—Volvemos
a las tres, papá.
—Los
espero leyendo el diario—
me
contestó.
Dejamos
ese balneario, caminamos de la mano con ella, disfrutándonos.
Tomábamos playa, olas y personas como nuestro marco. El tiempo a
nuestra disposición. No importaba la hora.
De
repente, con el sol más fuerte y un viento que lanzaba dardos de
arena, otro marco se impuso.
—Vamos
a casa—
dijo ella poniéndole palabras al movimiento de la gente que
abandonaba las sombrillas y se refugiaba en el pueblo costero.
—No,
papá espera—
recordé.
Desandamos
el camino, el viento empujándonos, malhumorado. El sol espeso
frenaba la vuelta.
Solitario
combatiente contra el clima, la arena hasta los tobillos y la mirada
puesta en el diario abierto e ingobernable; ahí estaba mi viejo, que
había cumplido.
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