miércoles, 13 de noviembre de 2013

"De paso", un cuento de Julia Benseñor


Arthur Wesley Dow


De paso


Me dejé llevar. Me tragué el miedo y la incertidumbre y acepté el ofrecimiento de viajar con aquel desconocido. Me había embarcado en aquel viaje improvisado y tenía que acomodarme a lo que me trajeran los nuevos vientos. Decidida, le pasé los bolsos y puse un pie en el bote, que de inmediato se ladeó precariamente y me obligó a apoyar el segundo pie y a sentarme con una agilidad inusitada sobre una tabla de madera. El remero movió con destreza el remo para apartarse del muelle y ponerse en marcha. Yo lo observaba inmóvil, sin decir palabra. No quería poner en riesgo ese frágil equilibrio que parecía pender de una cuidada combinación de factores naturales y humanos: la mansedumbre de las olas, la calma del viento y el movimiento sincopado de los brazos y las piernas del remero que avanzaba a ritmo bestial, sin que semejante esfuerzo se reflejara en su rostro... salvo por las gotas de sudor que le resbalaban por la musculatura de su cuerpo. Tan naturales eran los movimientos de aquel isleño que el equilibrio era perfecto. Avanzábamos a ritmo vertiginoso, la proa cortaba la masa de agua como un cuchillo filoso, pero el bote no se mecía, ni siquiera titubeaba.
Y yo fui dejando atrás mi aprensión. Todo me decía que el agua era su medio y que podía confiar en él. Lo confirmaban sus ojos, firmes y seguros, así que abandoné el control y respiré aliviada. Automáticamente mis hombros descendieron en un ademán apenas perceptible, pero el remero, músculo puro, me había espiado de reojo y se dio cuenta de que se había ganado mi confianza. Él también respiró aliviado. Entonces, le regalé una sonrisa agradecida, que él eligió no devolver.
Liberada de la tensión inicial, poco a poco me fui animando a mirar fuera del bote. Primero me concentré en el agua. Estaba limpia sin ser clara, estaba ondulante sin agredir. El agua se abría paso a través de innumerables vericuetos, tejiendo una red en constante movimiento. La enmarañada tierra del Tigre, que se fue llenando de bosques y juncos, se partía a los cuatro lados por las aguas de sus ríos y arroyos.
El río se ondeaba al son de las remadas y el ritmo fresco de las aguas aliviaba mi angustia, y al mecerme me hipnotizaba hasta convertirme en un río de dudas.
¿Es el bote el que se mueve y avanza o es el río el que retrocede? ¿Estoy quieta o estoy pasando? ¿O son las aguas del río las que pasan y no vuelven? Respiré hondo y me serené. Soy agua y estoy pasando... y no vuelvo.
Mi mente vagaba lejos, sumergida en pensamientos confusos; la mirada, puesta en ningún lugar. La paz que percibía en el ambiente me fue transportando poco a poco a un universo de sensaciones lejanas, ya casi desconocidas para mí desde que había empezado aquella pesadilla.
¿Estaré soñando? Ya no tengo esa opresión en el pecho. Me siento más aquietada. Sin embargo, afuera todo se mueve.
De pronto oí una voz:
—¿Más tranquila?
¿Quién es? Ah, claro, el remero.
Sí, sí, gracias.
La noto preocupada.
¿Se me nota? Tengo que relajarme. ¿Sabrá algo? No, supongo que no.
Sí, un poco.
Tranquilícese... hago este camino desde que tenía seis años.
Ah, se refería al bote.
Sí, discúlpeme. No es que desconfíe de usted. Es que nunca me había subido a un bote.
Entiendo. Para mí, andar en bote es como caminar.
Es que al principio me pareció frágil y peligroso...
¿A qué se refiere?
Otra vez. Seguro que percibió algo. No, no puede ser.
—Me refiero al bote. Es tan pequeño, de madera... no sé, tuve miedo.
—No tiene que tener miedo. Somos pocos acá.
¡Precisamente...! ¿Cómo se arreglan en este lugar? ¿Qué hacen cuando sube el agua y se inunda? ¿Hay lugares adonde comprar lo que uno necesita?
El remero se rió.
Cálmese. La naturaleza se lo explicará mejor que yo.
No entiendo lo que me dice. Pero mejor no le hago preguntas.
Sin embargo, eran tantas mis dudas... ¿Cómo era la vida en el delta? ¿Cómo se sobrevive en ese lugar? ¿Me acostumbraría a la nueva situación? Ahora que tenía con quién hablar, lo hubiera acribillado a preguntas, pero se habría sentido literalmente así, acribillado y daba la impresión de asustarse con la gente.
Yo también estoy asustada porque no quiero que sospeche nada. Pero ¿podré resistir tanta soledad?
El silencio nos envolvió otra vez, y de inmediato cobraron vida los sonidos de las bandadas y el crujir de las hojas y troncos en el viento. Seguimos así un buen rato. El silencio era cada vez más profundo, denso como la vegetación. Y a cada recodo del río el paisaje nacía de nuevo, una y otra vez, porque en ese vasto delta entretejido, parecía no haber dos escenarios repetidos. Las hortensias cedían paso a los jazmines y los verdes se apagaban cuando las flores silvestres estallaban en rojo.
¿Cuántas personas viven en las islas? Se ve muy poca gente…
Cada tanto nos cruzábamos con alguna vivienda elevada sobre cuatro pilotes, esas construcciones típicas de la zona que intentan atenuar los estragos de la marea alta. Y si por casualidad aparecía algún poblador a la vista sobrevenía a modo de saludo un gesto sordo de brazo en alto y palma extendida, el saludo del delta, del remero, del isleño, tan característico como las casas elevadas sobre cuatro pilotes. Tiempo después habría de aprender que aquel saludo era tanto o más efusivo que el más estruendoso de los abrazos urbanos, y por cierto más sincero.
Al cabo de un tiempo, el remero bajó el ritmo de las remadas. No supe si era porque estaba cansado o porque estábamos llegando, pero el cambio de ritmo le sirvió para retomar su lacónica conversación.
—Me llamo Mario.
Yo, Laura. Muchas gracias por este viaje.
De nada. Ya estamos muy cerca.
Qué bien.
Arthur Wesley Dow
La verdad es que no quiero llegar. Estoy bien así.
La presencia de Mario me hacía sentir a salvo. No podía estar segura de que no se filtraría alguna información sobre mi nuevo refugio. Sabía que no debía confiar en nadie, le había prometido a mi hermana que no lo haría, pero con Mario presentía que era distinto. Lo percibía en el aire, en la piel. Jamás, ni siquiera mucho antes de que se abrieran para siempre las puertas de mi vida al peligro, había tenido una sensación de seguridad semejante...
Llegamos. La casita de la isla se veía pequeña pero sólida y agradable. Estaba sobre un terreno irregular de ceibos y sauces, estratégicamente guarecida por una mata densa de vegetación completamente novedosa para mí.
Había llegado el momento de bajar del bote, y conmigo los pocos bultos que logré armar antes de escapar a toda prisa. Cuando me disponía a bajar, Mario me detuvo y habló:
Laura, si aprende a escuchar las voces de este lugar, verá que aquí no le faltará nada. No está sola. El delta está lleno de seres vivos. Pídales permiso para compartir el espacio con ellos y se lo darán.
No fue necesario decir más. Su voz encerraba la fuerza de la naturaleza virgen, el peso de la inocencia genuina. Sus palabras habían vuelto tangible aquel manto invisible de protección que yo había percibido en su presencia.
En ese momento supe que no estaba de paso.



Julia Benseñor

Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.

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