lunes, 10 de octubre de 2016

Espera * Roland Barthes

ESPERA. Tumulto de angustia suscitado por la espera del ser amado, sometida a la posibilidad de pequeños retrasos (citas, llamadas telefónicas, cartas, atenciones recíprocas).

Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético: en Erwartung (Espera), una mujer espera a su amante, por la noche, en el bosque; yo no espero más que una llamada telefónica, pero es la misma angustia. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.

Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los efectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza de teatro.


El decorado representa el interior de un café; tenemos cita y espero. En el prólogo, único actor de la pieza (como debe ser), compruebo, registro el retraso del otro; esa demora no es todavía más que una entidad matemática, computable (miro mi reloj muchas veces); el Prólogo concluye con una acción súbita: decido “preocuparme”, desencadeno la angustia de la espera. Comienza entonces el primer acto; está ocupado por suposiciones: ¿y si hubiera un malentendido sobre la hora, sobre el lugar? Intento recordar el momento en que se concretó la cita, las precisiones que fueron dadas. ¿Qué hacer (angustia de conducta)? ¿Cambiar de café? ¿Hablar por teléfono? ¿Y si el otro llega durante esas ausencias? Si no me ve lo más probable es que se vaya, etc. El segundo acto es el de la cólera; dirijo violentos reproches al ausente: “Siempre igual, él (ella) habría podido perfectamente…”, “Él (ella) sabe muy bien que…” ¡Ah, si ella (él) pudiera estar allí, para que le pudiera reprochar no estar allí! En el tercer acto, espero (¿obtengo?) la angustia absolutamente pura: la del abandono; acabo de pasar de un instante de la ausencia a la muerte; el otro está como muerto explosión de duelo: estoy interiormente lívido. Así es la pieza; puede ser acortada por la llegada del otro; si llega en el primero, la acogida es apacible; si llega en el segundo, hay “escena”; si llega en el tercero, es el reconocimiento, la acción de gracias: respiro largamente, como Pelléas saliendo del túnel y reencontrando la vida, el olor de las rosas.

(La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados; espero y todo el entorno de mi espera está aquejado de irrealidad: en el café miro a los demás que entran, charlan, bromean, leen tranquilamente: ellos no esperan.)

La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso (para no ocupar el aparato); sufro si me telefonean (por la misma razón); me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado bienhechor, el regreso de la Madre. Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia. Puesto que la angustia de la espera en su pureza, quiere que yo me quede sentado en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.
El ser que espero no es real. Como el seno de la madre para el niño de pecho, “lo creé y lo recreé sin cesar a partir de mi capacidad de amor, a partir de la necesidad que tengo de él”: el otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio.

Todavía el teléfono: a cada repiqueteo descuelgo rápido, creo que es el ser amado quien me llama (puesto que debe llamarme); un esfuerzo más y “reconozco” su voz, entablo el diálogo, a riesgo de volverme con ira contra el importuno que me despierta de mi delirio. En el café, toda persona que entra, si posee la menor semejanza de silueta, es de este modo, en un primer movimiento, reconocida.

Y mucho tiempo después que la relación amorosa se ha apaciguado conservo el hábito de alucinar al ser que he amado: a veces me angustio todavía por un llamado telefónico que tarda y, ante cada importuno, creo reconocer la voz que amaba: soy un mutilado al que continúa doliendo la pierna amputada.

“¿Estoy enamorado? –Sí, porque espero.” El otro, él, no espera nunca. A veces. Quiero jugar al que no espera; intento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro ocioso, exacto, es decir,  adelantado. La identidad fatal del enamorado no es otra más que ésta: yo soy el que espera.

(En la transferencia, se espera siempre –en lo del médico, el profesor, el analista. Más aún: si espero frente a la ventanilla de un banco, en la partida de un avión, establezco enseguida un vínculo agresivo con el empleado, con la azafata, cuya indiferencia descubre e irrita mi sujeción; de modo que se puede decir que, en donde quiera que haya espera, hay transferencia: dependo de una presencia que se divide y pone tiempo a su darse; como si se tratase de hacer decaer mi deseo, de agotar mi necesidad. Hacer esperar: prerrogativa constante de todo poder, “pasatiempo milenario de la humanidad”.)

Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. “Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana.” Pero, en la nonagesimonovena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.

Roland Barthes, “La Espera”, en: Fragmentos de un discurso amoroso.



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