Con
ojos torpes e hinchados paseó por un camino de manchas grises hasta
la llave izquierda de la ducha, la del agua caliente. Los secretos
eran insoportables, la resaca también. Giró para dar presión, en
ese grifo que no encontró con la vista sino con el tacto; maldijo
estremecido las primeras púas heladas y sintió desvanecer la piel
de gallina al ritmo del entibiamiento del agua, que era dulce como el
ascenso paulatino de un amanecer en los ojos entrecerrados. No
recordó haber visto nunca una salida de sol.
Volvió
a sentir el miedo. Despertó. Estaba lúcido, veía. Sentía el
cálido y leve orgasmo líquido palpar su cabeza, nuca, espalda,
cabeza, nuca, espalda. El agua avanzó, barrió el sueño sedentario
de su piel aún joven y dormida.
Hacía
ya un tiempo que la soledad era como tener una gran pupila negra
mirándolo, vigilándolo. Oía murmullos y burlas en los pliegues
laberínticos de las sábanas, en la espuma del jabón y sobre todo
en el agua, el agua y los espejos. Todo se había convertido en
disfraz de sombras rebeldes y vibrantes; se había vuelto paranoico.
Vivía en una esfera de superstición, quizás su estado más usual.
Masticaba como tiempo un pasillo negro entre escombros de
fotografías quemadas que no eran colores, no, ni formas tampoco,
sino sombras, sombras, sombras y secretos, también peligro, siempre
pasaba por ahí cuando pensaba, y cuando hablaba a solas, pero no
hablaba mucho, era medio corto para hablar.
Seguía
bajo el agua, empapado, con el pelo en la cara. Se había movido
poco. Sólo había pensado. Ni él podía saber por qué rincones
anduvo buscando el misterio. A veces creía sentir sus sienes
carburar y muchas veces terminaba agotado. Una claraboya estaba
encima de él, del caño de la ducha, al nivel del techo, como una
ventana horizontal por donde entraba la luz de la luna. Relucía en
el piso chato y enlozado de la bañadera un cuadrado de cielo
estrellado impreso ante sus pies. Su carne hacía el reflejo en el
agua. Se dobló curioso y como tirado por una soga invisible, vio su
rostro reproducido en el espejo líquido del suelo, una versión
oscura, destruido y reconstruido entre los sopapos de las gotas, en
ese espejo terrible como cualquiera, pero no tan preciso, sino
ondulado y turbio. Hipnotizado, se quedó mirando el piso, el agua,
más allá del agua, viéndose, viéndolo a él.
Un
espejo sugería el terror más excelso, la solución imposible, todas
las negaciones y absurdos en un mismo cuadrante, era morir desde ese
espacio que observa el cuerpo, era un reflejo siniestro de lo
abominable sabiéndose vivo.
Notó
en la figura, esa existencia alterna, un abandono sutil y morboso,
con huesos gastados y el sabor metálico de sangre vieja. Volado su
rostro y su pelo por el viento, un desprendimiento del tiempo. Se vio
calvo, con la piel cruzada por surcos de amargura, más blanca,
apergaminada. Sintió miedo por la proximidad del fin. Tristeza por
lo no vivido. Percibió falsamente una especie de destino empujando
su espalda. El deseo como un pedal de vida sin función, ese mismo
deseo, como besar, si es que alcanzó alguna vez a besar. Experimentó
la libertad y la muerte. Intuyó su soledad actual. Se estremeció.

Se
derrumbó en la cama. Durmió. Desnudo. Destapado.
Esa
noche, como muchas otras, tuvo un dormir intranquilo. Se movió para
un lado, para el otro, se estiró, acurrucó como feto. Inquieto
pataleó, vociferó convocando sus fantasmas, sudó sus miedos. Tuvo
una erección, inconsciente se frotó contra las ásperas y gastadas
sabanas Grafa, dejando un charquito de su pegajoso semen, sobre el
que siguió durmiendo.
En sus
treinta y pico de años, nunca había tenido sexo por amor. Las pocas
veces fueron por dinero. Pagó turnos de una hora; a los quince
minutos ya había acabado, en alguna oportunidad, entre los senos y
otras en la boca.
Hacía
tres años que vivía solo en ese oscuro y minúsculo departamento
que había pertenecido a su abuela paterna. Los muebles, decoraciones
y electrodomésticos eran los mismos que la señora había usado en
vida.
En algún
momento de esa noche, quizás entre medianoche y la madrugada, se
levantó como de costumbre, sonámbulo, levitando en sueño liviano,
cruzó el pasillo de fotos sepia, para ir a la cocina, llegar a la
heladera Siam, abrirla y tomar agua del pico de la botella plástica
que solía guardar en la puerta.
En esta
oportunidad, estando frente al refrigerador y por abrirlo, sintió un
frío punzante de agua helada en sus pies descalzos, que lo despertó
bruscamente. Se había descongelado. Al querer prender el interruptor
de la luz, cayó en la cuenta de que Edesur le había cortado el
suministro de energía eléctrica.
Parado
sobre el charco de agua, a ciegas, abrió la heladera, apurado tomó
la botella para darle un sorbo rápido y cerrar la puerta.
Petrificado. Atrapado por una fuerza invisible que no lo dejaba
moverse. Ojos muy abiertos, inyectados de sangre escarlata. Lo último
que vio fue el foquito, que colgaba sobre su cabeza, iluminó la
cocina con un destello explosivo.
Dos o
tres días después, los bomberos, habiendo derribado con sus hachas
la puerta de entrada,de aquel viejo departamento; lo encontraron
tirado en el piso de la cocina, en posición fetal, calvo, con unos
pocos mechones achicharrados, la piel surcada de arrugas,
apergaminada. Y en su rostro una sonrisa forzada. Tensa.
Marcelo Trumper, 2015.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje a partir del Club de Lectura de Gabriel García Márquez.
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