lunes, 20 de enero de 2014

Paseos en la bicicleta de Luis - Facundo Bertera

Paseos en la bicicleta de Luis



No es que no entendiera la última verdad, ni que intentara pasarla por alto, como aquella vez que juntos en bicicleta eludieron la escuela para terminar en un tugurio arrabalero, jugando al truco… No, nada de eso. 
Por el contrario, la verdad era la verdad y contra ese tipo de verdades nada podía hacerse, o por lo menos nada convencional. Hablando de vida o muerte no existen matices. 
María y Pablo se habían vestido sin pausa y sin prisa para la ocasión y mientras la primera seguía comunicándose con los allegados, el segundo desandaba los truculentos y estrechos caminos del atosigante mundo de los trámites funerarios. Si bien era lógico, aunque tal calificación de poco valiera en estos casos, que María sintiese la noticia en menor medida que Pablo por meras razones de parentesco, en los esposos el sentimiento parecía ser el mismo. Ella con el teléfono en la mano derecha y unos papeles en la izquierda. Él con más papeles, garabateando firmas y sacándose y poniéndose una y otra vez, inconscientemente, el mocasín negro derecho. 
Henri Cartier Bresson
En la cocina el revuelo de las llamadas y los papeles. En el comedor soledad y nostalgia, que a veces caminan juntas, empezaban a construir su morada, si no eterna… casi. En las habitaciones de arriba las corridas por el único baño —aunque le pesara a Pablo nunca se había terminado de acomodar para construir el otro—, contribuían al desorden general que la situación largamente justificaba. Después el pasillo, las pausas tristes y demoledoras frente al enorme ventanal que daba al patio, en cuyo centro reinaba el sauce eléctrico. Ese monarca inmóvil que en verano era majestuoso pero en otoño desolador. El sauce había sido un regalo de Luis, al tiempito de que ellos compraran la casa. Aquél día el viejo se apareció maniobrando con la mano izquierda la bicicleta negra y desvencijada, amiga inseparable, porque la derecha la usaba para llevar el pequeño tronquito. Resultaba graciosa la imagen del escuálido árbol con uno o dos brotes verdecidos y con las raíces que terminaban envueltas en una bolsa de nylon. 
Luciana se había puesto un vestidito recto de color negro, que en verdad no le iba del todo bien, aunque tal cosa poco importaba en un acontecimiento de esa índole. Era la mayor de los tres y, como tal, había sido la primera en bañarse y cambiarse, para dar el ejemplo a sus dos hermanitos menores que todavía no estaban listos, siempre lo mismo con los mocosos, refunfuñaba. 
Ya de pie frente al espejo, un tanto engreída aunque amodorrada por la situación, miraba con sorna cómo Julita, la siguiente en edad, seguía corriendo de acá para allá, entre el baño mojado y sucio, su habitación y el gélido comedor.
El cuadro era caótico, aunque inconcluso. Todos en un ir y venir, en un accionar cuyo destino era el mismo: el último descanso, la infame sala, la gente allegada, el negro, el olor, las flores, el café, los murmullos, las tenues sonrisas…
Y no es que Pepe no quisiera entender que Luis ya no estaría a su lado, él sabía cómo venía la cosa, tenía cinco años y medio y el asunto ya le había sido explicado varias veces. Con la abuela Tota, hacía menos de un año, por ejemplo. 
Pero con Luis… era distinto.
No se van a dormir ni se van de viaje, ya lo sabía. No vuelven jamás, ni para Navidad ni para algún cumpleaños, ni siquiera para el día de los muertos, eso también lo sabía. A todos nos va a pasar, tarde o temprano. Es inevitable, inevitable. Este término para un nene de su edad era algo complejo de entender, pero al menos se hacía la idea. El problema era que con Luis todos los argumentos que concienzudamente habían erigido sus padres y maestros se caían a pedazos. Se derrumbaba en un segundo el complejo andamiaje de conceptos, apenas formados, en la mente de Pepe.
Él habría querido pasar por alto esta parte, como cuando la mano venía mala y  entonces el viejo, compadeciéndose, volvía a dar las cartas. O como cuando eludían la calle 37, donde María los esperaba porque era la hora de la leche, pero él deseaba seguir sentado en ese manubrio, escuchando los silbidos y las historias que Luis le contaba mientras lo llevaba de paseo, presos de un mismo viento, por las callecitas del pueblo. 
Sí, con él era distinto. 
Llegó la hora y todos estuvieron listos para ir a despedir al abuelo. En la puerta de calle se alinearon y a punto de partir sobrevino la pregunta, ¿dónde está Pepe?
Subieron las escaleras, Pablo y Luciana atrás, sin ganas de nada el papá y con ganas de retarlo la hermana mayor. Entraron en la habitación del pequeño de los tres hermanos que, para sorpresa de ambos, esperaba sentado sobre la cama, vestido con zapatillas y un pantalón corto bastante raído en el trasero.
—Pero hijo, ¿qué hiciste que todavía no te cambiaste? Tenemos que despedir al abuelito.
—Nene, ¿no te das cuenta que ya son las cuatro de la tarde?
Pepe hizo caso omiso al reto de su hermana y con una sonrisa suave de nene de la calle que recibe un caramelo, pero que en realidad espera un trozo de pan, miró a su papá y respondió:
—Ya estoy cambiado papi, ahora llega el abuelo en la bici y nos vamos a dar una vueltita por la plaza. Seguro que debe estar viniendo para acá, ustedes vayan yendo nomás.
Pablo se dio vuelta y en un mar de lágrimas salió del cuarto, en busca del auxilio de su esposa. Luciana, boquiabierta, permaneció en la puerta unos segundos más; Pepe bajó la vista y pensó en cómo le gustaría jugar una mano de truco con el abuelo Luis.  

Facundo Bertera
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.

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