Mientras
barre la vereda que está otra vez llena de hojas de tilo, doña
Gertrudis Bertolotti le cuenta a su vecina doña Coca Palombo los
profundos motivos que la llevan a no tener más canes en su hogar.
–Yo
de perros no quiero saber más nada, doña Coca. Con decirle que de
vez en cuando al Roque se le daba por olerle por ahí a la Pelusa. Y
empezaba por ahí pero terminaba más acá, moviéndose como
electrocutado le digo.
–¡Qué
barbaridad, doña Gertrudis! Habrase visto.
–¿Sabe
las veces que le tiré un balde de agua encima a ese bicho? Y lo que
era aguantarlo después, ni le digo.
–Digamé,
digamé. Aunque preferiría no escuchar. Le confieso que me
impresiona tanto.
–Impresión,
lo que se dice impresión, era el Roque agarrado a las piernas de
cada uno que entraba. Ni una garrapata se aferra tanto.
–¡Cómo
la hacen quedar a una!
–¡Ah!
pero mi marido enseguida le daba con la cuarenta y cinco y no jodía
más por un rato, le aseguro.
–¿Tenía
un arma el finado Pepe?
–No,
que va a tener. Le daba con la chinela, le daba. Cuarenta y cinco
calzaba el Pepe, así que imagínese al Roque, la cola entre las
patas y al rincón.
–Mano
dura como siempre digo, mano dura.
–Aunque
le confieso doña Coca, que la Pelusa no era ninguna santa. Al rato
ya andaba moviendo la cola cerca del Roque para excitarlo nada más.
Una perra muy licenciosa, demasiado le diría.
–El
problema de este siglo doña Gertrudis, la licencitú, la licencitú.
–Por
eso le digo, con las obscenidades que he tenido que ver, yo de perros
no quiero saber más nada, doña Coca.
–Y
lo bien que hace m´hijita, lo bien que hace.
Mari
Cambareri, 2017.
Desde los talleres de Siempre de Viaje.
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