“Su plenitud es precisamente la de un espejo,
que simula estar lleno y está vacío;
es un fantasma que ni siquiera desaparece,
porque no tiene ni la capacidad de cesar”.
Jorge Luis Borges
Si
tuviera que hacer una comparación sobre mi situación actual, podría
decirse que soy como una reina. Disfruto de un estado contemplativo
cual gobernante sentada en su trono. El mío, de un gastado
terciopelo marrón. Unos parches a los costados, de colores muy
variados. Un almohadón en mi espalda, cosa que no sea muy incómodo.
Deambulan y cumplen mis caprichos unas muchachas con vestidos blancos
y lisos. Son muy amables conmigo, y yo intento ser igual. Aunque rara
vez cruzo palabra con ellas, se quedan escuchando alguno de mis locos
relatos.
Me
siento en una vida de recuerdos, y memorias confundidas. Inmersa en
una constante punto muerto en mi mente. A veces estoy bailando al
compás de una milonga en el club del barrio; o estoy jugando con el
milagro que pude dar a luz; otras dando mi primer beso. Todos esos
momentos los vivo por primera vez, con un cierto sabor a deja vu en
las imágenes, no en las emociones. Ésas sí son hermosas e
irrepetibles.
Cada
tanto me visitan extraños, y me recuerdan su existencia. Sus rostros
y tonadas se me hacen familiares, pero nada especial. A veces viene
un joven muy parecido a mi hijo, pero más pequeño, como si jamás
hubiera crecido. Me recuerda cuando le tejía bufandas, mientras
tomábamos el café con leche por la mañana. ¿Pero de que estamos
hablando señores? Si jamás en mi vida aprendí a tejer. Por favor,
esas son cosas de viejos, como los que deambulan en mi casa, que
aunque no es mi hogar, me hacen sentir como si lo fuera. Intentan que
no esté tan sola.
Se
proclama el silencio. Una pausa prolongada que no puedo calcular, y
la siento eterna. No pienso. No registro. Apenas respiro. Puro
instinto rebajado a esa única acción que preferiría evitar. Luego
vuelvo.
Me
pregunto a veces qué es real y qué no. Cuando estoy viviendo, o que
sucede en mis sueños o esas pausas que preceden o anticipan un
pensamiento o frase. Suelo imaginar que viajo a esa pintoresca
confitería en Callao y Rivadavia, donde el amor se escondía entre
el humo de un cigarrillo y el olor de un cortado. Dándonos la mano,
convertíamos las horas en segundos, pues no parecía tiempo
suficiente el que pasábamos mirándonos. Hablándonos. Queriéndonos.
Ahora cada tanto viene a visitarme, y volvemos a mirarnos. Hablar ya
se volvió cosa del pasado.
Siento
que mi vida es una emoción tras otra. No hay un solo momento en el
cual no sienta haber vivido alguna vez. Cuando tuve que acompañar a
su primer día de jardín a Facundo, y soltarle la mano parecía un
acto que no estaba premeditado. Pues lo llevé por primera vez muchas
veces, y ese frio que deja cuando no siento su suave mano por mi
palma jamás se va. Sucede algo similar con mi compañero. Cuando lo
despido en aquella tarde de otoño me invade la angustia. No pude
soltarle la mano, y aún así no siento la mía cálida. Lo que era
un suave terciopelo, se vuelve una áspera e incómoda arpillera. Es
inevitable el hecho de empaparlo de lágrimas. Ese trono que levanta
barrotes tan fríos como una caricia sin cariño, y puedo comprender
que mis visitas a la confitería son solo un juego, un fantasma que
pasa y que no puedo evitar. Me visita cuando estoy mal, cuando puedo
verlo con claridad.
¿Cuántos
años tengo? Si por momentos corro, otros gateo, y de vez en cuando
no puedo ni ponerme de pie sin que mis músculos se tensen. Con
frecuencia me pregunto si son recuerdos, o vivencias en tiempo real.
Si alguna vez tomé aquel café, o amé con locura a ese hombre. Me
pregunto si tuve realmente un hogar, o si alguna vez estuve fuera de
aquí. Me pregunto a veces si mi cuerpo alguna vez se despegó de
este terciopelo gris. Me pregunto a veces cuándo me marcharé. Me
pregunto, a veces.
Franco Vignati, 2016.
Franco Vignati, 2016.
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