domingo, 28 de agosto de 2016

Un regalo de cumpleaños * Sylvia Plath



¿Qué es lo que oculta ese velo? ¿Es algo bonito o feo?
Eso que brilla tanto, ¿tiene pechos? ¿Tiene filos?

Seguro que es algo único. Seguro que es justo lo que quiero.
Mientras cocino tranquilamente, noto su mirada, escucho lo que piensa:

¿Es esta la persona ante quien debo aparecerme?
¿Es esta la elegida, la de las ojeras negras y la cicatriz en la cara?

¿La que ahora está pesando la harina, quitando lo que sobra,
ajustándose a las reglas, las reglas, las reglas?

¿Es esta la destinataria de la anunciación?
¡Dios! ¡Qué risa me da!”

Sea lo que sea, no para de brillar, y hasta creo que me quiere.
No me importaría que fuesen huesos, o un broche de perlas.

Aunque, la verdad, no espero mucho del regalo de este año.
Después de todo, estoy viva de casualidad.

De buena gana me habría matado aquella vez, de una u otra manera.
Y ahora está ese velo ahí, ondulando y refulgiendo como un telón,

como la cortina de satén translúcido de una ventana de enero,
reluciente como las sábanas de un niño, centelleando con su aliento letal. ¡Oh, marfil!

Debe de haber un colmillo ahí detrás, una columna fantasma.
Aunque me da igual lo que sea, ¿no te das cuenta?

¿Por qué no me lo das de una vez?
No te avergüences: no me importa que sea pequeño.

No seas tacaño: a mí no me espanta la enormidad.
Sentémonos a admirar, uno a cada lado, su destello,

su relumbrante esmalte, su espejeante variedad.
Tomemos nuestra última cena en él, como en un plato de hospital.

Ya sé por qué no quieres dármelo:
tienes pánico
de que el mundo entero estalle en un grito, y tu cabeza de tirano
esculpida en relieve, fundida en bronce, como un escudo antiguo,

esa maravillosa herencia para tus biznietos, estalle con él.
No temas: eso no va a ocurrir.

Me limitaré a cogerlo y a apartarme en silencio.
Ni siquiera me oirás abrirlo: no sentirás crujir el papel,

caer el lazo, ni chillaré al final -suponiendo
que me tengas por una persona tan discreta, que no lo creo.

Si al menos comprendieras que este velo está matando mis días.
Para ti es sólo una transparencia, aire puro.

Pero, Dios, las nubes parecen de algodón:
Hay un ejército de ellas. Son monóxido de carbono.

Suave, suavemente lo aspiro,
llenando mis venas con ese millón de invisibles

pero probables partículas que perturban los años de mi vida.
Te has vestido de gala para la ocasión. Ah, máquina calculadora,

¿jamás dejas que nada se te escape y siga su curso normal?
¿Siempre tienes que estampar todo en púrpura,

matar todo cuanto puedes?
Hoy sólo quiero una cosa, y sólo tú puedes dármela.

Está ahí, junto a mi ventana, tan grande como el cielo.
Respirando desde mis folios, ese frío punto muerto

en que las vidas derramadas se congelan y atiesan para la historia.
Que no llegue por correo, por favor, pedazo a pedazo.

Que no pase de boca en boca, pues me darían los sesenta
cuando lograra juntarlo todo, y ya no estaría en condiciones de usarlo.

Basta con que retires el velo, el velo, el velo.
Si lo que oculta es la muerte,

aceptaría su profunda gravedad, sus ojos atemporales.
Y sabría que eres serio.

Habría cierta nobleza en esto, habría un día de cumpleaños.
Y el cuchillo, en vez de cortar, penetraría

puro y limpio como el chillido de un niño,
haciendo que el universo se escabullese de mi costado.


30 de septiembre de 1962.


Sylvia Plath






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