Luis vivía en Maimará, en la Quebrada de Humahuaca. Llevaba la vida simple que emanaba de su antiguo pueblo. Le decían El Uña por su destreza con el charango, al que punteaba rápido y sin errar. Siempre tenía con quien tocar un rato ya que ser músico es de los oficios más ejercidos por la comunidad. La alegría era su compañera porque en dos meses iba a participar de la gran procesión de Semana Santa en Tilcara, el pueblo vecino. Cientos de personas, con antorchas y tocando música, acompañarían a la Virgen descendiendo por la montaña, en un ritual mezcla de la religión colonizante y de su ancestral cultura Aymara.
El viento y el ambiente seco de la altura curtían los rostros de Luis y de sus vecinos dibujándoles los surcos del tiempo. Con sus 25 años parecía de más de 40. Trabajaba para Don Tomás, un carnicero muy pícaro que pagaba poco. No era lo que esperaba de la vida. Deseaba no tener que trabajar para dedicarle toda su energía a la música, pero no tenía más opciones si quería tener algo de dinero en el bolsillo.
Comenzaba el Carnaval, la fiesta ritual de nueve días en que la comunidad desentierra al Diablo para entregarse a un desenfrenado festejo. Mucho baile y borrachera con chicha de maní. La gente enharinada de pies a cabeza y con su ramita de albahaca en el bolsillo. En las Apachetas, unos montículos de piedras apiladas, se le rendía tributo al ángel caído. Un cigarrillo encendido, media botella de vino y alguna moneda para tenerlo contento. El Uña iba a la del Cerro Paleta de pintor, cerca de su casa de adobe, hacía la pequeña ofrenda y se tomaba su parte del vino.
Era viernes cuando le pidió a Don Tomás que le pagara el sueldo atrasado. Lo necesitaba y quería comprarse ropa. Deseaba estar apuesto para conquistar a Mara, su querida palomitay. El carnicero cerró el negocio, lo invitó a sentarse un rato en el patio bajo la parra, y destapó un patero dulzón:
—Escuchame chango. El trabajo viene flojito pero igual te junté el dinero. En un rato me lo trae la Amanda. Mientras tomémonos unos traguitos.
—Hágale Don Tomás. Eso sí, dos vasitos nomás porque me quiero guardar para el Carnaval. Si no no llego ni al "Miércoles de cenizas".
—Meta—dijo el carnicero y sirvió generosamente.
A los quince minutos de charla abrió la segunda botella. El Uña estaba entonado y el viejo siguió con su plan:
—¿Cómo andás para el truco mientras esperamos? No serás medio flojito vos, ¿no?
—¡Traiga las cartas hombre! ¡Mire si voy a arrugar!
—Ya que sos valiente juguemos cada partido por 100 pesos. Para que tenga gracia —lo apuró el pícaro.
—¡Más vale! —se envalentonó el charanguista.
Dos horas despues el Uña, totalmente borracho, perdía los últimos 100 pesos de su sueldo. Don Tomás se reía sin dientes mientras que con sus muelas mascaba la coca que le impidió la curda:
—Tranquilo changuito. Andá a tu casa a dormir que con trabajo en seguida lo vas a recuperar.
Amanda nunca apareció.
Unos día después, sumergido en la tristeza, arrastraba su humanidad por las calles polvorientas, entre las casas de piedra y barro del pueblo. Iba a visitar a su abuela Doña Ofrecina. Vieja sabia de la Quebrada, siempre tenía una repuesta y un consuelo para regalar. Con sus noventa años, conocedora de los espíritus ancestrales y de la Pachamama, lo iba a poder ayudar.
—Pase m'hijo. Tanto tiempo que no me visita. ¿Qué lo trae por acá con esa cara de pena?
—Abuela. El Tomás me arruinó.
Le contó lo sucedido y cómo el viejo pícaro lo había estafado. Cada tanto una lágrima polvorienta llenaba el cauce de sus arrugas. Doña Ofrecina le dió un largo abrazo y unicamente le dijo:
—Andate mañana a la Apacheta y hacé lo que siempre hacés. Tomá algo de dinero. Quedate tranquilo que en dos días me lo devolvés. Y acordate; el Diablo es malo pero también puede ser justo y agradecido.
Volvió a su casa más tranquilo. En el camino compró lo necesario para el ritual.
Al día siguiente, tempranito, El Uña encaró para el cerro. Caminó en medio de las cabras que pastoreaban el verde valle y subió por el sendero de piedra y polvo. Llegó al montículo. Se sentó y comenzó el ritual. Encendió el cigarrillo para dejarlo parado entre las rocas. Abrió el vino, roció la Apacheta y puso un billete de 5 pesos en el piso.
Cuando estaba terminando su parte del vino el viento le trajo unos ruidos extraños. Caminó hasta detrás de unos cardones que lo taparon, cuando incrédulo vio al atorrante carnicero poniendo dinero en una bolsa y enterrándola en el inhóspito lugar.
Le dió tiempo a que se fuera y llegara hasta el pueblo. Fue tranquilamente hasta su casa en busca de un martillo y un pico. Una pala lo podría delatar delante de los vecinos. Volvió hasta el sitio del tesoro y lo desenterró. Había más billetes de los que ganaría en años. Su sonrisa era la de un niño feliz.
En la semana El Uña le devolvió el dinero a su abuela y le regaló unos hermosos aros de plata, hechos por uno de los tantos artesanos de la zona. Tomó su bolso de aguayo y enfiló para la terminal de ómnibus del pueblo. El destino era la Libertad.
Beto Chiariotti, 2017.
Desde los Talleres de Siempre de Viaje.
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