Me
rodean paredes de piedra, rojas a la luz de un fuego de lava que sale
por las grietas en el piso. De un rojo fosforescente. Miro hacia
todas partes. Quiero huir como sea. El aire es denso y asfixiante. La
cueva es parte de un túnel. Hacia la izquierda el fondo es más rojo
y suben volutas de humo. Voy
hacia el lado opuesto.
Con la débil esperanza de una salida. A los costados, tallas tamaño
natural de monstruos sostienen el techo bajo. El reflejo oscilante de
los fuegos sobre las superficies les da aspecto viviente. Trato de no
darle lugar al terror que me invade. Los autores de las estatuas
pueden estar muy cerca. Cuido el paso, para no ser oído o atascarme
en las heridas rojas. No entiendo por qué estoy acá. Lloro sin
lágrimas. El tiempo se me hace interminable. Las grietas se van
espaciando. El aire, aún caliente, es más respirable. Las
hendiduras desaparecen. Las siluetas de las figuras me siguen
amenazando. Sus
rostros, máscaras de sonrisas torcidas y colmillos filosos. El
espanto se me agolpa en el cuello, preferiría enfrentarme a
cualquier criatura antes que este miedo.

El
aire y la hendidura abierta me recuerdan quien soy. Ahora temo seguir
adelante. Miro mis pies y mis manos con ojos incandescentes. Me toco
el pecho agrietado, los dientes como cuchillos. Soy de ceniza, roca y
lava. Ya no importa. Salgo a ver el día y respirar a pleno por
primera vez, antes de que el sol me convierta en piedra.
Federico
Castro Walker, 2017.
Desde los talleres de Siempre de viaje.
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