Foto: Catherine Chalmers |
Es una pesadilla chabón
Es una pesadilla. Uno lo ve día a día, ¿entendés? Está ahí, se acumula. Y lo más siniestro es que es cínico. Porque después de mucho, mucho tiempo, cuando me resigno, cuando junto coraje, cuando ya no hay tregua y empiezo; agarro la esponja, le pongo detergente, abro la canilla de agua fría (la caliente no anda, o sea, anda pero cuando quiere, vos podés abrirla y quizás no sale agua hasta dentro de dos días; es más, me olvidé de cerrarla, me acuerdo que la abrí ayer y todavía no salió nada, pero me puede despertar a cualquier hora de la noche) y me enfrento a la montaña, no sé como pude llegar a esto, tengo que ser más responsable, descubro que me relaja. Claro, te relaja, te ponés a pensar, ahí estoy yo con mis pantalones cortos rojos de jugar al fútbol, las pantuflas y la remera gastada, una imagen eterna repetida en todas las cocinas, y con esa cosa inexplicable que tienen las actividades esas que uno no tiene que pensar para hacerlas y donde los pensamientos van enlazados uno a uno tan placenteramente.
Voy a caer en la obviedad: es obligatorio. Comparable con una oficina donde uno debe presentarse cotidianamente; tenés tus utensilios a mano para realizar el trabajo, las cosas te están esperando. Lo hacemos parados, algunos se ponen un delantal para no mancharse la ropa, otros se ponen una ropa manchable, en fin, estás ahí, resignado, deprimido, tocando lo más real de la realidad, lo más humano de lo humano, etc. Comés, ensucias los platos, así de simple. No podemos dejar de comer y no podemos vivir a pizza todos los días.
Hay un momento crucial, mágico. Es la hora es la hora, es la hora de destapar la rejilla. Con una mueca de: “¿enserio tengo que hacer esto?”, metemos la mano en la bacha inundada hasta aproximadamente nuestro codo y suplicando a nuestra religión o energía (he hablado con gente que cree en energías), invocamos al dios que la protagoniza con el efecto de no vomitar, a nadie le gusta vomitar. Pero más importante: a nadie le gusta limpiar el vómito. Nunca podés ver el fondo, claro, son las reglas del juego. Como si todo esto no fuese bastante ya, metes la mano; el agua llena de cosas que uno no se acordaba que había ingerido, (El jengibre para el té del sábado anterior) grasa, mucha grasa y cosas asquerosas, la mano hábil como un gancho, grasa, con los primeros cuatro dedos toca la rejilla, grasa, todo eso que hasta sacarlo (y después tampoco) uno no sabe qué es; se imagina o fantasea. El próximo paso es mirarlo; vemos colores y texturas distintas, creativas, que inspiran. A veces, en todas mis veces, hay alguna que otra forma de vida en diferentes estadíos (hay, cuando saco, proto-seres como hongos, los hay también en una edad ya avanzada, unos pequeños gusanitos verdes de los cuales, debo admitir, me sentí orgulloso como un padre su creación).
Lo tengo todo en la mano. Yo parado mirando ese conjunto heterogéneo que homogeneizamos llamando basura, y entonces una de nuestras neuronas despierta y le avisa al conjunto del sistema nervioso que estamos frente a una asquerosidad increíblemente vomitiva y necesitamos despegarnos rápidamente de ello. A una velocidad que termina salpicando y mojando todo lo tiramos al tacho de basura que, por un axioma que no llegaremos a intuir, se encuentra en la otra punta de la cocina. Realizaremos esta acción aproximadamente cuatro o más veces en el día. Las mismas que me repito que cuando termino de comer no me cuesta nada lavar un plato, ser mas limpio-responsable-prolijo, y ponerme a escribir sobre el amor.
Martín Po, 2013.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.
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