miércoles, 18 de noviembre de 2015

Espera * Alicia Álvarez

Espera

El bote descascarado se bamboleaba al final de la escalera que daba sobre el río. Todavía quedaban murmullos en el Puerto de Frutos y la mugre generada por los visitantes de ese sábado de febrero. Tenía que cruzar el río Luján hasta llegar a la isla. Se tomó del hombro del muchacho que la tenía asida de un brazo para ayudarla a subir.
-Al Arroyo Espera, por favor.
-Son treinta pesos.
Ella asintió en silencio, metió la mano en su cartera y sacó los tres billetes convenidos. El muchacho los abolló, guardándolos en el bolsillo de su pescador.
Un espejo sucio era el río bajo la luna redonda de verano. Olor a barro mezclado con putrefacción, a aguas contaminadas que los isleños ignoraban para consolarse.
-Acá llegamos.
De una zancada apoyó el tacón sobre madera firme y caminó en la oscuridad tajeada –apenas - por la luz de alguna casa.
Recordó las indicaciones de su amiga del bar: caminar en línea recta desde el muelle hasta llegar a cuatro casas iguales, buscar la del cartel “La Ñata”.
No hizo falta demasiado esfuerzo. Una silueta verde de dos pisos encendida de colores explotaba en la apacible noche isleña.
Abrió la verja que daba al jardín delantero y se dejó llevar como imantada hacia un rincón donde hablaban a los gritos su amiga y dos muchachos también recién llegados. Todo el verdor oscuro se deshilaba de ratos por las luciérnagas y vagamente se oía el agua amarronada golpear contra los maderos del mueble. A veces, el bisbiseo imperceptible de los zancudos o el aleteo de algún pájaro trasnochado agitando las hojas. El pasto mojado se sacudía bajo sus pies por la estridencia de la música electrónica. Los bajos y los altos repicaban en el medio de su pecho, como si fuera a vomitar el corazón en contados segundos. Había focos entre las plantas cuidadosamente orientados. Luces negras que resaltaban hasta las mínimas hebras claras de las ropas, los dientes, los ojos. Fantasmagóricos y frenéticos. Olor a río.
-Cambio de música –anuncia el gordo exaltado de remera amarilla.
La voz de Rodrigo con su Soy cordobés se trepa desde los dedos hasta el centro del abdomen donde el cuartetazo se vuelve irresistible, una descarga de electricidad inesperada.
Soy cordobés, me gusta el vino y la joda
Y lo tomo sin soda
Porque así pega más, pega más, pega más
(el gordo se desgañita con el pega más moviendo las manos con las palmas invertidas a modo de puntazos)
Todos bailan descarnados moviendo las caderas; grotescos, apoyándose unos sobre otros, imaginando un trencito de cuerpos recalentados por el alcohol y el ardor atrapante de la noche. Corre el sudor mezclado con cerveza transpirada en las camisas, en los hombros desnudos de las mujeres, insinuantes, sensuales y algunas, patéticas. El abanico va desde el despreocupado jean, el vestido elegante y lo ordinario del diseño animal print ordinario.
……
Soy cordobés y me gustan los bailes
Y me siento en el aire
Si tengo que cantar.

De la ciudad de las mujeres más lindas,
(el gordo desenfrenado se acerca a la de la calza animal print y le parte la boca de un beso)

Del fernet, de la birra madrugadas sin par.
Soy cordobés y ando sin documentos
Porque llevo el acento de córdoba capital.
Un empujón lo desmorona contra una mesa en medio de ríspidos “boludo quién te crees que sos”.
El gordo no se da por enterado y sigue adornándola con “mamita, qué fuerte estas”. La del animal print se esfuma convencida de que no se lo sacará de encima y se mete dentro de la casa para ir a hacer pis.
Debajo de la escalera hay una puerta del presunto baño.
Golpea, previendo que está ocupado. Ella contesta incómoda mientras se moja la cara para despabilarse, intoxicada de humo, cerveza y mareo.
El jardín de atrás tiene mesas de bar, con publicidades de gaseosas, hechas de hierro con sillas de patas que se hunden en la tierra. Se convierte de pronto en un refugio donde se aspira el olor de las madreselvas y algunas parejas beben entre besos. La música también invade el fondo mezclada con la cadencia del río alborotado.
Va avanzando la noche húmeda, el calor no perdona tampoco a los cuerpos reposados. Un grillo debajo de la mesa se esmera en hacerse oír. Ella se quita los zapatos, se despatarra junto a su amiga del bar.
Los insectos se avivan en un rincón mientras dos pibes fuman marihuana apartados de la bulla, ausentes, envueltos en el humo sedante fuera del cuadro general de descontrol. Descalzos, uno con el torso al aire y la espalda bordada de mosquitos.
En tanto más allá, al final de la medianera, debajo de un laurel silvestre, una remera amarilla sube y baja sobre unas calzas de animal print.

Alicia Alvarez, 2015.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje.


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