Al caminar
pegado al enorme muro de ladrillo que lo rodeaba, emergían por
encima de su cabeza colosales cruces, ángeles y guardianes, en
vigilia de los muertos prósperos de la ciudad.
Una le
llamó la atención casi arribando a la segunda esquina.
Debajo de
las plantas de los pies de un ángel atribulado, se alzaba una
fastuosa bóveda, sobresaliente aun del vasto muro que encerraba el
cementerio.
Sostenido
por las maños pequeñas de la figura que coronaba semejante
responso, una cruz descabezada en su estipe, se acuñaba al abrigo
del ángel.
La mirada
al firmamento parecía rogar no ser olvidado.
Dobló en
la esquina, en un espacio de un minuto, estaba ya parado frente al
ingreso trasero del cementerio.
Aquí no
había patíbulo, sino solo una reja oxidada de no más de un metro
de ancho, que yacía humillada por la inmensidad de la fortificación.
Se tomó de los bastiones herrumbrosos que la sostenían e introdujo
parte de su rostro para ver mejor. Revisó primero a la derecha, no
había más que sosiego y roció. Al volver la vista un chirrido le
llamó la atención. Sacó su rostro, aprestó su oreja y se dispuso
a intentar percibir el sonido lejano. Parecía, una risa histriónica
venir de algún rincón del cementerio.
Era él.
Advirtió
otro sonido, pero distinto del que hacia instantes había percibido.
Miró a sus espaldas, para ver si alguien en la cuadra lo estaba
observando.
Parecía
que no.
Regresó
la vista al camino de cerámicas vainillas que oficiaba de calle
entre los descansos y lo vio pasar, espectral y funesto entre dos
bóvedas.
Jonatan Calafat.
Fragmento
Piso 13. Vista al cementerio
Terri Ann Foss |
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