Eutanasia
Margarita Ordóñez tomó entre sus manos el manojo de papeles amablemente entregado por el médico, amagó con leer pero se arrepintió de inmediato y, utilizando un gesto políticamente correcto, lo invitó a retirarse, para así poder examinar con tranquilidad algo que ya había leído muchas veces en los últimos meses, con la diferencia de que en todas esas oportunidades anteriores no había tenido que firmar nada. Luego de sentarse en el despacho del galeno, donde otros como este esperaban la bendita firma, hojeó una y otra vez el ya manoseado montón de hojas, su rostro mostraba un gesto de impavidez pero a la vez una mueca de espanto quería asomar, aunque esta última tenía el paso prohibido. Abrió la cartera y extrajo una lapicera negra común y corriente.
Lisandro miró el reloj de la oficina, las tres de la tarde y el sol, la calle, analgesia y casa, o paseo y después casa. Casa con esposa y perro, con jardín, con dalias y crisantemos en flor y perfumes. Miró a los costados y Ortega a la izquierda y Sepúlveda a la derecha lo observaban también, era el juego tácito de ver quién se levantaba primero para rajarse… sin jefe a la vista, el viernes estaba en pañales y semejante oportunidad lo ameritaba, aunque después eso también significara ser el centro de charlas del lunes; que este siempre se va temprano, que entonces porqué yo no si él sí, etcétera.
A la mierda, pensó Lisandro y se paró. Los otros dos, con cara de nada simularon mirar sus monitores, que para ese entonces habían visto pasar por sus cables más de dos partidas de solitario cada uno. Saludó respetuosamente y una ola de alegría le bañó el pecho al levantarse y no sentir ese horrible pinchazo de dolor en el costado que le venía aquejando desde hacía tiempo. Ansioso por aflojarse la maldita corbata caminó a paso rápido hasta el ascensor, miro su reloj pulsera, bastante estropeado ya, y las tres y cinco lo invitaban a gozar, encima sin dolor. Sacó del bolsillo del pantalón el teléfono celular para avisarle a su mujer que iba en camino, pero al ver la pantalla decidió que sería preferible no avisar nada y darle una sorpresa. A Margarita le encantaba cuando llegaba temprano a casa.
Florian Rock |
Alcanzó la puerta de calle y la modorra habitual de las tres de la tarde no apareció, el cansancio y el insoportable dolor parecían querer dejarlo en paz al menos ese fin de semana, y eso era una gratísima noticia, porque últimamente venía perdiendo la batalla contra dichos enemigos. El sol tibio en el rostro le advirtió que vivía uno de esos escasos y efímeros momentos en donde pareciera que todo en la vida marcha bien, que los enemigos merecen ser perdonados y que los amigos lo quieren demasiado considerando lo poco que se hace por ellos; el asunto es que enseguida la descarga de endorfinas disminuye y uno recuerda lo fantásticamente que se sentía segundos antes y lamenta el no poder seguir haciéndolo. Sin embargo, y llamativamente, Lisandro notó que aquella deliciosa sensación perduraba en el pecho y el vientre y parecía no querer abandonarlo. Inspiró sonoramente y dio el primer paso en pos de la calle, cerró apenas los ojos y una nube de placer lo invadió, creyó que muy pocas veces en su vida se había sentido así. Quería ayudar a cruzar la calle a las viejitas, ceder el paso a las señoras y regalar caramelos a los niños que se cruzasen por su camino.
Vivía a más de cincuenta cuadras de su trabajo, pero la distancia no lo espantó y decidió caminar, para disfrutar ese aire, ese sol y esa ciudad. Necesitaba el crucero urbano para destilar venenos y limpiarse de toxinas, aprovechando que el sórdido dolor del costado no había aparecido. Miraría el movimiento continuo y enfermizo de la gente y se notaría un poco más elevado que el común de ellos, que van tan alocados a todas partes, sin detenerse en apreciar la vida que les pasa por al lado.
Unos minutos antes de que las curiosas sensaciones de Lisandro aparecieran, Margarita había firmado el manojo de papeles con un movimiento seco y furioso, dejando asomar una lágrima y esforzándose para contenerla.
Los médicos salieron fingiendo calma a preparar los dispositivos necesarios.
Estaba hecho.
Lisandro continuó su caminata feliz, narcótica y embriagadora. Miraba los autos, las calles, los edificios y las criaturas que junto a sus madres tomaban el sol y que se bronceaban al mismo tiempo que sintetizaban vitamina D. Pensó que al fin le iba encontrando el sentido a la vida, que tendría que convencer a su esposa que eso, lo común, lo de todos los días, tiene el poder de hacer feliz a quienes saben apreciarlo; ¡Ay… tantas cosas tenía para contarle! Todos esos pensamientos amorosos y pacíficos fluían en su cabeza sin cesar.
Al llegar a la mitad del recorrido, viendo ya que empezaba a encontrar la respuesta a muchos interrogantes que lo habían acompañado siempre, como al resto de los hombres, supuso, decidió detenerse para hablar con Eugenio. Los embrollos y entrecruzamientos de la existencia parecían comenzar a desanudarse en Lisandro y aún le costaba creer lo que le sucedía, ¿cómo era posible alcanzar semejante estado? Además, la manera en que había llegado a esa especie de resonancia con el entorno también se le tornaba extraña e inverosímil, me escabullí como rata del laburo porque para quedarse y ver las caripelas de Sepúlveda y de Ortega (cara de Ortega, justamente) y de repente tengo una revelación divina o qué se yo qué cosa y acá estoy, como si fuera un monje o un discípulo de Buda o algo por el estilo… esto tengo que contárselo a papá. Por suerte no llamé a Margarita. Y sí, en verdad era una suerte, porque las charlas con Eugenio solían ser duraderas, además, ir hasta allá también le insumiría un tiempo considerable, tiempo que su esposa le reclamaría si le hubiese avisado que llegaría temprano a casa.
Ideó en su cabeza el camino hasta la parada del colectivo, que a ese horario no vendría repleto de gente; luego se vio sentado en la fila de asientos individuales y más tarde, quince minutos más tarde, aproximadamente, su cerebro lo materializó en la casa de Eugenio, hogar en el que este último pasaba las tardes lánguidas de verano y las otras, las crudas invernales, desde hacía cuatro años.
Entrecerró los ojos para no perder el hilo de la película que se estaba haciendo, y lográndolo a medias, continuó mirándose los pies, zapatos negros gastados, qué ganas de estar descalzo, y de los pies pasó al frente del lugar de Eugenio, lugar del cual ya no había movido después del -odiaba decirlo- ni siquiera quería pensar la palabra, digamosle entonces… sexto signo zodiacal. Unas flores viejas lo recibieron y nada más, pero atrás de todo lo mundano y ordinario, después de las flores y el florero de metal y después del mármol y los ladrillos y el cemento y la madera y las telas y los huesos y la nada, estaba Eugenio.
Eugenio había sido un tipo lacónico y taciturno, decidido siempre a pensar y repensar, a veces hasta el hartazgo, antes de emitir un juicio de cualquier índole. Fue un hombre fuertemente adherido a la regla que dice que uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Bueno, podemos decir que él amaba ser libre.
Lisandro lo recordaba solitario, viendo pasar las mañanas y las tardes desde la cocinita, mateando y pensando vaya a saber uno qué cosas. Nunca entendió porqué dejó progresar su enfermedad sin batallar, estoicamente soportando los tremendos dolores y comunicando el asunto a sus afectos cuando el final era próximo e inexorable.
Pero también lo recordaba sencillo, humilde y por sobre todo recto y compañero, siempre sabiendo escuchar y hablando solo cuando él se lo solicitaba. Entonces qué mejor que ir y contarle lo que le estaba sucediendo, las visiones y seguridades que había adquirido.
Abrió los ojos y la ciudad lo invadió nuevamente, el cementerio estaba lejos, pero la parada del colectivo y la espera no lo atraían y aún le quedaban ganas de andar. Había que festejar la ausencia de dolor, y sí, pasear al sol, respirar aire, oxigenar las piernas.
Ir caminando.
Anduvo ese paisaje que tanto conocía de manera parsimoniosa, disfrutando cada metro de vereda y de ciudad, y viendo cómo los edificios daban lugar a las casas y las casas iban desapareciendo suavemente, aún el reloj le decía que tenía tiempo, antes de que Margarita lo llamase desesperada y Lisandro la hora que es y no sé nada de vos, para qué tenés teléfono si no lo usas y después, más tranquila, me asustaste tonto, y del otro lado un se me pasó la hora mi amor, no me di cuenta, estoy en camino, chau.
El olor de las flores lo fue sumergiendo más en el sueño que estaba viviendo, el sol en la cara y las flores, las flores y el sol y el pasto y el lugarcito que ocupaba su padre, cuántas lágrimas habían regado la tierra que estaba debajo de Eugenio, tantos llantos con tenue comienzo, como un murmullo, y con tormentoso desenlace, pero esos tiempos que habían sido ya no eran, sino que dieron lugar a la herida que existía pero no sangraba y a la fiel y omnipresente melancolía.
Se sentó frente al nicho, la foto del viejo, sonriente y en colores se le enclavó entre los ojos. Cruzó las piernas para ponerse cómodo y así entablar el idioma mudo, el diálogo silencioso que los tenía cautivos cada vez que Lisandro pasaba a visitarlo. No recordaba el día en que le habían tomado esa foto; estaba mucho más joven y radiante, sin duda sería una antigua puesto que hacía mucho que no tenía una imagen así del viejo en la cabeza, tal vez unos veinte o treinta años. Decidió dejar la sonrisa de su padre, cosa rara también porque tampoco le gustaba posar para las fotos y mucho menos sonreír, en eso diferían porque a él le encantaba hacer muecas y sonrisas forzadas cuando lo retrataban, sostenía que de lo contrario la fotografía terminaría siendo aburrida y olvidada. Sí, es extraño, esa foto nunca la vi, o nunca le presté atención, en fin, viejito acá me tenés de nuevo, y con buenas nuevas, no, no, nietos todavía no.
El cantar de los pájaros lo fue adormeciendo mientras hablaba desde adentro, la quietud y paz del lugar lo envolvían suavemente e invitaban a despojarse de las tribulaciones y dificultades. Eugenio lo escuchaba y le contagiaba tranquilidad, como siempre.
Salió del despacho todavía lagrimeando, la decisión estaba tomada desde hacía mucho tiempo pero qué carajo, era difícil, una no puede estar preparada para algo así. Después de la muerte de Eugenio el miedo a que Lisandro… la genética, era tan fácil suponer y amargarse la vida, si al fin y al cabo iba a aparecer igual, sí, los estudios se los había hecho todos y cada uno pero fue lo mismo, tan rápido, tan repentino, tan joven él y yo también. ¿Cómo sería? Ellos le habían asegurado que sin dolor y mejor no pensar porque me desmayo acá nomás, mejor me voy a casa, necesito llorar a gritos, necesito sufrir en soledad y sacarme esta culpa de estar matándote yo, Lisandro.
En las puertas del otro lugar Lisandro conversaba con Eugenio y sentía que la conexión con su padre era más fuerte que nunca, casi podía sentirlo, rozarlo y hablarle mirándolo a los ojos, viejo… No sabes cuánto te extraño.
Los pájaros seguían trinando y le parecía tan fácil nadar entre esos acordes, tan cómodo hundirse en el aire y descansar, el malestar del costado ya era un mal recuerdo, en ese lugar no existía el dolor. Le pareció escuchar, entremezclada con el cantar de las aves, una voz de niño, que reía tímida y tiernamente, supuso que era nada menos que la suya propia. De repente todo evocaba a su niñez, el momento en donde supo de felicidades y alegrías. Y ya nada le parecía extraño o fuera de lugar, le resultaba lógico escucharse y recordar a su padre, saber que los huesos permanecían ahí pero eso no importaba porque Eugenio estaba en otro lugar desconocido para él. Lógico también sentirlo y hasta verlo, de viejo, en su lecho de muerte y también antes, verlo y ahí sí notar que esa foto no era de Eugenio, que nunca se la habían tomado, porque de los dos, justamente, no era su padre el que posaba y reía para las fotos.
Facundo Bertera
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.
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