se conformó con comer mi cena, porque yo no había preparado para dos. Él es fanático de mis milanesas a la suiza. Pobre, qué hambre que tenía, se ve que su esposa no es muy amante de la cocina, todo delivery. ¡¡Y él aguanta todo!! Yo sé que si tarda tanto en tomar la decisión de separarse es por ese corazón de oro que tiene. Piensa más en el otro que en sí mismo…


¿Cómo dice? ¿Si saqué el pasaje con anticipación? No, es día martes, quién va a viajar un martes.
Qué raro, no contesta mis mensajes, a ver si se pensó que era una joda esto de que iba a ir para allá, es tan ocurrente. Sí, claro... Debe estar en una reunión. Éste es un viaje de trabajo, que estemos conectados todo el tiempo no implica que él no esté trabajando. Ya sé, ¡me vuelvo muy demandante! Eso también lo estoy trabajando en terapia. Voy a aprovechar para maquillarme. Tengo que verme linda, en estos días voy a ser la protagonista de esta historia. Eso me entusiasma más.
Sigue sin responder. Es que él está tan ocupado. Debe estar haciendo las reservas a la orilla de esa laguna. O tal vez no llega la señal de teléfono. Bueno, qué más da, ya me va a contestar o llamar. Esto es muy emocionante para los dos. ¿Que cuánto hace que estamos? Bueno… Si cuento bien, desde la primera vez… unos… cuatro años, tal vez un poco más.
Pero mire que desde el espejo le veo la cara. No es fácil tomar una decisión cuando los niños son pequeños, porque a su mujer ya no la tolera y son muy independientes, pero los chicos no. Mis padres se divorciaron de niña y sé que es difícil.

¡¡Ahí está!! Me acaba de llegar un mensaje. Yo soy muy insegura pero él no. A ver, ¡¡ay!! De los nervios no puedo desbloquear el celular… Ya está, a ver qué me dice: “negrita hermosa, me vas a matar pero tuve que volver de urgencia. A mi mujer le dio diarrea y tengo que asistirla. Bichito, perdóname pero no puedo decirle que no frente a una emergencia así. Tuve que dejar todo lo que estaba haciendo porque ella estaba angustiada, porque no es de tener diarrea. Por el contrario, es de vientre seco... Igual no va a faltar oportunidad de organizar otro viaje con vos porque a partir de ahora voy a viajar por trabajo más seguido. Besos y hablamos el lunes”. Y ahora está desconectado.

¿Perdón? ¿Cómo dice?… Sí, me quedé un poco sorprendida. El lunes… ¿Qué voy a hacer hasta el lunes? Bueno, aunque pensándolo bien, si usted dice que está pronosticado tormenta… Tal vez sea mejor. Toda ropa de verano me llevaba, ¡un papelón! Además ya lo dijo él, vamos a tener otras oportunidades de viajar.
Le dije que él era muy generoso, piensa más en el otro que en sí mismo. Seguro ésa no tiene nada pero lo psicotapea, psico… Bueno, lo vuelve loco, todo el tiempo, qué bruja.
¡¡Eh!! Entre tanta vuelta el taxímetro ya marca $100 pesos. No, por favor dé la vuelta por autopista, lléveme para mi casa.

Y… Pensándolo bien, la culpa de todo la tiene mi psicólogo y esos consejos que me da. Qué difícil es encontrar profesionales como la gente, ¿no le parece? Ya es el tercer psicólogo que tengo que cambiar. Está lleno de chantas.


Mariana Avendaño

Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje a partir de la lectura de cuentos de Edgar Allan Poe



sábado, 4 de enero de 2014

Alicia Álvarez - MINUTO HOT


La mujer casi  inmóvil

De pie, zapatos negros de tacones tornasolados de rojo y oro. Tacones altos, pidió él. Silencio. Inmóvil con los ojos encendidos, apenas sonríe. Lo suficiente para que él tome conciencia de su boca.
La imagina con el vestido leve fundida con la luz amarilla de la lámpara. Sigue erguida para disimular el miedo a la primera vez, allí, con cobre en la piel y blancura en los pechos.  Blanco el pubis cruzado por una línea oscura. Humedad.  Él la mira y ella sabe que la mira.
La reinventa ligera, tenue, con velos. Pero sólo tiene cobre, blanco y un collar. Y zapatos negros con tacones rojos.
Se acerca. Le desprende el  vestido ilusorio, lento, respiración en el hueco de su cuello. La quema. La recorre de la nuca hacia la espalda, con besos suaves, mojados. Una mano prendida del cabello revuelto. Otra mano, donde crece  un río tibio e incoloro. Desnudos en silencio.
Ella entregada al descaro de piernas abiertas. Se toca, lo toca. La toca. Chocan los dientes, enlazan lenguas. Frente a ella, a su cara, a sus labios que lo rozan. Se brotan, se incendian, se agitan, jadean, se lamen, se aprietan, se desgarran, se arrodillan, se explotan, se acoplan y se deshacen en millones de estrellas. Torrente blanco y caliente que desborda hacia el curso de las piernas.
Cereza mordida por dos bocas, voces lejanas. Ella, diez de la noche; él, tres de la madrugada. Camas sin cobijas. Silencio desnudo. Afuera llueve y el delgado hilo virtual tiembla de frío.

Alicia Beatriz Alvarez


El abrazo, Egon Schiele

jueves, 2 de enero de 2014

Campanas en la niebla: traducción libre de Ricardo Czikk


CAMPANAS EN LA NIEBLA


Las colinas se alejan
La Gare Saint-Lazare, Claude Monet
blancuzcas se confunden
son personas son estrellas
qué tristeza me dejan
al defraudarlas

El tren me ha dejado
asfixiado en su lentitud
me ahoga su cabalgar
tan solitario

Campanas matutinas
no me alarmen con su tañir
hacen a mi negra alma crujir

La flor que se marchitó
el hueso de mi cuerpo se quebró
mientras el verde del campo
se desvaneció

Ellas resuenan
me dejan partir al cielo
como el agua oscura



Ricardo Czikk.

Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.