Intemperie
Yo no creí que luego de Áspero vendría Reseco. Aluciné, entre fantasmas, que Áspero era una temporada de años acostumbrados a repetirse a sí mismos. Que la llegada de los invitados itinerantes Amargo y Frío serían cosa de contar con los dedos de una mano. Pero armaron su carpa bien cerca y se aparecían. Incluso alguna vez se quedó a vivir Amargo mientras los días eran una colección de oscuras columnas apiladas.
Calor no vendría nunca más como al principio, eso sorprende porque más de una vez amagó con reaparecer pero no era más que tibieza, humedad o el calor atmosférico en fricción con la piel. En el recuerdo no quedaba el corazón a saltos y las partes disponibles de la anatomía ya no lucían alegres. Nunca como durante aquellos siete años que se convirtieron después en explanada sin retoques, en meseta.
(Aridez).
Helen Sear |
Aridez se dejó estar, apoltronada entre todos los objetos y al aire del sol se resecó más convirtiéndose en una Aridez de otro planeta sin aguas en las profundidades de la tierra, como de otra cualidad, reinventándose a sí misma. Lo curioso es que no se quebraron los frutos ni las flores, lo asombroso es que Aridez los encontró pendiendo de su biología y los petrificó en su belleza inmortal. Cosa de recordar, siempre recordar. Quizá por eso punza. Por los recuerdos de las flores bellas, de los brotes que prometían y que se quedaron ahí encerrados en sí mismos, mirándose la existencia, impotentes para crecer. Hermosos y muertos.
Reseco, Áspero, Amargo, Frío. Viento. Una vez soplaron vientos sobrenaturales. Lo que quedaba fue desapareciendo. Quizá debí haber puesto una campana de cristal sobre cada pedazo de belleza, como el Principito lo hizo con su amada rosa, quizá debí procurarme muchas campanas de cristal preparándome para el momento. Había tanta, tanta belleza que cuidar aún. Pero arrasó, Viento arrasó con casi todo. Aún hoy encuentro restos de aquellos días.
Desolación, sin embargo, no se fue, era natural que llegara, pero se quedó a vivir en algún lugar que no consigo identificar, quizá sea nómade, o pudorosa o evasiva, lo cierto es que permanece y no hay modo de que desaparezca.
Cuando llegó Aguas no dio tiempo. Una noche, sin preludios ni intuiciones. Aguas llegó. Pero no se acercó a la puerta y nos visitó amablemente, como era costumbre entre tanta tierra partida. En lugar de esto se reveló, no avisó y se metió adentro de lo más interior, metida inevitablemente allí donde no debió entrar nunca. Y arrasó con los colores que quedaban, con los recuerdos que sobrevivían a tanto. Y enmoheció las superficies y cada parte nuestra se humedeció y no pasaba un día sin que alguien encontrara colores desteñidos. El terreno se lavó, se pudrió el agua estancada y fue costoso remover cada parte putrefacta, secarla al sol, renovar lo salvado y hacer que no había pasado nada, que los otros no sufrieran por esa imagen del agua llevándose todo.
Ahora vislumbro un verde nuevo entre el abandono, un brote que comienza su ascenso en busca de sol, insistiendo para volver a la vida. Quizá, como en los incendios, diez años pasen y las tierras recobren su vida igual que las personas y crezcan especies aún más hermosas y los colores tengan otra belleza inusitada. Quizá la línea empiece a dar saltos y el círculo se cierre.
Hay que esperar. Tener ojos para ver qué viene luego. Si llegara Tierra con sus bailes no quedaría la estructura para cobijarnos. No hay refugio que te cuide de perder, perder lo propio, adentro y afuera. Habrá que acostumbrarse a perder el sabor y la sensibilidad térmica para no entristecer. Habrá que seguir en el camino, en el transcurso para poder descubrir otra belleza de esas que se convierten en nuevos recuerdos para tener presentes, como un prendedor, un anillo hermoso, que acompañe en los caminos para escapar de lo más espantoso de la vida. Quizá el círculo al fin cierre. O renazcamos.
Lorena Suez
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje
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