Abro y miro dentro. Vuelvo a esas
tierras, ahora áridas. El rio secó y solo hay espinas filosas,
vestigios de vida. Todavía quedan algunas sanguijuelas que se
retuercen moribundas, ya no se aferran a mis tobillos. Se dejan
aplastar. Veo los árboles sin ramas, aún de pie, con las raíces
intentando perforar el piso. Las flores han muerto, inclusive la
blanca que él plantó. Mi preferida es ahora un yuyo marrón que
pincha. Camino confundida, todo cambió pero sigue siendo el mismo
lugar. Estoy mareada, el aire es espeso y lleno de polvo. Se incrusta
en mis ojos, duele. Reconozco los huesos de un amor, allí en el
banco donde me sentaba a contemplar la hermosura de este lugar. Un
amor que transformó esto en desierto.
Cierro con candado y alambres. Coloco
una flor blanca sobre el cajón, me despido del corazón que ha
muerto. Veo cómo va bajando, hasta enterrarse por completo.
Mercedes Marcer, 2017.
Desde los talleres de Siempre de viaje.
Areca Roe |
No hay comentarios:
Publicar un comentario