viernes, 19 de diciembre de 2014

Andrea Larrieu * Minuto Fuego

Cajita roja

La llama era pequeña, como la de un fósforo, con algunos intentos de chispa.
La alimentábamos buscando que creciera con diarios abultados, carbón intenso, madera firme y fresca, alcohol para que explotara.
Lo máximo que logramos fue una humareda. Ojos enrojecidos y aire viciado.
Buscábamos lugares propicios para que se inspirara y estallara. Íbamos lento para darle tiempo, tratábamos de encenderlo rápido para no ahogarlo. Improvisábamos en sitios insólitos con la esperanza de que ocurriera el milagro.
Nada sucedía. 
Una simple gota colorada que apenas se movía con el aliento de nuestras bocas deseosas de calor. 
Un día ya no la encontramos. En su lugar había un montoncito de cenizas, tan pequeño que ni siquiera nos quedaba el recuerdo del fuego que podría haber sido.
Nunca hubo brasas para contemplarlas una vez extinguido el brillo que las encendiera, ni lenguas coloradas que pudiesen haber quemado algo para dejar una huella. Nos conocíamos de hacía tantos años que creímos que fácilmente podríamos convertir la leña atesorada en una fogata eterna.
No pudimos tirar a la basura lo que nunca llegó a ser. Guardamos los restos en una cajita roja. Atesoramos lo que fue. Huesos que el viento no debía llevar ni esparcir en el aire dejándolo ocupar su pequeño, pero justo lugar. 
  

Andrea Larrieu, 2014.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje.


Foto: AEZ

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