Por tan poco
¡Un banderín! ¡Hace tanto tiempo que no veía uno! Mirá, ¡las
paredes están repletas! La verdad que a la mayoría no los
reconozco. Ése ¿de qué cuadro es? ¿Newells All Boys? Ah, mirá,
no tenía ni idea. Ése sí lo conozco: Rácing. Es idéntico…
—Sí, pizza de muzzarella. Una mediana, estaría bien. Fainá, sí,
una.
—¿Vos?
…te decía, es igual, idéntico al que me había regalado mi tío
en el 67. De Rácing cuando salió campeón. Al nacer, mi papá me
había hecho de Huracán, jajaja, fui de mal en peor. Me acuerdo de
los jugadores en el pedacito triangular de tela: Cejas, Chabay,
Rulli, Cárdenas... Tenía siete años y creo que es mi último
recuerdo del fútbol, el resto, si lo hubo, me parece que se hundió
a la velocidad con la que me iba frustrando con el deporte. Claro que
Rácing tampoco ganaba nunca, así que se armó una especie de
complot para que me terminara de alejar. Al principio fue enojo,
después fue mutando en desidia o ignorancia, una frialdad completa.
Cuando nació mi hijo menor, no entiendo cómo, se hizo de Rácing.
La madre y los hermanos eran de Boca, pero él quería ser del mismo
equipo que el padre. Insólito. Fue un juego en que lo tentaba para
que fuera de mi equipo, en una puja contra mi ex. Así de sano era el
vínculo. Compitiendo por el nene. Bueno, había ganado, pero claro,
no para siempre. Me acuerdo que un día, tendría él cuatro años,
vino llorando a verme: ¡no puedo más papi! Cuando lloraba los
gotones le saltaban de los ojos y a mí me partía el alma. ¿Qué te
pasa? Es que todos son de Boca y ya no puedo ser más de Rácing…
Claro, el chiste se había terminado ahí mismo y lo dejé abandonar
a mi equipo sin más. No había nada que lamentar, el milagro se
había extendido por mucho tiempo. Siempre me sorprende lo fanático
que es del fútbol. Me he llegado a preguntar si es realmente mi
hijo, o si no le hicieron de manera secreta algún trasplante de
genes.
Mi tío Ernesto fue quien nos convirtió. Los hermanos de mi mamá
siempre tuvieron influencia y éste era el futbolero, el de barrio,
el atorrante. Nos prometió el banderín, diciéndonos:
—Si se venden, es de ustedes.
Es cierto que era chico, pero recuerdo que me sentía mal con la
oferta. No sé mi hermano, porque con él nunca lo hablé, pero a mí
me daba culpa. Era una forma larvada de conciencia moral que me decía
que no estaba bien abandonar al caído, correr tras el campeón,
sumarse a la fiesta y dejar la bandera de origen. Huracán era un
desastre, pero mi papá era de Pompeya, se había criado ahí, con
sufrimiento y trabajo construyó un lugar en la clase media
argentina, me daban de comer con el resultado de ese trabajo, y yo,
pequeño traidor, ¿iba a dejar atrás el origen, la familia? Rácing
estaba en los titulares, era campeón del mundo, había ganado al
Celtic en Inglaterra y no sé cuántas proezas más. No me caía bien
toda la cuestión, pero como buen argentinito corrí a los brazos del
cuento del tío.
A la semana, estaba clavado el banderín en la pared de nuestra
habitación, orondo. Cada vez que lo miraba, sentía que salía mi
papá de adentro y con esa mirada que me congelaba me decía: por tan
poco…
Ricardo Czikk, 2014.
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