Una vez, cuando estaba en preescolar, pinté un sol verde.
Jamás creí que un color podría generar tanta controversia. La seño me lo arrancó de las manos, lo miró desde todos los ángulos posibles y con cada graduación de luz ¿Un sol verde? ¿A quién se le ocurre? A todos los otros chicos les dijeron que habían hecho un buen trabajo. A mí, en cambio, casi me exorcizan.
Creo que si hubiera dibujado unos genitales, me hacían menos lío. De inmediato me llenaron de preguntas, que porqué, que cómo, que si veía bien, que si eso realmente era un sol verde.
¿Y mi mamá? Ni les cuento. No quiso colgar el dibujo en la heladera. Casi lo agarra con pinzas, como si lo hubiera pintado con cianuro.
Los soles no son verdes, así son las cosas ¿Y qué si en vez de un sol verde, pintaba un perro verde? O el cielo, o a una nena ¿Qué si me pintaba a mí de verde? ¿Temían, acaso, que mi piel se vuelva escamas? Ásperas, ásperas escamas, duras, indestructibles. Si mi saliva fuese veneno y mi aliento de fuego, ¿saldrían corriendo?
Así como maltrataron mi sol, maltratan a otros verdes. En el fondo, les tienen miedo. Lo que es bastante triste, porque todos tenemos un poquito de verde adentro. O azul, o naranja, o lila. Estamos llenos de colores, ocultos, en esta dictadura daltónica. Pensando que lo que refleje la retina, siempre va a tener más relevancia que lo que refleje el alma. Así, las personas terminan decoloradas. Y los soles verdes, en la basura.
Nunca se les ocurrió que, tal vez, se me había acabado la pintura. Sino obvio que lo hubiese pintado de rojo.
Sofía Tejón, 2017.
Desde los Talleres de Siempre de Viaje para Minuto Color.
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