viernes, 20 de noviembre de 2015

Con ojos torpes * Marcelo Trumper

   Con ojos torpes e hinchados paseó por un camino de manchas grises hasta la llave izquierda de la ducha, la del agua caliente. Los secretos eran insoportables, la resaca también. Giró para dar presión, en ese grifo que no encontró con la vista sino con el tacto; maldijo estremecido las primeras púas heladas y sintió desvanecer la piel de gallina al ritmo del entibiamiento del agua, que era dulce como el ascenso paulatino de un amanecer en los ojos entrecerrados. No recordó haber visto nunca una salida de sol.

Volvió a sentir el miedo. Despertó. Estaba lúcido, veía. Sentía el cálido y leve orgasmo líquido palpar su cabeza, nuca, espalda, cabeza, nuca, espalda. El agua avanzó, barrió el sueño sedentario de su piel aún joven y dormida.

Hacía ya un tiempo que la soledad era como tener una gran pupila negra mirándolo, vigilándolo. Oía murmullos y burlas en los pliegues laberínticos de las sábanas, en la espuma del jabón y sobre todo en el agua, el agua y los espejos. Todo se había convertido en disfraz de sombras rebeldes y vibrantes; se había vuelto paranoico. Vivía en una esfera de superstición, quizás su estado más usual. Masticaba como tiempo un pasillo negro entre escombros de fotografías quemadas que no eran colores, no, ni formas tampoco, sino sombras, sombras, sombras y secretos, también peligro, siempre pasaba por ahí cuando pensaba, y cuando hablaba a solas, pero no hablaba mucho, era medio corto para hablar.

Seguía bajo el agua, empapado, con el pelo en la cara. Se había movido poco. Sólo había pensado. Ni él podía saber por qué rincones anduvo buscando el misterio. A veces creía sentir sus sienes carburar y muchas veces terminaba agotado. Una claraboya estaba encima de él, del caño de la ducha, al nivel del techo, como una ventana horizontal por donde entraba la luz de la luna. Relucía en el piso chato y enlozado de la bañadera un cuadrado de cielo estrellado impreso ante sus pies. Su carne hacía el reflejo en el agua. Se dobló curioso y como tirado por una soga invisible, vio su rostro reproducido en el espejo líquido del suelo, una versión oscura, destruido y reconstruido entre los sopapos de las gotas, en ese espejo terrible como cualquiera, pero no tan preciso, sino ondulado y turbio. Hipnotizado, se quedó mirando el piso, el agua, más allá del agua, viéndose, viéndolo a él.

Un espejo sugería el terror más excelso, la solución imposible, todas las negaciones y absurdos en un mismo cuadrante, era morir desde ese espacio que observa el cuerpo, era un reflejo siniestro de lo abominable sabiéndose vivo.

Notó en la figura, esa existencia alterna, un abandono sutil y morboso, con huesos gastados y el sabor metálico de sangre vieja. Volado su rostro y su pelo por el viento, un desprendimiento del tiempo. Se vio calvo, con la piel cruzada por surcos de amargura, más blanca, apergaminada. Sintió miedo por la proximidad del fin. Tristeza por lo no vivido. Percibió falsamente una especie de destino empujando su espalda. El deseo como un pedal de vida sin función, ese mismo deseo, como besar, si es que alcanzó alguna vez a besar. Experimentó la libertad y la muerte. Intuyó su soledad actual. Se estremeció.

El agua ardía en una fiebre somnífera, era para la carne un placer indecible, y el vapor blanco, que había diluido los límites del ambiente, lo aislaba como lo aislaba el sueño. Se dejó ir, deslizó, durmió. Se despertó abrumado, apurado tardó en cerrar el agua que fluía caudalosamente. Estaba oscuro, advirtió su silueta, recogió los pies, se levantó temblando. Odió el calor, odio la puerta del baño, odió caminar débil, cerró todo con fiaca enojosa, corroboró con cansada vehemencia que todo estuviera en su lugar.
Se derrumbó en la cama. Durmió. Desnudo. Destapado.

Esa noche, como muchas otras, tuvo un dormir intranquilo. Se movió para un lado, para el otro, se estiró, acurrucó como feto. Inquieto pataleó, vociferó convocando sus fantasmas, sudó sus miedos. Tuvo una erección, inconsciente se frotó contra las ásperas y gastadas sabanas Grafa, dejando un charquito de su pegajoso semen, sobre el que siguió durmiendo.

En sus treinta y pico de años, nunca había tenido sexo por amor. Las pocas veces fueron por dinero. Pagó turnos de una hora; a los quince minutos ya había acabado, en alguna oportunidad, entre los senos y otras en la boca.

Hacía tres años que vivía solo en ese oscuro y minúsculo departamento que había pertenecido a su abuela paterna. Los muebles, decoraciones y electrodomésticos eran los mismos que la señora había usado en vida.

En algún momento de esa noche, quizás entre medianoche y la madrugada, se levantó como de costumbre, sonámbulo, levitando en sueño liviano, cruzó el pasillo de fotos sepia, para ir a la cocina, llegar a la heladera Siam, abrirla y tomar agua del pico de la botella plástica que solía guardar en la puerta.

En esta oportunidad, estando frente al refrigerador y por abrirlo, sintió un frío punzante de agua helada en sus pies descalzos, que lo despertó bruscamente. Se había descongelado. Al querer prender el interruptor de la luz, cayó en la cuenta de que Edesur le había cortado el suministro de energía eléctrica.

Parado sobre el charco de agua, a ciegas, abrió la heladera, apurado tomó la botella para darle un sorbo rápido y cerrar la puerta.

Petrificado. Atrapado por una fuerza invisible que no lo dejaba moverse. Ojos muy abiertos, inyectados de sangre escarlata. Lo último que vio fue el foquito, que colgaba sobre su cabeza, iluminó la cocina con un destello explosivo.

Dos o tres días después, los bomberos, habiendo derribado con sus hachas la puerta de entrada,de aquel viejo departamento; lo encontraron tirado en el piso de la cocina, en posición fetal, calvo, con unos pocos mechones achicharrados, la piel surcada de arrugas, apergaminada. Y en su rostro una sonrisa forzada. Tensa.


Marcelo Trumper, 2015.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje a partir del Club de Lectura de Gabriel García Márquez.



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