Gremlins
Todo comenzó hace un par de tardes. Mi esposa y mis hijos habían
salido así que estaba solo en casa. Aburrido, fui a mi estudio y
sobre el escritorio de trabajo abrí una palabra. Ya sé que las
palabras no deben abrirse, cualquiera lo sabe, pero en ocasiones...
La tomé con la yema de los dedos y la puse sobre el rompenueces que
suelo tener en el segundo cajón. Arqueada sobre el metal, su imagen
indefensa, dulce y salvaje me recordó a Naomi Watts en la palma de
King Kong. Como ella, la palabra se entregó a su destino con
resignación. No dudé. Tal vez llevado por la fuerza de vivir un día
realmente distinto, no dudé. Cerré el rompenueces al mismo tiempo
que los ojos. Escuché el crujido y abrí con delicadeza, el
rompenueces, los ojos.
Ahora tenía dos palabras.
Sonreí. Me creí un científico salvando el mundo, alguien grande.
De modo que las palabras se multiplican, pensé. Tomé una de las
palabras nuevas y la abrí: misma acción, igual resultado.
Compulsivamente continué hasta tener el escritorio cubierto por una
compacta lámina de palabras.
En ese momento, mis ojos vieron el prodigio: una palabra pequeñita,
aparentemente menor, se abrió sola, dio a luz. Pensé que la
maravilla terminaba allí, apenas empezaba.
La sonrisa inicial se transformó en inquietud cuando comprendí, con
la certeza del científico al cual el experimento se le desmadró,
que todo estaba fuera de mi dominio.
Las palabras ya no me necesitaban para nacer y rápidamente
rebalsaron la limitada superficie del escritorio ganando cada rincón
del estudio: cajones, percheros, carpetas, cortinas, bibliotecas,
sillas. Todo conquistado por miles de palabras que como un virus
perfecto se multiplicaban cada vez más rápido.
Durante algunos minutos fui un simple testigo, hasta que algunas de
ellas comenzaron a rozarme, primero con timidez, luego con descaro.
Dispuestas a llevarme a un estado casi hipnótico, fregaban sus
letras contra mi cuerpo y me susurraban al oído dándome cosquillas.
Concientemente, dejé de pensar. Me convertí en un adicto en pleno
viaje y comencé a jugar con las palabras, a hacer equilibrio con
ellas sin que ninguna, pero ninguna, se me cayera. Podía verlas
seguras y felices dejando que yo las arrojara, o tal vez, tirándose
ellas mismas, qué importa. Ellas fueron confiando en mí y yo en
ellas. Con la moral alta y la lengua dispuesta, me convertí en el
señor del buen gusto y el discurso, en el aliado perfecto de ese
ejército que no paraba de crecer y que llenaba todos los rincones.
Comencé a sentirme un rey con mandato divino, alguien distinto, y
entendí que ya no había retorno.
Así transcurren mis días encerrado en esta habitación. Que griten
los otros, que lloren o pataleen. Tengo la llave. No voy a usarla.
Ahora soy el dueño de las palabras y voy a disfrutar el trance como
nunca. Tal vez sea egoísta, pero hay cosas que no se pueden
compartir.
Reconozco que a veces aparecen dudas. Pienso que no puedo abandonarlo
todo, que mi familia no se lo merece. Es un rato nomás. Hasta que
las veo a ellas, tentadoras como mujeres vampiro, esperando por mí
mientras murmuran sus mejores frases. Esas que guardan para
convencerme justo a tiempo.
José Lupia, 2016.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario