Jorgelina y sus hijas apodaron a mi hija “Cenicienta”. Ella no fue a las fiestas donde el príncipe bailó siempre con la misma dama misteriosa, que al final se olvidó su zapato.
Se lo probaron mis hijastras y no les quedó. Pero a Cenicienta sí. Por eso se casaron. Y allí quedaron ciegas las mentirosas.
Fin.
“Desde que mi esposa falleció empecé a empobrecerme, los gastos aumentaron y en mi trabajo ya no me pagaban como antes. Tenía que criar a mi hija, recién había cumplido dieciséis años y no quería que terminara en la calle.
Por suerte la conocí a ella, la condesa Jorgelina Ezquebel. Era la típica dama rica consentida hija única que vivía de la fortuna de sus padres, con una personalidad donde a veces era cariñosa, pero la mayoría del tiempo soberbia y descortés. Salimos un par de veces y apenas me anime la desposé. A lo largo del tiempo sus padres (que trabajaban en el parlamento) me consiguieron un trabajo en el palacio y así, nuestra situación económica volvió a ser como antes.
Por desgracia la dama traía consigo a dos ratas, sus hijas. Eran una más desgraciada que la otra. Heredaron la belleza de su madre, pero su carácter era todavía peor. Supuse que nunca iban a llevarse bien con mi hija, pero era un riesgo que tenía que tomar para que no quede en la calle.
El problema fue que la volvieron nuestra criada. La hacían limpiar todo y hasta ensuciaban más para que se pase toda la noche limpiando. Había días que me despertaba para trabajar y estaba durmiendo en la alfombra de la cocina, enfrente de la chimenea, por lo tarde que se había quedado trabajando.
Un día fui a la feria de la ciudad, y de regalo les traje a cada una algo, a Anastacia le traje un Vestido verde brillante, con esmeraldas de decoración, a Cleta un collar de diamantes hermoso y a Cenicienta (ahora le decían de esta manera porque vivía cubierta de cenizas) una rama de un árbol con el que me choqué en el camino, eso me había pedido ella.
Ella plantó el árbol en el patio e iba allí todos los días tres veces por día como mínimo, siempre escuchaba que hablaba con su madre y a veces hasta lloraba de lo mucho que la extrañaba.
Para las fiestas, la familia real organizó tres noches de fiesta, con el objetivo de que el rey conozca a su futura esposa. Y, como ahora trabajaba para ellos, nos invitaron. Mi esposa y sus hijas estaban demasiado emocionadas y me hicieron comprarle inmensidad de vestidos para que usen.
Cenicienta, que también se había emocionado por invitación, quiso asistir. Pero Jorgelina no la dejó ya que debía limpiar muchas lentejas en sólo una hora. Pero a la media hora llegó con los dos platos, el de lentejas buenas y el de malas, perfectamente divididas. Le propuse a mi esposa que le prestemos un vestido y venga con nosotros, pero ella dijo que una joven no puede usar ropa que no sea suya, además estaba muy sucia. Así que nos fuimos a la fiesta y ella se quedó en la casa.
En la fiesta, el príncipe bailó toda la noche con una sola dama extranjera, la cual me parecía muy conocida, y cada vez que alguna quería sacarlo a bailar le respondía “lo lamento, pero ella es mi pareja”. Mi esposa y mis hijastras estaban completamente enojadas, ellas querían ser princesas a toda costa.
Al finalizar la noche, justo antes de volver a casa, vi al príncipe sólo y le pregunté qué había ocurrido con su pareja. Tristemente me dijo que ella se había ido corriendo. Lo ayudé a buscarla pero no estaba por ningún lado. Me pregunté, ¿habrá sido Cenicienta? Mi hija era la única dama del reino que no había asistido al baile. Así que fuimos a casa lo más rápido que pudimos pero al llegar, mi hija estaba limpiando la cocina, cubierta de cenizas y vestida con su ropa vieja y sucia.
Lo mismo ocurrió las dos noches siguientes, el futuro rey bailando con la dama extranjera y nadie más, su fuga misteriosa, yo ayudándolo a buscarla y llegar a casa y encontrarme a mi hija en el mismo lugar, limpiando la misma mesa.
Pero al día siguiente el príncipe nos tocó la puerta, diciendo que estaba recorriendo todas las casas en busca de la joven que bailó con él. Resulta que la última noche ella había perdido su zapato y ahora él estaba buscando el pie que entre perfectamente en él.
Mi esposa llamó a sus hijas para que se prueben el zapato, a Anastacia como no le entraba el zapato le hizo cortarse el dedo con un cuchillo para que le entrase la zapatilla. El príncipe la vió y se subieron juntos al caballo y salieron cabalgando por la puerta. Como esto me parecía una barbaridad me asomé por la ventana y grite “A ese zapato le chorrea sangre, la joven no es ella”.
Él pensó que el sonido fue un pajarito y se dio cuenta, así que volvieron a la casa y rápidamente Cleta le dijo que había sido ella y su hermana trató de robarle el lugar. Pero a ella no le entraba el talón dentro del zapato de oro y su madre la obligó a cortárselo. El joven se fue con ella y nuevamente grité “A ese zapato le chorrea sangre, la joven no es ella”.
De nuevo el príncipe pensó que un pajarito le estaba avisando, volvió nuevamente y preguntó si teníamos más hijas. Le dije que sí pero mi esposa no quería presentarle a la Cenicienta en su estado, que se limpió rápidamente y vino.
Al probarse el zapato y verla a los ojos, se dio cuenta que había sido ella con quien había estado bailando estas noches. Yo no lo podía creer, mi hija se había encargado de conseguir un vestido, colarse a la fiesta, bailar con el príncipe y volver antes que nosotros sin que nos diéramos cuenta ni la reconociéramos. Estaba orgulloso.
Llegó el día de la boda y mi esposa y sus hijas estaban arrepentidas de lo ocurrido, entonces para redimirse decidieron que las jóvenes la acompañarían al altar. Pero en el camino se apareció el pájaro del árbol y les comió los ojos hasta dejarlas ciegas. Fue algo terrible, pero no pude evitar reírme a carcajadas al igual que todos. Lo tenían más que merecido.
Y de esta manera logré ver a nuestra hija volverse princesa, sin tu fuerza y tu ayuda nunca podría haber pasado esto. Gracias mi amor, por todo.”
Así el padre se dio media vuelta y se alejó de la tumba de su primera esposa por primera y última vez. Y todos, vivieron felices para siempre.
Juanpi Ortigosa, 2016.
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