miércoles, 14 de septiembre de 2016

Sofía Tagle * Fiesta en la Colmena

El olor a fijador para el pelo se siente por toda la casa (es uno de los pocos excesos que ella se puede permitir a sus casi 94 años), y se entremezcla con las fragancias de todas esas mujeres recién bañadas que corren de un lado hacia el otro repartiéndose tareas y haciéndose útiles, mientras ventilan sus virtuosos efluvios: jabones florales de jazmín, lilas y rosas; shampoos de pepino, mango y maracuyá; cremas, aceites y lociones coporales de almendra con miel; perfumes dulces y empalagosos para las niñas, cítricos y frescos para las jóvenes, franceses y caros para el resto, pero también se llegan a percibir esos más agrios, penetrantes, que por supuesto pertenecen a las sexagenarias (a lo mejor esos bálsamos tienen la misma edad que sus portadoras).

Ellas pululan por todos lados, como un enjambre alterado pero en un caos sistemático, se cruzan sin chocarse, intercambian comentarios cortos al paso, órdenes y pedidos concretos sin detenerse, consejos sobre atuendos y accesorios, elogios por los peinados y maquillajes y por sobre todo, sonrisas, muchas sonrisas.
Hay fiesta en la colmena y se nota. Mucho trabajo por delante y mucho disfrute por detrás.
La única que tiene permiso para moverse a su propio ritmo es Ella, la abeja reina.
Se toma su tiempo y vuela con una cadencia que transmite paz y tranquilidad a cada uno que pasa cerca de su habitación y asoma por la puerta para asegurarse que esté bien y no necesite nada.
Tiene el andador a un costado de la cama, y de él cuelga un bastón, alterna uno con otro según el espacio y la situación. Se sienta en una silla para subirse el pantalón negro de crêpe sin riesgo alguno de resbalarse en ese piso de cerámica que ya la vio caer alguna vez (la abeja, como todo animal y a diferencia de los seres humanos, no tropieza dos veces con la misma loza). Luego se agarra firme del andador y se pone de pie para abrocharse la camisa de seda violeta que alguna de las presentes le compró para la ocasión. Abre la puerta del viejo ropero provenzal que tiene el espejo colgado dentro, se mira con los ojos entrecerrados (anteojos sólo para jugar a la baraja) y adivina los tonos de las prendas que lleva puestas. Daltónica fue siempre, eso no le vino con la edad. Una vez que decide sin ninguna certeza más que su intuición cuál es el color de la camisa, abre la otra puerta y ahí están: miles y miles de cuentas de todos los colores, rojos, azules, verdes, turquesas, amarillos, una textura de piedras de distintas formas y tamaños que brillan y reflejan una luz digna de un cuadro de Cezánne. Cada collar colgado de un clavito que ella misma colocó en la madera, con sumo cuidado para no dañarla y muy próximos uno del otro para no desperdiciar ni un centímetro.
Celeste. Si la camisa es azul, el collar celeste que le regalaron hace dos veranos, combina a la perfección. 

Algunas velas con esencia de vainilla, jengibre y canela que alguien ya encendió en el comedor para ir preparando el ambiente, y los aromas de panes, budines, tartas de manzana y nuez, y postres que se están horneando desde temprano por turnos: según las voluntarias, el lugar en el horno y el espacio en la cocina, aromatizan las cortinas de tela bordada, los tapizados italianos y las panas belgas de esos sillones que en un rato van a compartir cuatro generaciones.

Desde el fondo, en el gran quincho rodeado de ventanales y colchonetas rayadas que por las noches se convierten en camas (motivo por el cual fue construido ese espacio hace pocos años: albergar a los nuevos integrantes) viene amenazando el más potente de todos: el olor a asado. Sube los tres escalones del desnivel que hay hasta la puerta vaivén, la atraviesa por las ranuras de arriba y abajo, las grietas de los costados y las hendiduras de las bisagras, circula por los pasillos que comunican la cocina y el comedor con el resto de las habitaciones, arrasando con la manzana, la vainilla, el jengibre y la canela, y vuelve a bajar otros tres escalones, pasando por los dos baños, para llegar a los cuartos del fondo, exactamente en el extremo opuesto a la parrilla. Un recorrido en tiempo récord, casi maratónico, que avanza acompañado de un humo gris tenue, imperceptible a la vista, pero que toma y tiñe toda la casa y se impregna en los cabellos recién bañados y perfumados y en las elegantes ropas elegidas por ellas para la ocasión.

Lo huelen y lo sienten. Lo reconocen. Ya está todo listo.
Sonríen.



Sofía Tagle.


1 comentario:

Ricardo dijo...

Que lindo texto tan perfumado y colorido Quiero mas dé esa colmena. Da miel?