Arthur Wesley Dow |
De paso
Me dejé
llevar. Me tragué el miedo y la incertidumbre y acepté el
ofrecimiento de viajar con aquel desconocido. Me había embarcado en
aquel viaje improvisado y tenía que acomodarme a lo que me trajeran
los nuevos vientos. Decidida, le pasé los bolsos y puse un pie en el
bote, que de inmediato se ladeó precariamente y me obligó a apoyar
el segundo pie y a sentarme con una agilidad inusitada sobre una
tabla de madera. El remero movió con destreza el remo para apartarse
del muelle y ponerse en marcha. Yo lo observaba inmóvil, sin decir
palabra. No quería poner en riesgo ese frágil equilibrio que
parecía pender de una cuidada combinación de factores naturales y
humanos: la mansedumbre de las olas, la calma del viento y el
movimiento sincopado de los brazos y las piernas del remero que
avanzaba a ritmo bestial, sin que semejante esfuerzo se reflejara en
su rostro... salvo por las gotas de sudor que le resbalaban por la
musculatura de su cuerpo. Tan naturales eran los movimientos de aquel
isleño que el equilibrio era perfecto. Avanzábamos a ritmo
vertiginoso, la proa cortaba la masa de agua como un cuchillo filoso,
pero el bote no se mecía, ni siquiera titubeaba.
Y yo fui dejando atrás mi aprensión. Todo me
decía que el agua era su medio y que podía confiar en él. Lo
confirmaban sus ojos, firmes y seguros, así que abandoné el control
y respiré aliviada. Automáticamente mis hombros descendieron en un
ademán apenas perceptible, pero el remero, músculo puro, me había
espiado de reojo y se dio cuenta de que se había ganado mi
confianza. Él también respiró aliviado. Entonces, le regalé una
sonrisa agradecida, que él eligió no devolver.
Liberada de la tensión inicial, poco a poco me
fui animando a mirar fuera del bote. Primero me concentré en el
agua. Estaba limpia sin ser clara, estaba ondulante sin agredir. El
agua se abría paso a través de innumerables vericuetos, tejiendo
una red en constante movimiento. La enmarañada tierra del Tigre, que
se fue llenando de bosques y juncos, se partía a los cuatro lados
por las aguas de sus ríos y arroyos.
El río se ondeaba al son de las remadas y el
ritmo fresco de las aguas aliviaba mi angustia, y al mecerme me
hipnotizaba hasta convertirme en un río de dudas.
¿Es el bote el que se mueve y avanza o es el
río el que retrocede? ¿Estoy quieta o estoy pasando? ¿O son las
aguas del río las que pasan y no vuelven?
Respiré hondo y me serené. Soy agua y
estoy pasando... y no vuelvo.
Mi mente vagaba lejos, sumergida en pensamientos confusos; la mirada,
puesta en ningún lugar. La paz que percibía en el ambiente me fue
transportando poco a poco a un universo de sensaciones lejanas, ya
casi desconocidas para mí desde que había empezado aquella
pesadilla.
¿Estaré soñando? Ya no tengo esa opresión
en el pecho. Me siento más aquietada. Sin embargo, afuera todo se
mueve.
De pronto oí una voz:
—¿Más tranquila?
¿Quién es? Ah, claro, el remero.
—Sí, sí, gracias.
—La noto preocupada.
¿Se me nota? Tengo que relajarme. ¿Sabrá
algo? No, supongo que no.
—Sí, un poco.
—Tranquilícese... hago este camino desde que
tenía seis años.
Ah, se refería al bote.
—Sí, discúlpeme. No es que desconfíe de
usted. Es que nunca me había subido a un bote.
—Entiendo. Para mí, andar en bote es como
caminar.
—Es que al principio me pareció frágil y
peligroso...
—¿A qué se refiere?
Otra vez. Seguro que percibió algo. No, no
puede ser.
—Me refiero al bote. Es tan pequeño, de madera... no sé, tuve
miedo.
—No tiene que tener miedo. Somos pocos acá.
—¡Precisamente...! ¿Cómo se arreglan en este
lugar? ¿Qué hacen cuando sube el agua y se inunda? ¿Hay lugares
adonde comprar lo que uno necesita?
El remero se rió.
—Cálmese. La naturaleza se lo explicará mejor
que yo.
No entiendo lo que me dice. Pero mejor no le
hago preguntas.
Sin embargo, eran tantas mis dudas... ¿Cómo era la vida en el
delta? ¿Cómo se sobrevive en ese lugar? ¿Me acostumbraría a la
nueva situación? Ahora que tenía con quién hablar, lo hubiera
acribillado a preguntas, pero se habría sentido literalmente así,
acribillado y daba la impresión de asustarse con la gente.
Yo también estoy asustada porque no quiero que
sospeche nada. Pero ¿podré resistir tanta soledad?
El silencio nos envolvió otra vez, y de inmediato cobraron vida los
sonidos de las bandadas y el crujir de las hojas y troncos en el
viento. Seguimos así un buen rato. El silencio era cada vez más
profundo, denso como la vegetación. Y a cada recodo del río el
paisaje nacía de nuevo, una y otra vez, porque en ese vasto delta
entretejido, parecía no haber dos escenarios repetidos. Las
hortensias cedían paso a los jazmines y los verdes se apagaban
cuando las flores silvestres estallaban en rojo.
¿Cuántas personas viven en las islas? Se ve
muy poca gente…
Cada tanto nos cruzábamos con alguna vivienda elevada sobre cuatro
pilotes, esas construcciones típicas de la zona que intentan atenuar
los estragos de la marea alta. Y si por casualidad aparecía algún
poblador a la vista sobrevenía a modo de saludo un gesto sordo de
brazo en alto y palma extendida, el saludo del delta, del remero, del
isleño, tan característico como las casas elevadas sobre cuatro
pilotes. Tiempo después habría de aprender que aquel saludo era
tanto o más efusivo que el más estruendoso de los abrazos urbanos,
y por cierto más sincero.
Al cabo de un tiempo, el remero bajó el ritmo de las remadas. No
supe si era porque estaba cansado o porque estábamos llegando, pero
el cambio de ritmo le sirvió para retomar su lacónica conversación.
—Me llamo Mario.
—Yo, Laura. Muchas gracias por este viaje.
—De nada. Ya estamos muy cerca.
—Qué bien.
Arthur Wesley Dow |
La verdad es que no quiero llegar. Estoy bien
así.
La presencia de Mario me hacía sentir a salvo. No podía estar
segura de que no se filtraría alguna información sobre mi nuevo
refugio. Sabía que no debía confiar en nadie, le había prometido a
mi hermana que no lo haría, pero con Mario presentía que era
distinto. Lo percibía en el aire, en la piel. Jamás, ni siquiera
mucho antes de que se abrieran para siempre las puertas de mi vida al
peligro, había tenido una sensación de seguridad semejante...
Llegamos. La casita de la isla se veía pequeña pero sólida y
agradable. Estaba sobre un terreno irregular de ceibos y sauces,
estratégicamente guarecida por una mata densa de vegetación
completamente novedosa para mí.
Había llegado el momento de bajar del bote, y conmigo los pocos
bultos que logré armar antes de escapar a toda prisa. Cuando me
disponía a bajar, Mario me detuvo y habló:
—Laura, si aprende a escuchar las voces de este
lugar, verá que aquí no le faltará nada. No está sola. El delta
está lleno de seres vivos. Pídales permiso para compartir el
espacio con ellos y se lo darán.
No fue necesario decir más. Su voz encerraba la fuerza de la
naturaleza virgen, el peso de la inocencia genuina. Sus palabras
habían vuelto tangible aquel manto invisible de protección que yo
había percibido en su presencia.
En ese momento supe que no estaba de paso.
Julia Benseñor
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.
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