El momento en el que desaparecen las corridas y se vislumbra la tranquilidad; las dos mil trescientas horas se reducen a un instante en el que siento la cercanía del pijama. La casa está en calma, es mi instante. Caliento la comida, mientras mi panza presiente algo. Me siento, el trasero se acomoda a sus anchas, pongo un tenedor en el plato y mis pies se aflojan en la ojota. Los dedos bailan olvidándose del trajín del día.
Son las once de la noche, hora en que sonrío con cada bocado, también ese momento en el que el brazo se rebela y atrapa la última porción de comida. Me regodeo, mis manos van a la panza y atrapan los pliegues de piel, los rollos me dice: “basta por hoy, eh”. Miro el plato, mi mente recupera recuerdos: ¡Es lo único en lo que pensás!¿Y yo y los chicos?. Agacho la cabeza no, no es lo único, pienso más de lo que creés. La mano se cierra y golpea la mesa “puta madre”. Levanto el plato y lo lavo, lo dejo escurriendo. Es blanco, veo: ¿No te das cuenta que esto no da para más? Suspiro, me rasco la cabeza “si”, puto “si”, cuando era “no”. Respiro, Los chicos se van a quedar conmigo y ni sueñes que los vas a ver .
En esos momentos busco mi whisky y me recuesto en el sillón. Pongo el vinilo de Chopin, entro en éxtasis. Los minutos pasan, mis párpados se cierran, pero algo me alarma: mi cuello se tensiona, basura, los brazos se ponen rígidos, idiota, mis manos quieren estrangular.
Me paro, a tientas avanzo agarrando objetos que se me van cayendo y busco. En el cajón encuentro la Glock, la tomo, la miro, suspiro y es el día. A la mierda, digo todo se va la mierda.
Mariel Fini, 2016.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario